Hay razones ancestrales por las que a la humanidad le agradan ciertos tipos de entornos, según dan a entender el estudio de Ellard y los datos aportados por otros expertos. Parece ser, por ejemplo, que nos sentimos más tranquilos en aquellos espacios en los que podemos ver sin ser vistos, y que hemos desarrollado esas preferencias por necesidades de supervivencia. La inclinación universal por ciertos patrones paisajísticos (al estilo de la sabana africana) –llega a decir Ellard– empuja a pensar que estamos programados para preferir los mismos lugares que hace setenta mil años aumentaron nuestras probabilidades de supervivencia.27 Pero tenemos muchas preferencias que no se pueden explicar en relación a esa historia evolutiva. Aunque prefiriéramos ciertos tipos de paisaje durante miles de años, al final nos convertimos en seres muy peculiares cuyas necesidades y gustos difieren mucho dependiendo de la geografía. Hoy, los impulsos que nos hacen frecuentar cierto tipo de entornos naturales y los motivos por los que nos sentimos más tranquilos en ellos no se explican tan fácilmente. Si nuestro apego a un lugar depende de nuestra psicología individual y nuestra historia personal –como admite Ellard–, entonces también debería admitir que nuestros gustos paisajísticos dependen enormemente de la cultura y de la historia colectiva, y no de unas supuestas inclinaciones de nuestros antepasados que aún nos determinan. Aunque aquí no puedo entrar a discutir esto.28
Pero Ellard plantea otro debate muy interesante que tiene que ver con el papel de las imágenes en la cultura actual, a saber: el de los efectos benéficos de los sustitutos de naturaleza.29 Según ciertos estudios, el contacto con la naturaleza tiene un claro efecto reparador, pero una imagen o representación de ella puede tener un resultado similar.30 Ellard menciona estudios de Roger Ulrich (1984) que demuestran que los pacientes ingresados en hospitales se recuperan más rápidamente de intervenciones quirúrgicas si ven la naturaleza por sus ventanas (y no solo hormigón y paredes), pero de ahí no concluye que la naturaleza que se contempla desde la cama tenga que ser necesariamente auténtica.31 Parece que el estudio también mostraba que “contemplar naturaleza, en el formato que sea” tiene efectos benéficos y Ellard dice que “la exposición a cualquier imagen natural, incluso aunque sea un bonito paisaje pintado por John Constable, puede tener impresionantes repercusiones en nuestros cuerpos y mentes” (Ellard, 2016: 39). Me pregunto cuánto dependen esas repercusiones de la calidad y el tipo de pintura.32 Los efectos de la inmersión en simulaciones digitales de entornos naturales son llamativos. Posteriores experimentos realizados por Ellard mostraron que bastan menos de diez minutos de inmersión en un entorno de realidad virtual con imágenes, sonidos y olores de paisajes, playas, junglas y bosques para que los participantes se sientan mejor. Antes de sumirlos en esos entornos se les estresaba haciéndoles recordar hechos desagradables de sus vidas y obligándoles a hacer cálculos con ruido industrial de fondo, así que es normal que cuando les ponían el casco con pantalla se sintieran más tranquilos (la investigadora sueca Matilda van den Bosch también estresa primero a los participantes en sus experimentos con alguna prueba matemática y con una entrevista de trabajo simulada. Su ritmo cardiaco vuelve a un nivel normal cuando los sumerge en un bosque virtual). Lo llamativo, según Ellard, no era que las escenas de naturaleza tuvieran mejores efectos que imágenes de otro tipo, sino que incluso podrían llegar a calmar más que un paseo de verdad por un paraje natural real33, una conclusión que le dejó algo intranquilo…
Este hallazgo me descoloca. Por un lado, nuestra capacidad de reproducir el efecto reparador empleando píxeles de una pantalla nos brindó una potente herramienta que podríamos emplear para ahondar en la comprensión de este efecto. Pero, por el otro, me inquietaba (y me sigue inquietando) el potencial de tales descubrimientos por su insinuación velada de que los entornos naturales reales, especialmente en las ciudades, podrían ser suplantados por la magia de las tecnologías. Si no necesitamos la naturaleza auténtica para cosechar los beneficios psicológicos que nos brinda, entonces, ¿por qué no deshacernos de ella por completo y emplearnos en construir ciudades con pantallas multicolor gigantescas a modo de fachadas de edificios y canalizar por las tuberías sonidos de cascadas y trinos de pajarillos? (p. 48).
Ellard imagina una especie de pesadilla, una distopía en la que la naturaleza ya no existiría y la gente ya solo soñaría con paisajes eléctricos (quizá contarían ovejas también eléctricas). Las grandes empresas podrían destruir la naturaleza sin miramientos siempre que mantuvieran viva la ilusión virtual de naturaleza. Quizá habría gente que preferiría seguir en contacto con la poca naturaleza que quedara (aunque contaminada) a dejarse llevar por el efecto mágico de las proyecciones. A Ellard le preocupa un punto sobre el que volveremos luego: que la gente es capaz de adaptarse a casi todo y, en ausencia de naturaleza real, poco a poco acabaría dando por natural la eléctrica. Pero quizá no haya que hacer ciencia ficción para imaginarse los efectos de la naturaleza tecnológica. Como también veremos luego, mucha gente ya padece lo que se ha venido a llamar “amnesia ambiental”, o sea, no echan de menos la naturaleza real simplemente porque solo han tenido contacto con imágenes de esta: niños y jóvenes que han visto Discovery Channel, National Geographic, Animal Planet, que juegan a Zoo Tycoon y que están acostumbrados a los cielos nocturnos de las proyecciones espectaculares de planetarios y de imax.34
Sea como sea, Ellard prefiere no pensar mucho en los efectos negativos y hacerlo solo en los positivos, sobre todo en el ámbito de la psicología individual, y por eso subraya el valor que tendría la simulación de naturaleza para personas con discapacidades físicas y mentales que no tienen acceso o no se pueden desplazar a entornos reales; también como suplemento de analgésicos durante cirugías, en salas de quimioterapia y en consultas médicas.35 Además imagina algunas aplicaciones en países cuya naturaleza es demasiado peligrosa. Hay metrópolis hiperurbanizadas como Kuala Lumpur, en Malasia, que están rodeadas de “una selva exuberante que podría proporcionarles a sus habitantes oportunidades tremendamente enriquecedoras de comunión con la naturaleza”, pero como podrían morir devorados por depredadores o envenenados por insectos y reptiles (¿formas de comunión no deseada?) resultaría más indicado disfrutar de la belleza natural sin tantos riesgos, haciendo uso de grandes imágenes. La sugerencia de Ellard, pues, no es que se deban reemplazar los paisajes naturales por simulacros en pantallas, sino que estos se usen como “suplementos” de ella que “refuercen las oportunidades de vivir experiencias reparadoras en entornos urbanos densos, o de construir interiores donde de otro modo sería difícil, cuando no imposible, incluir elementos naturales auténticos” (p. 51).
O sea, siempre que la naturaleza no sea peligrosa, es preferible estar en contacto con ella, y no con una copia. Quizá ese sea el modelo de Singapur, aunque Ellard no lo menciona: se dice que no es una ciudad con jardines, sino una “ciudad dentro de un jardín”. La cantidad y densidad de plantas que cuelgan por edificios en forma de terrazas da la sensación de vivir dentro de una selva bondadosa. Como dijo el primer ministro Lee Kuan Yew “una jungla de verdad destruiría el espíritu humano”, mientras que la jungla ajardinada en la que se ha convertido Singapur inspira y protege ese mismo espíritu. Por tanto, no resulta imaginable que sus habitantes cambiaran naturaleza domesticada y engalanada por imágenes virtuales de selva pura. ¿Es eso lo que quiere decir Ellard? Respecto al uso de imágenes en interiores, Singapur también proporcionaría un buen ejemplo: su aeropuerto. La pregunta sería: ¿se relaja un pasajero más en un entorno natural virtual que en uno sin ninguna referencia a la naturaleza? Hablaré por mí mismo: yo me he sentido mejor en las zonas verdes del aeropuerto de Singapur que en la espantosa sala de pantallas verdes del aeropuerto de Ámsterdam.36 No entiendo por qué los holandeses no pueden llenar de flores el interior de su aeropuerto, la verdad. Su aeropuerto es un caso, creo, que contradice la hipótesis de los neurocientíficos: en algunos casos, uno prefiere ningún contacto con la naturaleza que el contacto con una naturaleza virtual. Sin embargo, eso no convierte al entorno de Singapur en un paraíso: si tuviera que esperar muchas horas en el aeropuerto o me informaran de una desgracia personal en pleno tránsito, no tengo claro que me relajara más por estar más cerca de plantas de verdad. Lo mismo preferiría sentarme callado en una sala vacía con ruido de fondo, el de un sistema de ventilación.
Читать дальше