Mayra Black - Yo maté a mi tía Gladys

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Cuando se produce un hecho criminal y el asesino fue en primer lugar una víctima ¿cómo se determina el grado de culpabilidad?
Estas preguntas se plantean a través del análisis de los crímenes cometidos por Ramiro Hernández.
Su padre lo abandonó cuando era pequeño. Su tía lo arrastró a un mundo de abusos, que lo llevó al incesto, al sadomasoquismo, la locura y el asesinato. La sed de venganza lo envolvió con la furia de un remolino y, una vez ejecutada, aprendió el camino del disimulo, el ocultamiento y el engaño para eludir el castigo.
Roberto Giaccovino tiene la misión de ayudarlo a reintegrarse a la sociedad, pero le espera una sorpresa que le hará dudar de su habilidad como psicólogo.

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Yo maté a mi tía Gladys

Una novela de

Mayra Black

Colección Noir

Mayra Black Yo maté a mi tía Gladys Mayra Black 1a ed Villa Sáenz Peña - фото 1

Mayra Black

Yo maté a mi tía Gladys / Mayra Black. - 1a ed. - Villa Sáenz Peña : Imaginante, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8447-48-3

1 1. Narrativa Argentina. 2. Novelas de Suspenso. 3. Novelas Policiales. I. Título.

CDD A863

Edición: Oscar Fortuna.

© 2021 Mayra Black

© De esta edición:

2021 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright.

ISBN 978-987-8447-48-3

Conversión a formato digital: Libresque

EL DESCUBRIMIENTO

Macabro hallazgo: se encontraron enterrados los restos de una mujer en el fondo de una casa en Morón.

El cuerpo estaba envuelto en plástico, a un metro y medio de profundidad. El principal sospechoso sería el antiguo dueño de la vivienda, quien tiene antecedentes criminales y psiquiátricos.

En las primeras horas de la tarde de ayer, trabajadores encargados de la excavación destinada a construir una pileta de natación denunciaron el hallazgo de un bulto de apariencia sospechosa, enterrado a un metro y medio de profundidad.

Poco después, se hizo presente una patrulla, que constató la veracidad de la denuncia. Seguidamente, arribó personal policial y de criminología, quienes procedieron a desenterrar lo que resultó ser el cuerpo de una mujer envuelto en plástico.

El médico forense, Mariano Ibáñez, indicó que, por lo observado y analizado a priori , el cuerpo habría sido sepultado hace varios años, por lo que se descarta la responsabilidad de los actuales moradores de la casa. Añadió que, si bien el estado del cadáver hace imposible determinar a simple vista la causa de la muerte, es lógico deducir que se trata de la víctima de un homicidio.

En medio del dolor y la desagradable sorpresa generada en el vecindario, se comentó que el propietario original, Ramiro Hernández, de 34 años, había estado vinculado a un grave hecho de sangre ocurrido hace varios años, que le habría valido una prolongada internación en un hospital neuropsiquiátrico. A pesar de sus antecedentes como enfermo psiquiátrico, los vecinos manifestaron que, a partir de su regreso a la casa, la conducta de Hernández había sido normal, si bien era poco dado a establecer relaciones, tenía escasa vida social y no se le conocían familiares ni relaciones amorosas.

La casa fue vendida a sus actuales propietarios hace poco más de tres años y desde entonces se desconoce el paradero de Hernández.

La fiscal a cargo es Raquel Aquafforte, de amplia experiencia en casos de esta naturaleza. Se espera el resultado de la autopsia, que estará a cargo de los peritos forenses, para determinar la causa de muerte y la identidad de la víctima.

(16 de agosto del 2014)

I

Del diario personal de Ramiro Hernández

Miércoles, 12 de mayo del 2010

Me siento bastante más tranquilo ahora. La casa está vacía, las paredes lavadas y lijadas, los pisos cepillados, todo listo para empezar. Por las ventanas abiertas entra un viento seco que es casi un milagro en esta época del año, un viento implacablemente fresco, que huele a limpio, un viento que reanima y da ganas de ponerse a trabajar; eso es lo que voy a hacer a partir de mañana, cuando vaya a buscar la pintura que encargué en lo de Fabiani.

Voy a pintar todo de blanco, es lo más práctico para combinar con cuadros, adornos y cortinas de los colores que elija cuando decida redecorar la casa. Me gustan las cosas sencillas, que no me traen complicaciones ni me obligan a consultar con uno y con otro para ver qué es lo mejor, qué queda realmente bien o qué puede resultar de mal gusto para las posibles visitas, o tan pesado que yo mismo pueda cansarme de mirarlo día tras día.

Quedará linda la casa, estoy seguro. Es hora de que la vida empiece a darme algunas alegrías y satisfacciones.

II

Apuntes de Roberto Giaccovino, licenciado en psicología.

Viernes, 14 de mayo del 2010

Hoy es la segunda sesión de Ramiro Hernández, un paciente derivado por el doctor Jaime Funkenstein, quien tuvo a cargo su tratamiento durante los años que el joven permaneció internado en el hospital neuropsiquiátrico.

Funkenstein no me ha dado detalles de las causas que motivaron esa internación, pero sugiere que la terapia deberá extenderse por largo tiempo, para ayudarlo a superar sus crisis depresivas, salir del aislamiento y reinsertarse en la sociedad.

Ramiro es alto, delgado, de cabellos renegridos que contrastan con la blancura de su piel y ojos oscuros, de mirar profundo, que por momentos adquieren un brillo alucinado y perturbador. Es un hombre serio, reservado, misterioso. Se advierte que se esfuerza por mantener un estricto control de sus expresiones y movimientos corporales, seguramente para no delatar sentimientos y sensaciones que guarda ocultas en lo profundo de su ser.

De acuerdo con la evaluación elaborada en la sesión inicial, carga con un importante monto de angustia, cuyo origen aún no me ha dado pautas para determinar.

Al llegar, saluda formalmente, se sienta en el sillón frente al mío y esboza una sonrisa antes de empezar a hablar, con voz vacilante, como si dudara de la importancia de pronunciar esas palabras:

—Estoy bastante más sereno ahora. Comencé a pintar el comedor de la casa, despacito y tranquilo, no tengo nadie que me apure, y me doy cuenta de que me hace bien. Todo de blanco, más fácil para pintar y más limpio, el mejor color. Me da la impresión de que la casa se ve pura, como protegida del mal. Antes era todo oscuro, rojo oscuro, verde musgo, azul desteñido, algunas paredes de color mostaza, parecía más un lugar de juegos para niños que una casa de familia, ¿me entiende? —Le digo que sí, por ahora me parece más prudente no ahondar en el tema. Intuyo que volverá a tocarlo en el futuro—. A propósito, todo esto que le cuento lo estoy poniendo en el diario de mi vida, como me había aconsejado usted la vez pasada. No resultó tan difícil como pensaba, vamos a ver si me ayuda para algo. Porque como escribí en el diario, me parece que es hora de empezar a recibir algo bueno de la vida.

—¡Qué curioso! Ramiro…, ese comentario me llama un poco la atención. Usted dice que: «es hora de empezar a recibir algo bueno de la vida». ¿Quiere decir que siente que nunca ha recibido nada bueno en su vida? —Niega con un movimiento de cabeza, parece desconcertado por mi pregunta.

—Bueno, tal vez decir «nada» es un poco exagerado… —admite— Pero, a ver…, qué se me ocurre… —Desvía la mirada, baja la cabeza, se queda pensando. Finalmente, como iluminado por una revelación, exclama—: ¡Algo bueno que he recibido de la vida es mi fantástico metabolismo, que me permite comer todo lo que quiera sin aumentar de peso! Sí, ya sé que a usted puede parecerle una frivolidad, pero ¿sabe la envidia que despertaba en mis conocidos? A veces hacían bromas, se reían de mi manera de comer, pero siempre había alguno que se atrevía a decir lo que pensaba: «Viejo, vos sí que tenés suerte, no sabés cómo te envidio». Mi tía Gladys era una de las que me envidiaba. Porque ella vivía a dieta, no podía comer pastas ni dulces ni frituras, según decía, engordaba solo de mirar las comidas que le gustaban. Sí, usted se ríe, pero una mujer empecinada en pesar lo mismo que pesaba a los quince años, sufre como una esclava. Desde que era chico se pasaba diciéndome: «Pará, Ramiro, vos no engordás, pero estás abusando de tu estómago, te estás haciendo daño». Cuando fui un poco mayor, se dio cuenta de que a mí no me asustaban sus advertencias y empezó a probar con otros argumentos. Por ejemplo: «Mirá, vos seguís comiendo de esta manera desaforada porque sos un desconsiderado y un egoísta. No te das cuenta de que estás desestabilizando el presupuesto familiar. ¡Sí, con vos gastamos más en comida que en cualquier otra cosa!». Como tampoco así conseguía hacerme reaccionar, ella terminaba perdiendo la imagen de mujer fina y de cuidado lenguaje que le gustaba lucir frente a los demás y caía en lo más ordinario: «¡Vos comés como un barril sin fondo! ¡Me da asco verte comer de esa manera, ni que fueras un mendigo que por primera vez se sienta en una mesa!».

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