Gonzalo Navajas
El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX
Prismas
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Gonzalo Navajas
El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX
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© El autor, 2013 ©
De esta edición: Universitat de València, 2013
Publicacions de la Universitat de València
Arts Gràfiques, 13 –46010 València
Diseño de la colección: Inmaculada Mesa
Maquetación y corrección: Communico, C. B.
Ilustración de la cubierta:
Daniel Muñoz Mendoza, La vida, la lluita (2012)
ISBN: 978-84-370-9229-4
Para Anna, Paul y Emma, por todo
AGRADECIMIENTO
Quisiera agradecer a la Universidad de California el apoyo que me ha proporcionado en la preparación y la elaboración de este libro, lo que me ha permitido disponer del tiempo necesario para llevarlo a cabo. Asimismo, estoy profundamente reconocido a todos los que, en mis intervenciones públicas en las que he presentado y verificado conceptos y contenidos diversos de este libro, me han ofrecido generosamente comentarios y análisis críticos que me han sido extraordinariamente valiosos en la elaboración y el avance de mi trabajo. Finalmente estoy agradecido a mis estudiantes en diversas universidades e instituciones de Europa y América porque me incitaron a dialogar con ellos y asumir puntos de vista que no había entrevisto antes. Sin todos estos colaboradores y promotores de mi proyecto, este libro no hubiera sido posible. Por ello, a todos ellos, muchas gracias.
Índice
INTRODUCCIÓN. EL CUERPO ENFERMO EN EL SIGLO XX
I. LA INSTALACIÓN EN LA EXPERIENCIA DEL PATHOS
II. LA HISTORIA INTELECTUAL Y EL NUEVO HOGAR DEL YO
III. LA HISTORIA COMO TRAUMA
IV. LA POLÍTICA COMO TERAPIA CULTURAL
V. LA SÍNTESIS ESTÉTICA COMO TERAPIA
VI. LA ENFERMEDAD POSMODERNA
VII. EL DIAGNÓSTICO SOCIAL DE LA NARRACIÓN FÍLMICA
CONCLUSIÓN. DOMUS COSMICA . LA COMUNIDAD RECONSTRUIDA DESDE LA PALABRA ESCRITA Y VISUAL
BIBLIOGRAFÍA
INTRODUCCIÓN
EL CUERPO ENFERMO EN EL SIGLO XX
El siglo XX constituye el periodo más violento y sangriento de toda la historia de la humanidad (Judt: 17; Ferguson: 634). Ha habido ciertamente otros momentos y periodos que se caracterizaron por su volumen de violencia y agresión contra la integridad de las vidas y las pertenencias de diferentes seres humanos, considerados como sujetos individuales o como parte de grupos colectivos, sociedades y naciones. Los ejemplos son innumerables, desde las comunidades tribales del pasado prehistórico y las civilizaciones antiguas hasta los vastos imperios modernos como el español, inglés y francés. La historia humana ha tenido como una de sus fuerzas motivadoras centrales la violencia sobre el otro y, en particular, la violencia organizada y sistemática de la guerra. La máxima de Plauto, homo homini lupus , luego asumida políticamente por Thomas Hobbes en De cive y convertida en la regla general de la conducta social, se ha cumplido en una buena parte de la historia humana y ha ocurrido, además, a partir de la acción deliberada y sistemática no solo de figuras aisladas y esporádicas, sino como consecuencia del programa y el esfuerzo de un Estado o un poder organizado para la destrucción de todo lo que no sea él mismo. 1
No hay motivos, por tanto, para el optimismo histórico. Incluso, los conceptos de progreso y civilización –que son decisivos para una visión comprensiva de la historia que estime y evalúe la temporalidad humana como una trayectoria de avance por encima de los contratiempos y acontecimientos regresivos–son ambivalentes e imprecisos. Civilizaciones especialmente influyentes y duraderas, como la griega y la romana, se hicieron sobre la sangre de la conquista y la sujeción de sus oponentes y enemigos tanto externos como internos. Y puede hacerse una afirmación similar con respecto a las grandes civilizaciones europeas modernas.
A pesar de que la evolución general de la humanidad está cimentada en la agresión y la violencia, en lo que Freud denomina el instinto de la muerte y la desintegración que predomina sobre el de eros y la integración afectiva, es también cierto que no ha habido ningún periodo de esa historia tan extensa y sistemáticamente destructivo y violento como el siglo XX. Y también es cierto que con frecuencia se ha incurrido en la violencia con el propósito explícito y aparente de redimir a la humanidad, o al menos a segmentos amplios de ella, de las lacras y enfermedades colectivas e individuales que la han afligido con reiteración. El siglo XX se vio a sí mismo como redentor de clases, países, ideologías y creencias oprimidos que se identificaron con una religión, una nación o una etnia –la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial sería el ejemplo–. O con una clase social, como el proletariado, durante los virulentos enfrentamientos sociales de la primera mitad del siglo en particular.
Algunos de los grandes programas políticos y sociales del siglo XX prometieron de manera irreal y utópica la salvación de las aflicciones colectivas y, en ese proceso supuestamente terapéutico, generaron males todavía mayores que los que pretendían solventar. De manera paradójica, los planteamientos del nazismo aspiraban a liberar Europa del desorden y el declive que habían asolado el continente a partir de la depresión económica posterior a la Primera Guerra Mundial, y crear una gran fuerza continental totalizante y unida bajo la égida de una raza y una cultura supuestamente privilegiadas y destinadas al liderazgo mundial. La pureza racial debía acompañar a la creación de un orden social y político permanente que, en primer lugar, se establecería en Europa y luego se extendería al resto del mundo. En ningún momento la ideología nazi reconoció que sus acciones utilizaron una violencia injustificada y excesiva y sus dirigentes excusaron sus acciones más sórdidas a partir del imperativo de crear un Lebensraum , un contexto necesario para el desarrollo de una sociedad revitalizada y saludable que se erigiera sobre la debilidad física y política que aparentemente se había instalado en el continente. No obstante, en ese contexto estrictamente regulado, se produjeron algunos de los programas de exterminio colectivo más extensos de toda la historia de la humanidad.
Un proceso paralelo sigue el programa de la ideología afín al socialismo comunista, sobre todo en su versión estaliniana. Dentro de ese modelo, la ascensión al poder de una clase oprimida produce no la liberación colectiva, sino la represión y la desaparición de cualquier modo de disidencia frente al poder establecido. En ambos casos, la figura definitoria e icónica de la enfermedad y el pronóstico, y la terapia que debe conducir a la curación de esa enfermedad, contextualiza el proceso social, político y cultural. Le concede, además, no solo legitimidad, sino también un marco conceptual, retórico y estético dentro del cual ubicar hermenéuticamente el gigantesco proceso de destrucción de las estructuras establecidas y de construcción de otras nuevas que conlleva el nuevo orden (Sontag: 81).
Dentro de ese marco, los mayores sacrificios colectivos y las consecuencias concomitantes que los sacrificios conllevan –exterminios, depuraciones, destierros–pueden alcanzar su justificación en nombre de la causa suprema e incuestionable de la curación definitiva y última de una sociedad, un país o la humanidad en general. Los ejemplos que ilustran esa orientación general del siglo XX son numerosos. La inclinación totalitaria y represiva de la Revolución rusa, las diversas manifestaciones del fascismo en Europa y, en particular, en su vertiente más extrema en la Alemania nazi, la brutalidad del franquismo en su intento de saneamiento de una sociedad supuestamente degenerada y pervertida, los excesos del maoísmo, el castrismo y otras ideologías de orientación mesiánica son algunas ilustraciones mayores de la tendencia colectiva de una época históricamente aciaga y autodestructiva que ha destacado por la proliferación de propuestas absolutas y definitivas de curación para las lacras colectivas.
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