El Estado necesitaba todo el dinero (o provisiones) que recaudaba con los impuestos. Tenía mucho donde gastarlo: el ejército, en primer lugar y lo más obvio, en particular con el comienzo del período principal de las invasiones germánicas a finales del siglo IV; también la vasta burocracia central y provincial; además el aprovisionamiento de las grandes ciudades del Imperio (especialmente Roma y Constantinopla); muchas obras públicas (tanto suntuarias como militares), y gastos extraordinarios como las reservas de grano para aliviar el hambre, mantenidas por la mayoría de los gobiernos responsables, como el de los ostrogodos en Italia. El Estado era la base de la riqueza y del poder en el Bajo Imperio. Incluso los fabulosamente ricos senadores italianos del siglo V no podían desatender su patronazgo y potencial para la explotación corrupta de sus recursos; toda la jerarquía aristocrática estaba estructurada alrededor de él, y no existía ninguna posición social independiente de él. Sus fondos no dependían de la buena voluntad de ningún grupo de poder, al menos al principio; se recaudaban directamente. Su dinero sostenía toda actividad cultural –enseñanza, religión, retórica, el ocio necesario para el cultivo de las belles lettres de Ausonio y su círculo, los gigantescos edificios del Bajo Imperio. Si hay algún factor unificador en la historia de la Roma tardía, está aquí, en el Estado; las únicas tradiciones culturales que sobrevivieron a su caída fueron aquellas que aún podían mantenerse con el dinero obtenido de la propiedad de la tierra. No es sorprendente que la mayor parte de la cultura de la elite altomedieval residiese en la órbita de la Iglesia, que era ya la mayor institución terrateniente en Occidente después del propio Estado (y la Iglesia, a diferencia del Estado posromano, no sería pródiga con sus tierras).
A pesar del peso y de la centralización del Estado, éste no existió propiamente como el único foco de poder y riqueza públicos; estaba firmemente anclado en las ciudades del Imperio. Éste último había sido siempre una estructura celular basada en las ciudades y su territorio (y creándolas donde era necesario, en la Galia o Gran Bretaña, por ejemplo). Los municipia imperiales de la primera época eran soberanos en teoría, con su propio senado local (o curiae ) y mecanismos de recaudación de impuestos, y con sus propias aristocracias locales y programas públicos de construcciones y patriotismo local. Estas ciudades y sus elites dominaban sus territorios rurales tanto en los aspectos económicos como en los políticos que formaban el modo de producción antiguo. Lo que Diocleciano y sus sucesores hicieron fue regularizar parcialmente e incrementar enormemente los impuestos que cobraban tales elites urbanas, a veces a expensas de las propias elites. Los miembros de la curia , los curiales o decuriones , aún eran los responsables de la recaudación de impuestos (excepto para las superindicciones del gobierno central), y tenían que garantizar los impuestos no recaudados. A menudo se quejaban; y frecuentemente se han vertido lágrimas modernas por la situación de los curiales , agobiados por la implacable fiscalidad. Tales lágrimas están fuera de lugar; realmente muchos curiales actuaron bastante bien en la recaudación de impuestos, donde las oportunidades para el enriquecimiento propio eran bastante grandes, a pesar de los peligros planteados por los recaudadores del gobierno central, que les coaccionaban y les recortaban sus beneficios. Pero los recaudadores centrales eran pocos. El Imperio era grande; el Estado no podía recaudar la mayor parte de los impuestos sino mediante oficiales civiles. Y aunque las ciudades habían perdido su posición de independencia financiera y política, un cambio en último término superestructural, aún eran explotadores financieros y núcleos de sus propios territorios, y quedaba mucho dinero en ellas, como resultado de la recaudación de impuestos, bien de modo no oficial, bien oficialmente. Es este foco urbano para la extracción del excedente el más claro signo de que aún es útil llamar modo de producción antiguo al proceso de tributación. Cada ciudad era el Estado en microcosmos. Aunque el oficio civil había perdido su atractivo por muchas razones, la ciudad aún era fuerte como institución. Incluso los senadores provinciales, técnicamente oficiales de Roma, no de su ciudad nativa, se sentían ideológicamente vinculados a su propio municipium ; patria significaba a la vez el Imperio y la propia ciudad local. Para los ideólogos del Bajo Imperio, la vida y la cultura de la ciudad eran la única civilización posible. Cuando cayó el Estado, los conflictos se manifestaron a menudo tanto en el plano del Estado local como en el del gobierno central. De hecho, las ciudades, en términos ideológicos, eran más estables que el gobierno central, al menos en el Occidente mediterráneo; el Estado, al final, sólo sobrevivió en el nivel de la ciudad, como veremos. 17
II
El modo antiguo puede parecer potente en su forma diocleciana, pero realmente fue muy frágil en muchos aspectos, y entre los años 400 y 600 aproximadamente, se colapsó en las zonas occidentales del Imperio; este colapso es el punto nuclear de mi artículo. No debe olvidarse de ninguna manera, sin embargo, que el Imperio no cayó en Oriente, y en el apartado final plantearé la historia opuesta de Bizancio, de un modo inevitablemente resumido.
La particular vulnerabilidad del modo antiguo yace en su relación con la propiedad privada de la tierra, en este caso el modo feudal, aunque los mismos problemas se habían planteado menos drásticamente en el período de desarrollo del modo esclavista. El Estado proporcionó una considerable riqueza a quienes lo controlaban, gracias a la fiscalidad, pero en un sistema económico tan subdesarrollado como el mundo antiguo, incluso en su mejor momento, no podía hacerse mucho con esta riqueza, salvo colocarla en la tierra. Cuando los ricos obtenían tierras, sin embargo, también obtenían la responsabilidad del impuesto. Sus intereses privados como terratenientes entraban así en contradicción con sus intereses como dirigentes y clientes del Estado. Si sus tierras eran grandes, sus intereses privados pesaban más que sus intereses públicos. Y aunque los recursos financieros del Estado eran aún un poderoso foco de lealtad por sus potencialidades para el enriquecimiento, el compromiso directo con la propiedad tendía a ser para el propietario una fuerza más firme que las oportunidades más mediatas que ofrecía el control sobre los recursos del Estado. Los ricos comenzaron a evadir sistemáticamente la tributación. Las estructuras del modo feudal eran, en otras palabras, más sólidas que las estructuras rivales del modo antiguo para aquellos que tenían la oportunidad de poder elegir entre ellas. Lo que sucedió en el siglo V, siendo esquemático, fue que con las invasiones bárbaras se le planteó a la aristocracia occidental, por vez primera, esta elección política entre los dos polos de la contradicción: por un lado, el Estado romano y su patronazgo, que cada vez se hacía más y más costoso cuando más ejércitos se lanzaban contra la amenaza bárbara, y menos valioso cuando los ejércitos perdían territorios; por otro lado, la posibilidad de quedarse únicamente con la base dada por la propiedad en el contexto de los estados sucesores germánicos de reciente formación. Eligieron esta última. Estos estados eran más toscos, y en esa medida menos capaces de mantener la estructura financiera del Imperio; los aristócratas podían también esperar que se interfiriera menos en los asuntos locales. No es que muchos de ellos lo hubieran visto conscientemente en estos términos: la elección fue el resultado final de acciones muy a menudo dirigidas a evitar el conflicto y la fiscalidad –la guerra y la fiscalidad eran, con todo, los aspectos principales del Imperio.
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