Pero volvamos al meollo del asunto, ¿por qué Ellard no está convencido de que los simulacros podrían hacer las veces del original? Los experimentos de Peter Kahn (2011) en Technological Nature: Adaptation and the Future of Human Life, en los que el propio Ellard se apoya, parecen mostrar las limitaciones del mundo “natural virtual”. Según los datos de Kahn, una imagen panorámica de un jardín retransmitida por webcam en tiempo real no tiene los mismos efectos que una ventana de verdad con vistas al mismo jardín. Los resultados de las ventanas virtuales son más positivos, claro, cuando se cuelgan en oficinas de interior oscuras y deprimentes como “auxilio psicológico”, pero cuando se puede optar por la ventana de verdad “el sucedáneo en forma de pantalla apenas tiene efecto en nosotros” (Ellard, 2016: 50).37 Vamos, donde esté una habitación con vistas que se quite una con plasma. Ellard resume la conclusión de Kahn de forma muy simple: cuando no queda otra alternativa, una simulación tecnológica puede ser de ayuda.
Leyendo otros trabajos del propio Kahn se entienden mejor otras preocupaciones de los neurocientíficos que estudian la naturaleza tecnológica. Kahn no solo analiza los efectos de simulacros de ventanas, sino también los de mascotas robóticas o fenómenos como la “amnesia medioambiental” (sobre la que ahora hablaremos). Kahn analiza nuestra relación con la naturaleza en general e incluso intenta precisar el significado de un término técnico a la vez que popular: “biofilia”. Recuerda que Wilson definió en sus libros la biofilia como la atracción humana por otros organismos vivos, su afinidad por otras formas de vida, pero dado que mucha gente siente atracción por cuevas, cañones, barrancos, gargantas, desfiladeros, precipicios, volcanes, fosas submarinas, montañas, géiseres, arenales, viento, glaciares, sedimentos gigantes de sales, fosos de fango…, el término no parece del todo adecuado y quizá habría que cambiarlo por otro. ¿“Naturafilia”? Khan sugiere que no es grave seguir manteniéndolo, siempre que se maneje como un término de uso común (también seguimos diciendo “salida del sol” –dice– cuando sabemos que se trata de un “giro de la Tierra”). Con todo, Kahn propone un término más científico y preciso aunque menos poético: “interacción hombre-naturaleza”, y lo hace por varias razones, entre ellas porque es semejante a otro que capta otra forma de estar en el mundo cada vez más común: “interacción hombre-máquina”.38
Al introducir ese término, Kahn también soluciona otros problemas que acarreaba el término “biofilia”, no por su prefijo bio-, sino por el sufijo -philia. Asociamos la filia con cosas positivas –dice Kahn–, cuando nuestra interacción con la naturaleza a veces también es fóbica: muchos de sus elementos nos desagradan, nos asustan y nos repugnan. Podríamos usar otro término, “biofobia”, para referirnos a muchas cosas: desde la ligera incomodidad que algunas personas aprensivas sienten en cuanto están al aire libre, hasta la aversión aguda que otras padecen ante cualquier objeto o entorno no fabricados por la mano humana. Por supuesto, que algunas cosas nos den pánico o que salgamos corriendo cuando nos encontramos con otras tiene una explicación obvia: lo hacemos para sobrevivir. Eso no es una “biofobia”, es ley de vida, es adaptativo. Pero ¿por qué nos atraen tantas cosas peligrosas de la naturaleza? Las serpientes nos repugnan, pero también nos fascinan.39 El propio Wilson definió en cierta ocasión la biofilia como la mezcla de esos dos componentes: atracción y repulsión. Kahn concluye que, en efecto, sería un error separar la biofilia de la biofobia, cree que sería mejor verlas como parte de una única experiencia y propone hablar mejor de “interacción positiva” e “interacción negativa con la naturaleza”, de nuevo una terminología menos lírica y más precisa. Pero lo interesante no es solo esto. Kahn añade algo: que muchas interacciones con la naturaleza que hoy consideramos desagradables, evitables, realmente son sanas para la especie humana y deberíamos recuperarlas. Por decirlo con otros términos: nuestra cultura tecnológica nos ha vuelto más biofóbicos de lo necesario. Lo interesante es que eso ha pasado no solo porque cada vez vivimos más separados de la naturaleza (y porque cada vez hay menos naturaleza a la que acercarse), sino porque vivimos más rodeados de tecnonaturaleza. Los habitantes de grandes ciudades no solo tienen menos oportunidades de estar en contacto con el campo, sino que tienen más posibilidades de convertirse en consumidores de naturaleza virtual. Puede que algunas simulaciones de naturaleza tengan efectos positivos (los bosques virtuales en los que se sumerge a pacientes para aliviar su nerviosismo y dolor), pero la tecnología que las hace posible también tiene otros efectos si se extiende y cubre las paredes y las calles: cuando la gente está en contacto con la naturaleza real, esta le desagrada.
El contacto a distancia podría ser una solución. No me refiero a observar de lejos, sino a actuar de lejos. Actualmente ya hay webcams que retransmiten en directo atardeceres, floraciones de cerezos o el nacimiento de un polluelo de cigüeña. Podemos ser testigo de muchos fenómenos naturales, pero eso es solo el principio. Kahn cuenta que en Texas fue posible durante un tiempo asistir a cacerías manejando un rifle a distancia. Pero se me ocurre que, si uno puede cazar desde casa, también se podrían diseñar actividades más ecológicas y reconfortantes como, por ejemplo, atravesar una selva manejando desde casa un pequeño robot con cámaras de alta resolución o quizá sobrevolar un río con un dron. El turismo a distancia también crecería y satisfaría a todos aquellos amantes de la naturaleza que no la aman lo suficiente como para correr riesgos, pringarse con barro o sufrir la picadura de un mosquito. Se podría participar en safaris desde casa, manejando una cámara instalada en los vehículos reales, y disparar fotos en vez de balas.40
El ejemplo de naturaleza a distancia que estudió Kahn es delirante: cultivar un pequeño jardín desde casa manejando por turnos un brazo robótico. Cuando oí hablar del Telegarden por primera vez no me llamó tanto la atención porque sabía de otras soluciones para sentirse cerca de las plantas o para fabricarse un sustituto de jardín barato y relativamente interactivo. Yi-Fu Tuan se pasó años explicando que la lógica de los jardines es parecida a la de las mascotas, así que supongo que le hará reír saber que los japoneses han creado plantas-mascota artificiales. Se llaman Pekoppa, los fabrica Sega Toys y su publicidad reza así: “Pekoppa es una planta robótica que te escucha y te comprende. Cuéntale tus problemas y te contestará inclinándose. El robot más emocional desde el Tamagotchi”. Cuando yo las descubrí creo que costaban unos veinte euros, así que con una pequeña inversión más de uno se podrá construir un jardín maravilloso, animado y limpio, sin necesidad de muchos cuidados, donde finalmente las plantas nos harán felices porque conseguirán algo de lo que nosotros ya no somos capaces: reaccionar cuando nos hablan. Hasta donde sé, Kahn no analiza estas plantas de plástico, que son eso, plantas de plástico que hacen algo que no hacían las que compraban mi madre y las madres de mis amigos: moverse cuando les hablan.
Como decía, Kahn analiza el Telegarden, que es un asunto diferente no solo porque se cuida a distancia y en grupo, sino porque lo que se cuida es de verdad; o sea, es un jardincito circular con tierra real, no una miniatura, sino un jardín de laboratorio, “una especie de naturaleza in vitro reducida a una plataforma de manipulación robótica” (Guelton, 2006: 306).41 Telegarden empezó siendo, de hecho, una instalación artística online que permitía a usuarios de la web observar y cuidar a distancia un pequeño jardín circular con plantas vivas, situado primero en la universidad de California, de 1995 a 1996 (donde tuvo nueve mil miembros) y luego en el Ars Electronica Center de Austria hasta 2004, que sumando sus diez años de existencia llegó a contar con diez mil suscriptores y cien mil visitantes.
Читать дальше