Pero más allá de la estricta necesidad alimentaria o de la necesidad de conseguir el valioso recurso que representan los vientres de las madres, el motivo para matar más espectacular y sorprendente que se encuentra en la naturaleza nos obliga a revisar una vez más nuestros prejuicios biocéntricos. Concretamente, los de aquellos que afirman que la guerra es una invención humana y antinatural. Nada más lejos de la realidad. La guerra no es una invención humana y, además, es muy
natural. En concreto, las guerras territoriales para buscar recursos no son una exclusiva de nuestra especie (ni siquiera lo son las guerras motivadas por la captura de mano de obra barata, como veremos en el capítulo 5). El razonamiento no deberá escapar al lector: una estrategia basada en la conquista de nuevos territorios y en la eliminación de la oposición garantiza un aumento de la frecuencia de los genes que la estimulan. En la naturaleza, como es previsible, muchas especies aparte de los humanos llegan a embarcarse en auténticas cruzadas. Quizá el caso que ha levantado más polémica, debido a sus implicaciones respecto a una potencial predisposición evolutiva de los humanos a la violencia, es el de las guerras entre grupos de chimpancés. El primer ejemplo registrado se produjo en enero de 1994, en el parque nacional de Gombe (Tanzania). Según datos proporcionados por el equipo de la famosa primatóloga Jane Goodall, un grupo de chimpancés formado por siete individuos, seis machos y una hembra, se adentró en el territorio de un grupo vecino. Allí se encontraron con un joven chimpancé que a duras penas tuvo tiempo de darse cuenta de quiénes eran sus asaltantes: los seis machos del grupo invasor lo sujetaron y lo mataron a fuerza de golpes y mordiscos. Una vez perpetrado el ataque, el grupo agresor se retiró a su territorio. Otros casos de acciones bélicas de este tipo, en que diversos miembros de una comunidad de chimpancés se agrupan y organizan para atacar territorios vecinos, han sido tan extensamente documentados en diversos trabajos de campo que caben pocas dudas de que
se trata de una conducta habitual. En junio del 2004, por ejemplo, el International Journal of Primatology publicó dos artículos que, en total, documentan seis víctimas de combates entre diversas comunidades de chimpancés. Una cifra bastante importante si se considera que esas comunidades están formadas por unas pocas decenas de individuos.
La lista de casos de hostilidad y violencia en la naturaleza ocupa libros enteros, mucho más eruditos y especializados que éste. Nosotros todavía dedicaremos un par de capítulos al tema, pero llegados a este punto tenemos que hacer dos consideraciones. La primera es que hemos estado hablando, implícita o explícitamente, de adaptaciones y estrategias, así como de sus respectivas contraadaptaciones y contraestrategias: desde la velocidad escalofriante de los guepardos y, en contrapartida, la rapidez de las gacelas, hasta los falsos períodos de celo de algunas hembras de primates para evitar el asesinato de sus hijos. Todos estos casos no son excepciones, sino ejemplos de un proceso general que seguramente nos resulta familiar: la carrera de armamentos. La historia está llena de ejemplos. La invención de las espadas y las lanzas estimuló la aparición de los escudos; las murallas propiciaron las catapultas; el radar, los bombarderos invisibles; y las armas nucleares... pues bien: más y más poderosas armas nucleares. Estas carreras tienen su análogo en el mundo vivo con la incesante espiral evolutiva que las reglas del juego desveladas por Darwin hacen necesaria. Si la vista de las gacelas mejora, por ejemplo, la selección natural favorecerá guepardos con un pelaje más parecido al entorno; lo que puede favorecer un mejor uso del olfato por las gacelas y que, a su vez, puede inducir a los guepardos a moverse contra el viento. Y así en sucesivos ciclos. En breve volveremos a estas carreras de armamentos entre entidades con intereses divergentes –presas y predadores o machos y hembras, pero también genes, células y árboles–. Diremos tan sólo que se encuentran por todas partes. De hecho, las carreras de armamentos son tan ubicuas que los biólogos les dan un nombre particular: el principio de la Reina Roja. Este nombre es un homenaje que el gran ecólogo Leigh van Valen rinde a Lewis Carroll, creador del personaje de Alicia en el país de las maravillas. En un pasaje del libro A través del espejo, Alicia se encuentra con la Reina Roja, que la agarra por el hombro y la hace correr velozmente para mantenerse a nivel con el paisaje. La Reina le explica a Alicia: «Now, here, you see, it takes all the running you can do to stay in the same place. If you want to get somewhere else, you must run at least twice as fast as that!» (Bien, verás, aquí debes correr todo lo rápido que puedas para mantenerte en el mismo sitio. ¡Si quieres ir a algún otro sitio, debes correr al menos el doble de rápido!). 1
La segunda reflexión consiste en que hay que decidir, cuando consideramos la naturaleza, si debemos seguir actuando como los guionistas de la Disney. Debemos preguntarnos si acaso es correcto pasar de puntillas sobre todos estos casos simplemente porque repugnan a nuestra visión antropomórfica, idealizada –y absolutamente falsa– de una naturaleza alejada de los conflictos de intereses más sangrientos. Si seguimos prefiriendo la ignorancia, nunca dejaremos de sentirnos horrorizados y nunca podremos gozar plenamente de la intrincada y fascinante complejidad de estructuras y comportamientos que, a través del tiempo, estos conflictos han urdido en el tapiz de la vida. Creo que es absurdo que los más diestros dibujantes dediquen infinitas horas a reproducir la sinuosa silueta de una gacela o la curva perfección de los colmillos de un guepardo para una película de dibujos animados, mientras que los guionistas procuran ocultar el hecho de que estas exquisitas formas son producto de una historia de rivalidad y muerte que tiene millones y millones de años de antigüedad.
*«¿Crees que la naturaleza es una película de Disney? La naturaleza es una asesina. La naturaleza es una bruja. Allá fuera es la hora de comer durante las 24 horas del día y cada paso que das es una apuesta con la muerte. Si hoy no te mata un rayo, mañana lo hará un terremoto o alguna garrapata que te inoculará la enfermedad de Lyme. Sea como sea, acabarás en el extremo equivocado de la cadena alimentaria.»
1Si Van Valen hubiese sido latino, quizá habría bautizado su idea como principio de Lampedusa: todo debe cambiar para que todo siga igual.
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