Gladys Liliana Abilar - Las lágrimas de Tánato

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Joaquín Benito de la Fuente (alias Tánato), catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras, es un hombre correcto, metódico, de firmes convicciones morales y muy enamorado de su esposa y de su pequeño hijo. Una tarde, al volver a casa antes del horario habitual, encuentra a su mujer revolcándose en la cama con un hombre y enceguecido por la ira, manotea un revólver y lo descarga sobre ellos.
Ya en la prisión escribe una suerte de diario en el que, entre amargas reflexiones y recuerdos de su vida anterior, se van acumulando episodios y anécdotas del mundo carcelario. Por las páginas desfilan convictos de diversa catadura, algunos ruines y perversos, y otros que, como él, llegaron al delito como resultado de una desgracia fortuita.
Desde su dramático comienzo hasta la página final, esta novela impresiona por la vigorosa descripción de un espacio y una atmósfera siniestra así como por la sucesión de situaciones cuya violencia e intensidad mantienen una tensión que no decae a lo largo de todo el relato. Las historias están marcadas por un realismo sobrecogedor y por los variados rasgos psicológicos de los personajes que la autora revela con insoslayable eficacia.
Gladys Abilar, considerada como una de las realidades más promisorias en el panorama de la nueva narración argentina, exhibe una destreza narrativa y excelencia literaria poco comunes.
"Las lágrimas de Tánato" promete al lector un conmovedor desenlace y la sensación de haberse involucrado en una historia que, no por sórdida, deja de estar impregnada por una estremecedora humanidad.

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- ¡No, loco! Pará. Cisneros no te saca el ojo de encima.

Hwang Kee lo desafió de todas las formas posibles hasta que logró sacarlo de las casillas. Primer round, venció a la resistencia del psiquiatra. Yo llegué a pensar que el enano era un auténtico suicida, probarse con una mole semejante no entraba en la cabeza de nadie. Por más karateca que fuera. Midiéndolo con buena voluntad apenas le pasaba de la rodilla. ¿Cómo podía buscar roña con un tipo que lo triplicaba en altura y en robustez?

En dos oportunidades Kee se dio el gusto de hacerlo guardar a Teodoro en el pozo. La primera vez fue en el comedor; le derramó encima la bandeja con guiso de fideos hirvientes. Cuando el grandote se sulfuró, el enano sacó un punzón que llevaba escondido bajo la manga y se lo clavó en la mano; quedó pegada sobre la mesa. Ese día se armó un revuelo de grandes dimensiones. Todos los presos nos vimos involucrados en una guerra ajena. Volaban platos, cubiertos, bancos, fierros, trompadas y toda clase de elementos portátiles. El enano corría entre las mesas. Huía del amontonamiento con sus horribles pantorrillas en forma de paréntesis y batía sus bracitos como aletas de pingüino. En medio de silbatos y sirenas aparecieron los guardias munidos de armas. Nos molieron a palos hasta que lograron poner orden. Efraín Cisneros rescató a Hwang Kee entre el revoltijo. Conclusión, mi amigo, el doc. , fue enviado al pozo por un largo mes.

El enano, bien, gracias.

Otra vez fue en el patio, durante un partido de fútbol. El enano karateca le había estado dando cabezazos en los testículos a Teodoro y estampándole la pelota en las pelotas, valga la redundancia. Éste se enfureció y le aplicó una trompada con toda la fuerza que tenía refrenada. Hwang Kee voló como un misil y se estrelló contra el alambrado. Los rombos del alambre le quedaron dibujados en la espalda. El enano camorrero parecía knock-out . Pero no estaba knock-out . Se levantó de golpe y se le fue encima a Teodoro y lo trepó. Enganchó sus piernas como pinzas de cangrejo entorno a la cintura y entró a descargarle una seguidilla de trompadas en la cara hasta hacerlo sangrar. El doc. lo tironeaba para desprendérselo. Era inútil. Estaba atenazado a su cuerpo, pegado como sanguijuela, haciendo de las suyas. La estrategia del enano era aturdirlo, no dejarlo pensar, tomarlo por sorpresa y no dar tregua. El psiquiatra logró apresarlo entre sus manazas y, de un violento tirón, se lo arrancó de encima. Lo arrojó lejos, como si fuera un cascote. Así sonó al chocar contra la pared. Mientras Teodoro se limpiaba la sangre que le nublaba la vista vio un bólido que se le venía encima. Era el coreano Hwang Kee, volvía a la carga. El doc. se puso en guardia. El pigmeo le saltaba alrededor elevándose del suelo como un resorte. Con agilidad inenarrable esquivaba todos los puñetazos y despedía patadas y golpes propios de las artes marciales. Le estaba llenando la cara de manos y pies, aunque insistía en dañarle los testículos; eso era lo que más enardecía a Teodoro. Impresionante la destreza del enano; lo tenía aturdirlo a golpes, o como se llame eso que hacen los karatecas, con sus energúmenos bracitos de vástago podado y sus pequeñas piernas en horqueta. Teodoro no lo podía pillar. Arisco y movedizo, la quijada partida, el ojo en compota, sin dientes y chorreando sangre, el hombrecillo que pertenecía a la fracción minoritaria de la raza humana, no le daba tregua al grandote. Hasta que el grandote logró agarrarlo. A puro trompazo borró los rasgos de su cara y le hizo tragar los pocos dientes que le quedaban. En ese momento apareció el guardia Cisneros, el novio de Hwang Kee. De un soberano garrotazo le partió la espalda a Teodoro, y se desquitó apaleándole todo lo que se llama humanidad. Los otros guardias tuvieron que sujetarlo para que no lo matara. Lastimado hasta la conmiseración, derrotado y dolorido, arrastraron su cuerpo hacia la periferia, como un fardo de cosa inútil. Parecía un toro vencido al final de la corrida, atravesado por las banderillas lo desalojaban del ruedo.

Esa fue la triste imagen que me quedó.

Hwang Kee fue a parar a terapia intensiva. Teodoro Topansky, luego de recibir magra curación, al pozo, por una larga temporada.

Del pozo regresan algunos. Otros dejan la vida. Los que vuelven son restos escuálidos, puñado de huesos informes; no hay carne, no hay músculo, no hay fibra. Sólo huesos, huesos, huesos. Y encima, como tapiz de osamenta, una piel quebradiza parecida al charqui. Entregan el alma, el espíritu, el sentido de la vida. Desorientados, deambulan como almas en pena. Seres fantasmales en los que eclosiona la locura. Una rara y necesaria locura les hace posible vivir sin meditar. Algo muere en su interior. Son cuerpos que caminan pero no saben dónde van. Ojos que miran pero no ven.

Teodoro volvió. Le llevó mucho tiempo ser quien era. Pero lo logró. Su naturaleza era casi sobrehumana. Festejé su regreso como un milagro de resurrección.

Estoy seguro de que el odio que le profesaba el enano Hwang Kee era una deformación de la envidia. El día que llegó Topansky al penal la cara del pigmeo se transfiguró. Lo vio venir desde lejos y no le quitó los ojos de encima. Ojos furiosos, sanguinolentos, envenenados, recorrían de arriba abajo la vasta anatomía del doctor. Realmente era para mirarlo sin pestañar. El coreano debe haberse calculado tres veces y media en ese físico atlético; se le habrán revuelto las tripas de celos. ¿Cómo pudo ser tan mezquina la naturaleza con él? ¿Qué cortocircuito se habrá interpuesto en el momento preciso de su concepción para condenarlo a tamaña pequeñez? ¿Qué batalla campal habrán librado sus padres en el momento de la gestación? Ese esperpento responde más al producto de la ira que del amor. Sus padres eran gente normal. Sus hermanos, también. ¿Por qué a él lo castigó la vida de esa manera? Apaleado por la fealdad, que desde la cuna se apoderó de su físico, y luego, también, de su espíritu, no halló mejor forma de renegar por su desdicha que suplantar la virtud por el vicio. Con enfrentarse a su mirada uno ya tenía la certeza del resentimiento; Kee miraba de un modo desagradable, terrorífico, con ganas de masticar al mundo, de triturarlo junto con sus habitantes y engullírselos golosamente. Sus pupilas no tenían brillo ni profundidad; sólo laberintos oscuros de intenciones perversas. El mínimo contacto visual obraba un efecto devastador; me sobrecogía el alma un temblor de pánico injustificado ante esa figura tan pequeñita que tenía el poder de intimidarme. Yo me mantenía a distancia, aborrecía a ese individuo despreciable que parecía regocijarse en su enferma estrategia de atraer el rechazo, el desprecio en todas sus formas. Se congraciaba polarizando el odio hacia su insignificante persona. Disfrutaba de su masoquismo irreductible.

Hwang Kee alimentó un espíritu cáustico, virulento, para tapar otra desgracia que lo corroía. En su pequeña humanidad cabía la mayor reserva de vileza que se haya visto jamás. No hay nada más nocivo que la envidia, capaz de corromper y destruir la esencia del ser humano. La envidia no se cura. Se retroalimenta. Se reinventa. Es imbatible, imperecedera, eterna. Y nociva. La víctima vive con ella. Y muere con ella y a causa de ella. Sufre el envidioso; sufre el envidiado. Siento gran compasión por los que envidian. Son seres que viven atrapados en su propia trampa, beben de su propio veneno y se cavan su propia tumba.

Cada cual elige un camino para purgar el dolor. Hwang Kee eligió el lado oscuro de la vida.

Ese loco desquiciado de Teodoro le dio color a mi existencia desde el día que puso los pies en la cárcel. Me olvidé del aburrimiento, de las horas muertas, del ocio de matar el tiempo con intrascendencias. Me olvidé de querer mimetizarme con lo peor de la cárcel, de flagelarme la mente y el espíritu con pensamientos autodestructivos. Me olvidé de hundirme en el pozo negro de la subestimación.

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