Silvia Bleichmar - Psicoanálisis extramuros
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Eso provoca una sensación extraña, intensa, de placer del pensamiento. Creo que Silvia lograba (y sigue logrando) eso, casi a la manera de una intervención. Una intervención fecunda, también fuera de los muros del consultorio, en sus palabras, en su obra.
Marcela Pereira
Directora Editorial
Prólogo
En la Ciudad de México, el jueves 19 de septiembre de 1985, a las 7: 19 de la mañana, nos dimos cuenta de que lo que nos había despertado era un terremoto. Teníamos una sensación rara, como si la cama hubiera sido sacudida por una fuerza extraña. No era el primero que nos había tocado. Trepidatorios, ondulatorios, los habíamos vivido ya todos y se acumulaban como experiencias tranquilizantes, para ese momento. Pero, por la sensación de mareo que teníamos, este debía haber sido mucho más intenso, más fuerte, que los anteriores que nos habían tocado. El temblor duró apenas dos minutos, el nuestro mucho más. Nos levantamos, fuimos a buscar noticias encendiendo el televisor, pero no había señal; tampoco había electricidad. Buscamos una vieja radio a pilas y comenzamos a escuchar el reporte de las noticias. Sí —confirmábamos—, tuvo una magnitud de 8,1 grados en la escala de Richter (1). Durante varias horas quedamos sin luz, incomunicados con el resto de la población y del mundo. En la radio sólo hablaban de las consecuencias del terremoto y pedían que la población permaneciera en sus casas. No se escuchaba música, sólo comentarios. Desde la calle, nos llegaba el sonido de las sirenas de las ambulancias, de los carros de bomberos, de los patrulleros policiales. Las noticias eran alarmantes, ya se empezaba a hablar de una enorme cantidad de pérdidas de vidas y de cientos de edificios derrumbados.
Esto sucedía dos años después del restablecimiento de la Democracia en Argentina, tras la caída de la dictadura militar y un año antes de la fecha en que teníamos previsto con Silvia regresar a nuestro país.
Primero, con un grupo de argentinos, respondimos agrupándonos, en esa sensación quijotesca de que los caballeros velan, la noche de la batalla, juntos. Luego, comenzamos a pensar como ciudadanos, en qué podíamos ayudar. Una parte del grupo se encargó de los medicamentos; otro de las compras en supermercados; todos nos ayudábamos y estimulábamos. Y si arquitectos e ingenieros eran convocados a determinar riesgos en estructuras edilicias y apuntalarlas, por qué no podíamos nosotros hacer lo mismo con las estructuras de aparatos psíquicos afectados por el sismo. Con Silvia entendíamos esta solidaridad como un compromiso con el enorme proceso de reconstrucción necesario para atender las urgencias de la población afectada, y desde nuestro metier , proveer las herramientas no sólo para atender las necesidades más inmediatas de la supervivencia, sino asumiendo que este proceso solidario debería producir cambios sustanciales en la subjetividad de los afectados.
Se produjeron varias réplicas del fenómeno, la más significativa fue la del día siguiente (20 de septiembre de 1985) a las 19:38 hs, con una magnitud de 7.9 grados en la escala de Richter, que sumó importantes daños materiales sobre las construcciones dañadas previamente por efecto del primer sismo. Las entrañas de la tierra volvieron a convulsivar. Y, un poco en broma, un poco en serio, ya agotado por la tensión vivida y por el ensamblaje de acontecimientos históricos que determinan lo que Freud llamó series complementarias , dije: “Basta, acaben con nosotros de una buena vez”.
Esa era la trama en la que se jugaba la dialéctica entre las defensas, que hasta entonces habían operado en mí, y la enorme angustia que nos desbordaba y que fracturaba los modos habituales de ejercicio de ellas, cuando lo acontencial del terremoto entraba como estímulo inelaborable porque se ligaba con el terrorismo de Estado que nos había hecho emigrar a México. Se habían unido en mi interior elementos en común entre una catástrofe natural y una catástrofe histórica; se articulaban el acontecimiento actual con otros; esa catástrofe, inevitablemente, se ligaba a otras catástrofes sufridas.
La realidad es realidad del hombre y para el hombre, es decir, imposible de ser pensada desde nuestra práctica o desde nuestro campo, si no es desde la significación que para él tiene y de las representaciones que para él pone en juego. Eso fue lo que guió nuestra práctica extramuros, lo que con Silvia nos propusimos en aquella situación que nos tocó vivir en México de 1985.
Nuestra concepción del aparato psíquico como un sistema abierto, capaz de sufrir transformaciones por las recomposiciones que los nuevos procesos históricos-vivenciales obligan —pensábamos—, y es lo que le da razón de ser al psicoanálisis y a nosotros como psicoanalistas, a la exportación extramuros de la práctica psicoanalítica. Y si hay recomposiciones, estas se deben a que las relaciones que activan los diversos y discretos elementos en conglomerados representacionales nuevos son posibles. Esto nos permitía afirmar que el inconciente es, a su vez, transformable, que sus contenidos, aunque indestructibles, son modificables.
Silvia describió en un trabajo (2) la relación entre el monto del estímulo y el umbral del sujeto, señalando que es fundamental tener en cuenta la capacidad metabólica —vale decir, simbolizante— con que cuenta el aparato psíquico para establecer redes de ligazón que puedan engarzar los elementos sobreinvestidos, que tienden a romper sus defensas habituales. Y agregaba que, si esos elementos son incapturables en el entramado yoico porque están más allá de las simbolizaciones que se han ido estableciendo a lo largo de las experiencias significantes que la vida ofrece, quedarían librados, sea a un destino de síntoma, sea a una modificación general de la vida psíquica. Al modo de una cicatriz queloide, una insensibilización de la membrana, efecto de su engrosamiento por contrainvestimientos masivos, puede establecerse residualmente y para siempre, hasta que algo venga a atravesarla.
Feliz imagen, aquella de la cicatriz. Señal que queda en los tejidos después de cerrada una herida o una llaga, huella persistente que da cuenta de una efracción acontecida anteriormente; por extensión, impresión en el ánimo de un sentimiento pasado. Si la cicatriz es plástica, es poco notoria, no deja limitaciones a la motilidad; una cicatriz queloide es algo que se nota, que todos ven; es la imagen de un funcionamiento rígido, empobrecido en los límites de su funcionalidad y, si se trata del psiquismo, la pobreza será no sólo afectiva sino intelectual.
De aquella época también nació la concepción de que, ante situaciones de catástrofe, la prevención o, posteriormente, el tratamiento, deberían generar para el sujeto las condiciones para una expansión de sus potencialidades psíquicas en el enclave de condiciones históricas determinadas, pero a su vez abiertas, en las cuales la insistencia de repetición inscripta dé paso a un reordenamiento de nuevos modos de recomposición más o menos estables, en el marco de la perspectiva vital azarosa pero no indeterminada, arrancando al sujeto de la oscilación entre la angustia y la rigidización defensiva. Y de que la escucha, desde esta concepción teórica, nos permitirá, en una lectura indiciaria, por après coup , reconstruir la génesis de la cadena traumática en la cual se juega lo histórico-vivencial, reordenando los hitos y haciendo posible que lo que era inscripción atemporal en el inconciente advenga temporalización historizante en el sujeto. Historizar simbolizando, eslabonar de un modo significante los efectos de lo acontencial-traumático que el sujeto sabe que sufre pero cuyos modos de insistencia desconoce, será la guía privilegiada para la intervención. Esta concepción fue la que nos orientó, nos dio la brújula que guiaría nuestro trabajo con los damnificados del terremoto.
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