Max Aub - Campo de sangre

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Campo de sangre forma parte del extenso y fascinante ciclo narrativo que Aub dedicó a la Guerra Civil, El laberinto mágico. Por la cronología de los hechos narrados constituye la tercera novela de este (recordemos que el ciclo incluye textos de otros géneros), pero se trata de la segunda si atendemos a las fechas de publicación y sobre todo composición, ya que trabaja sobre ideas que comienza a gestar a finales del conflicto. La cercanía en el tiempo de los acontecimientos que refleja, así como la experiencia que el autor vivió en campos de concentración mientras redactaba la mayoría del relato, explican en gran medida su especificidad respecto al resto de novelas. Campo de sangre es la entrega más virulenta y desgarrada del Laberinto, y aunque su título se asocia como emblema a la traición de Judas –otro de los tópicos del ciclo–, adquiere su más plena significación por la violencia que transmite la obra, no tanto desde la perspectiva del contenido como de la forma.

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–Y el bombardeo de hoy, ¿qué? –pregunta Cuartero.

–Unos cincuenta muertos, un centenar de heridos –contesta Templado.

–¿Tenemos pan? –enlaza Sancho.

6. La cena, II

31 de diciembre de 1937 Las diez

El patrón espera en la puerta, por la que no cabe de frente, la cabeza inclinada hacia adelante, como una tortuga.

–Bueno. A ver qué nos das para festejar el Año Nuevo.

–Huevos y lo que vosotros habéis traído.

–¿Aceitunas?

–Sí. Y medio panecillo por barba. Y no me pidáis más, que no tengo.

Salta Herrera:

–He traído dos chuscos.

Pregunta Rivadavia:

–¿Y el aceite?

Gruñó afirmativamente el paquidermo.

–Aceite de oliva, todo mal quita –dice Sancho.

–Andando: las aceitunas, los huevos fritos y lo otro. Manda más vino. Deja la puerta abierta, que no se puede, del humo.

–Cinco botellas de Perelada que os he guardado como oro en paño. ¿No hay refrán, Sanchito?

–Págamelos a real –responde el aludido, que es agarrado.

Templado saca un salchichón de sus entretelas.

–De la embajada de Cuba.

–¡Viva Cuba! –dice Herrera con su vozarrón, sin gracia.

–¿Cómo has tardado tanto? –pregunta Rivadavia al médico–. Hemos acabado el vermut, tómalo como castigo.

–Me avisaron a última hora para que fuese ver a un crío. Sin remedio. No comen.

Hay un silencio.

–¿Cómo coméis por allá arriba?

–Según llega –responde Herrera.

–Y eso que nunca han comido –anota Rivadavia, que es buen tragador, los puños gruesos, la ropa limpia, luciente la papada mollar.

–Así podemos con la guerra. Otros soldados quisiera yo ver aquí: sin vino, sin tabaco.

–Al mozo que le sabe bien el pan, pecado es el ajo que le dan –suelta el dibujante.

–¿Acabas?

–Dirás lo que quieras, pero suena a tierra, a la gazmoñería de los campesinos ricos –y enlaza un sucedido–. Un labrador de esos que tenía con qué, no mucho, de esos que necesitan veinte hombres para recoger la cosecha; veinte jornaleros, que trabajan de sol a sol cobrando seis reales y comidos. Aquel don Bueno les escatimaba el pan. Entendámonos, no lo negaba, pero lo iba dando a regañadientes:

–¿Entoavía? Coméis más de lo que valéis.

Al fin y al cabo lo cortaba. Pero lo que era maldecir… Trabajaba allí uno cetrino, alto, seco, duro como palo. Extremeño y poco amigo de bromas. Se le acerca al patrón.

–Oiga usted, deme usted dos tajadas de pan.

–¡Puñeta! ¿No te basta con una? Ni que fuerais cerdos.

Sancho, enrollado en sus cobertores, se animaba contando cuentos, moviendo los brazos como una marioneta.

–Deme usted dos tajadas de pan.

El patrón lo ve tan serio que tira de navaja, decenta y le da las dos lonjas. El hombre, con toda calma, se mete una de ellas en la faja y le tiende la otra al amo.

–Póngasela usted en la faja.

–Pero…

–Que se la ponga usted en la faja.

El tío, un tanto acoquinado, se la enfunda. Van al tajo; el dueño al ojo, por aquello de «al buey dejadle mear y hartadle de arar». Se traspone el sol, vuelven a la alquería. El cavatierra se acerca al dueño:

–¿A ver el pan?

El patrón, que ni se acordaba, saca su trozo, intacto. El peón se desliga la faja: cae el almodón hecho migas. Se lo señala al burgués despectivamente, con la mano, y, mirándole ahíto alas niñas le dice roncero y con sorna:

–Pues dentro: igual.

–Bueno –alaba Cuartero–. ¡Paco! ¿Llegan o no esas aceitunas?

–Hechos de lo que comemos– dice Templado.

–No, sino «a lo que» b–corrige Rivadavia.

–No concedo. De lo que comes y respiras.

–Depende a lo que aspiras –interviene Sancho.

–No compliques. Si dejas de comer, dejas de respirar.

–Toma –continúa el dibujante– y si dejas de respirar dejas de comer. Y más de prisa. Con tu teoría, un hombre no es de carne: de viento.

–Entiende, condenado: mi aire es el tuyo, el mismo para todos.

–Que se lo pregunten a los mineros –interviene Herrera.

–Si hay que apurar tanto las cosas, no hablemos.

–Lo que hay es que precisar.

–¡A paseo con vuestro amor de las cosas concretas! –contesta con cierto enfado el médico–. ¡Acabaréis con el mundo!

–Sí. Y haremos uno nuevo –sornea Herrera.

–¡Vais aviados! Tan distinto del presente como el año que empieza esta noche lo será del que todavía colea.

–Ilustre albéitar: en cuanto te ponen pegas te vuelves airado, abandonas; como si fuese injurioso para tu superioridad tan evidente. Eres un débil inconstante, flaco, tumbado a la bartola, incapaz de esfuerzo. Tomas lo que te dan, y ya está bien.

–¿Has bebido?

–Ni jota; dos tristes vermuts.

La mesa es ancha, el mantel blanco, con viejos lamparones vináticos que Templado procura esconder de su vista a favor de los ceniceros. Los recuerdos de la sangre son demasiado recientes.

Nunca me podré librar –piensa–. ¡Menstruación de la vista! Y en los adentros, ¿qué? También, te corre fina, fina la sangre.

Tienen el colodrillo par de los tabiques, y a esa altura una franja de saín. Dales luz una perilla, desnuda de perifollos.

–Aquí se jode el frío.

–El frío está en relación directa del espacio que le corresponde a uno. Se hace uno a las piedras que le rodean. Los viejos no quieren evacuar, prefieren morir a abandonar el armario de luna.

–Estás equivocado –dice Templado por el puro placer de contradecir–: son las piedras las que le hacen a uno. No se hace el hombre al nicho, sino que se hacen los nichos para los hombres.

–Calla, animista, guitón.

–Nada de animismo, joven. Creo en el mundo y en el hombre: su centro –dice riendo, Templado.

–Su paralelo –replica Herrera.

–Y yo en Dios –salta Cuartero.

–Al freír será el reír –acaba Sancho–. Las posiciones han sido conquistadas tras una brillante lucha.

Un mozo viejo, gitano, jacarandoso, trae los cubiertos, el vino y las aceitunas.

–¡Dónde las sevillanas de antaño!

–Aquellas sevillanas trajeron estas zapateras, m’hijo.

Las pobres picudas y avellanadas no tienen gran aire, pero todos sobrecaen sobre sus escasas mollas.

–¿Cómo aceitunas tan chicas pueden tener huesos tan grandes? –pregunta Sancho, que solo come dos.

–Anda con ellas.

–Aceitunas: una es de oro, dos de plata, la tercera mata.

–Solo había oído eso de las cerillas. Déjate de garambainas y come.

Sancho, como tonto, recae en el salchichón.

Herrera mastica con evidente placer. Templado se pasa las yemas de los dedos por los cañones de su barba, resegados de la mañana, ya en pie: ¡suerte la de esos niños rubicundos y barbilampiños! Los años, Julianillo.

–¿Pasas mucho miedo? –pregunta a Herrera.

–Mucho. Y estoy en el Estado Mayor. Eso de que le caigan a uno bombas encima, bueno: se ven los aviones. Te tumbas, lo que sea sonará. La artillería es una invención traicionera.

Beben todos en silencio.

–La valentía es una cuestión de principio –dice Cuartero–. Se aprende de niño.

–Déjate de niñerías. ¡Cualquiera sabe cómo está hecho uno y lo que lleva dentro! ¿Conocéis al marica de Felipe? Pues allí le tenéis, impávido. Las aguanta como don Tancredo. 61Se queda uno de piedra. No hay como la guerra para aprender. Uno creía que el valor era cosa de tenerlos bien puestos. Y ya veis. Yo creo que si todos se diesen cuenta de que pueden morir, echarían a correr. A morir de verdad. Lo que sucede es que siempre creemos que le va a tocar la china al vecino.

–Corren sin necesidad de eso –dice Sancho.

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