Los miembros suscritos podían plantar, regar y seguir el progreso de las plantas mediante los movimientos delicados de un brazo robot industrial y una interfaz con cámaras. Que la gente se encariñara con sus semillas plantadas a distancia, que encargara a compañeros su riego cuando estaba de vacaciones… puede parecer bonito, pero también es un poco inquietante. La instalación tuvo un éxito enorme. Algunos de sus miembros formaron comunidades y discutieron sobre el cambio climático, sobre el crecimiento de sus hijos y el de sus propios jardines. Se llegó a decir que el Telegarden era un nuevo modelo para la interacción comunitaria en el espacio virtual, o incluso una metáfora viva de la “delicada ecología social de la red”. Hubo quien llegó a afirmar que plantar semillas a distancia podía parecer mecánico, pero que en realidad suponía una comprensión zen del cultivo y una experiencia de los pulsos y vibraciones del jardín a través del módem. Y hubo quien lo comparó con la experiencia de los primeros hombres que cultivaron semillas en el Neolítico hace ocho mil años (creando un puente visual entre la tecnología y la prehistoria parecido al de Kubrick en 2001: Odisea del espacio). Sin embargo, la idea de aplicar la telerrobótica a un jardín –como bien dijo Ken Goldberg (2000)– siempre fue absurda, porque cuidar un jardín es por definición un asunto tangible y requiere un tiempo incompatible con el ritmo de internet. El mensaje de la instalación, después de todo, solo era ese: “quizá –sentenció Goldberg– ya es hora de apagar internet y salir al jardín”, siempre que quede algún jardín al que salir, añadiríamos nosotros. Para otros era una provocación, ya que representaba la idea de la naturaleza del futuro: un espacio enormemente confinado de experimentación, y no un misterio que nos supera y abarca.
Kahn y su equipo estudiaron a fondo las interacciones de los usuarios en el Telegarden, y sus conclusiones fueron bastante curiosas (2011: 151-162). Hubo una persona que manifestó un gran entusiasmo y dijo que le había salvado la vida porque no podía hacer nada después de una intervención quirúrgica del cuello, y quien afirmó que para quienes vivían muy al norte el jardín era un auténtico rayo de sol durante los meses nevados del invierno. Pero Kahn cruzó muchos datos y sus conclusiones sobre las actitudes de los jardineros a distancia fueron negativas. Descubrió que cuando las conversaciones de los participantes versaban sobre tecnología se acababa hablando más de la tecnología que estaba fuera del jardín que de la que había dentro de él. En cambio, conforme una conversación versaba sobre la naturaleza, las personas se referían más a la naturaleza de interior (el jardín) que a la naturaleza de exterior (la Naturaleza). Kahn también observó que la gente no hablaba mucho sobre las plantas, y menos aún en términos “biocéntricos” (o sea, como un reino que merece cuidado y respeto). Los usuarios tampoco les hablaban a las plantas, porque estaban a distancia y no podían oírlos, claro, un problema que con más desarrollo técnico podría solventarse en el futuro. De existir mejores medios, probablemente la relación de los internautas habría sido más intensa con sus semillas. Pero hasta que llegue ese futuro y mejoren los sistemas de interacción, lo único que se puede concluir según Kahn es que un simulacro de interacción con la naturaleza no es tan bueno como una interacción real, pero es mejor que ningún contacto con ella.42
Quizá no hacía falta dar tantas vueltas para llegar a esa conclusión. La diferencia es que leyendo a Kahn y a otros científicos uno se siente más justificado para emitirla, aunque no por ello esté más seguro de que sea verdad. Lo que tampoco le queda a uno claro leyendo neurociencia ambiental es qué nos pasa exactamente cuándo interactuamos con la naturaleza real y nos sentimos mejor.
Una preocupación creciente de educadores y psicólogos es que los jóvenes que han nacido con un smartphone en la mano no quieren ir al campo. David Strayer, un psicólogo de Utah, demuestra que tres días de acampada al aire libre por los cañones de Utah son suficientes para que el nivel de los sujetos resolviendo tareas creativas mejore el 50% (Williams, 2016: 54 y ss.). Strayer explora a los campistas (alumnos voluntarios sacados de sus aulas) pegándoles en la cabeza los electrodos de un aparato portátil que mide el nivel de concentración y la actividad del pensamiento (las ondas theta) para llegar a la conclusión de que el contacto con la naturaleza ayuda al córtex frontal a descansar (como cuando se relaja un músculo sobrecargado). Para entender los efectos beneficiosos de la exposición a entornos naturales, otros científicos no solo miden ondas cerebrales, sino también el nivel de estrés hormonal, el ritmo cardiaco o los marcadores de proteínas. Un estudio en Inglaterra sobre la salud mental de 10.000 habitantes urbanos durante dieciocho años reveló que el hecho de vivir más cerca de espacios verdes disminuía las dolencias mentales en mayor medida que el nivel de ingresos, educación y empleo. En 2009 unos científicos holandeses descubrieron que 15 enfermedades (incluyendo depresión, problemas de corazón, diabetes, asma, migrañas y ansiedad) tenían menos incidencia en la población que vivía a no más de media milla de espacios verdes. En 2015, en Toronto, se observó que el hecho de vivir en bloques de viviendas con árboles aumentaba la salud metabólica y cardiaca en una proporción equivalente a lo que supondría un aumento de ingresos de 20.000 dólares. El propio Ellard (2016), al comentar estos estudios, recuerda que la gente que vive en un entorno más verde se siente más feliz y segura, y añade:
probablemente esos sentimientos de felicidad y seguridad estén justificados, pues, tal como han demostrado diversos trabajos de campo controlados, los vecindarios más verdes suelen registrar un índice más reducido de actos incívicos y delincuencia. Las personas que viven en entornos verdes hablan más entre sí, acaban por conocerse y disfrutan de grados de cohesión social que no solo las protegen de padecer determinados tipos de patología mentales, sino que reducen las probabilidades de que sean víctimas de delitos menores. Todas estas averiguaciones sugieren que la respuesta primigenia básica a la contemplación de la naturaleza, pese a que en sus orígenes pueda guardar relación con factores evolutivos que puedan haber dejado de ser necesarios para guiar una selección del hábitat justificada en los seres humamos, todavía tiene repercusiones psicológicas importantes tanto en la tasa de criminalidad como en la habitabilidad y la felicidad en los entornos urbanos (pp. 40-41).
Tendríamos que leer con más detalle el trabajo de Kuo y Sullivan en barrios deprimidos y con distintos grados de vegetación en que se basa Ellard,43 pero confieso que no me cabe en la cabeza que la contemplación de vegetación sea la variable independiente, el factor determinante que explique por sí mismo (sin relación con muchos otros factores de tipo social) la disminución de una tasa de criminalidad y el aumento de la cohesión social.
¿Qué elemento de la naturaleza provoca exactamente estos efectos? ¿Simplemente las formas y los colores del paisaje que excitan más neurotransmisores en el córtex visual? ¿O será también la calidad del aire? ¿O es que la gente que está más cerca de zonas verdes hace más ejercicio físico y eso les beneficia? Algunos estudios demuestran que para disfrutar de más vida y salud a veces ni siquiera es necesario usar los espacios verdes, sino solo vivir cerca de ellos. Lo más llamativo de estos estudios es que algunos de sus autores (por ejemplo, Richard Mitchell, de la universidad de Glasgow) sugieren que la población urbana más desfavorecida que vive más cerca de la naturaleza saldría ganando en salud más que las clases pudientes, lo cual también suena muy dudoso.44
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