Mayra Black - Yo maté a mi tía Gladys

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Yo maté a mi tía Gladys: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando se produce un hecho criminal y el asesino fue en primer lugar una víctima ¿cómo se determina el grado de culpabilidad?
Estas preguntas se plantean a través del análisis de los crímenes cometidos por Ramiro Hernández.
Su padre lo abandonó cuando era pequeño. Su tía lo arrastró a un mundo de abusos, que lo llevó al incesto, al sadomasoquismo, la locura y el asesinato. La sed de venganza lo envolvió con la furia de un remolino y, una vez ejecutada, aprendió el camino del disimulo, el ocultamiento y el engaño para eludir el castigo.
Roberto Giaccovino tiene la misión de ayudarlo a reintegrarse a la sociedad, pero le espera una sorpresa que le hará dudar de su habilidad como psicólogo.

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A mí, lo que más me enojaba era cuando le daban esos ataques delante de otras personas, amigos de ella o míos, por ejemplo, en un cumpleaños o en las reuniones familiares, porque nunca faltaba alguno que se le daba por festejarla y otros que la imitaban y al final estaban todos riéndose de mí. De envidia, porque yo podía comer todo lo que quería y no engordaba, ni siquiera tenía panza, o distensión abdominal, como lo llamaba mi hermana.

—A ver, Ramiro —le digo esbozando una sonrisa que pretende ser amable y comprensiva, pero se me ocurre que Ramiro la puede interpretar como una burla más a su relato y vuelvo a estar serio—. ¿Por qué no me cuenta un poco más de su tía Gladys? —Él se sobresalta, cambia su postura, es como si se hubiera puesto en guardia, y en sus ojos aparece algo así como ¿miedo?

—¿Y por qué quiere que le hable de mi tía Gladys? ¿Qué tiene que ver mi tía con el problema que tengo ahora…? —pregunta, desafiante.

—Bueno, no se me ocurre nada en particular, Ramiro, pero como ha sido la primera persona de la que me ha hablado y se ha extendido tanto sobre ella, me inclino a pensar que es alguien que tuvo un lugar de cierta trascendencia en su vida. ¿Me equivoco? —Deja escapar un suspiro de alivio, vuelve a acomodarse en el sillón y empieza a responderme.

—Sí, claro, desde su punto de vista seguramente podría decirse que mi tía Gladys fue alguien con mucha trascendencia en mi vida. Más que mi padre, que murió cuando yo tenía cinco años y apenas lo conocía. Más que mi hermana Sofía, que pasó la mayor parte de su infancia viviendo con mis abuelos maternos y solo venía a pasar algún fin de semana con nosotros y para las fiestas de fin de año. Y más que mi madre, que trabajaba once horas por día y cuando estaba en casa se quejaba de estar cansada, de tener sueño, de que la comida le había caído mal, de que el tránsito estaba cada vez más complicado y estacionar en la zona céntrica era una misión irrealizable.

—Entonces, ¿su tía Gladys vivía con ustedes? —Me mira fijo, directo a los ojos, como si quisiera estar seguro de que soy alguien en quien puede confiar y vuelve a hablar con una voz lenta, pastosa, pensativa. Tengo la sensación de que ya no está hablando conmigo, sino consigo mismo, retomando recuerdos, tratando de entenderse, cuando se supone que debo ser yo el que trate de comprenderlo.

—Ella vino a vivir con nosotros cuando nació mi hermana, porque mamá tuvo que trabajar doble turno y no podía darse el lujo de pagar una niñera. Cuando mi padre murió, a mi hermana se la llevaron los abuelos y tía Gladys pasó a hacerse cargo de la casa y de mí.

—Entonces, ella pudo hacerse cargo de la casa durante todo el día, por lo que me está contando, ¿es así? La tía no estudiaba, no salía con amigas, ¿vivía todo el tiempo con ustedes, Ramiro?

—¡Con nosotros no, conmigo, solo conmigo…! —se apresura a aclarar— Ah, y el gato Tobías y Tomy, el perro salchicha que vivió hasta que tuve diez años. No, ella no salía casi nunca sola… Bueno, a veces un domingo, cuando mi madre se quedaba en casa, pero Gladys estaba siempre conmigo. Por eso hablé primero de ella, tiene razón, porque formaba parte de mi vida todo el tiempo. En todo momento, como si fuera mi sombra, ¿me entiende? Como si la única responsabilidad de su vida fuera ocuparse de Ramiro.

—Y eso a usted no le gustaba…

—¿Y a usted le parece que le hubiera gustado tener una tía persiguiéndolo todo el tiempo, hasta cuando iba al baño? ¡No, no me gustaba! O sí…, bueno, debe haberme gustado cuando era chico, cuando mi madre empezó a estar todo el día fuera de casa y Gladys era la tía protectora, la que me llevaba al parque, la que me hacía el almuerzo y se sentaba a comer a mi lado, la que me llevaba a la escuela y me ayudaba a hacer la tarea. Porque ella había asumido el papel de mi madre, era lo que hacían las madres de los otros chicos o sus abuelas, a veces.

—Pero en algún momento empezó a dejar de gustarle… —Otra vez se sobresalta y sus ojos vuelven a poblarse de sombras. Cuando habla, su voz suena cargada de enojo—. ¿Quiere contarme cuándo ocurrió eso? —pregunto, dudando o fingiendo que dudo. No quiero que se sienta invadido por mi inquisición, porque sin duda para él mi interés por saber solo puede ser interpretado como curiosidad, tal vez hasta curiosidad malsana.

Hay dudas en su mirada, incertidumbre, siento que por alguna razón le da miedo hablar de ese tema. Puede ser que todavía no confíe en mí lo suficiente, después de todo, esta es solo la segunda sesión que tenemos, y Ramiro es un individuo enfermo, psicológicamente enfermo. No quiero ponerlo en una situación desagradable para él. Cuando estoy por sugerirle que lo dejemos para la próxima semana, comienza a hablar, cabizbajo, sumido en sus propios pensamientos, con voz temblorosa:

—Dejó de gustarme cuando se metió en el baño mientras yo estaba bañándome.

—¿Eso hizo…? —La frase queda suspendida en el aire; él se refugia nuevamente en el silencio. Cuando levanta la cabeza para mirarme, en sus ojos percibo la determinación de seguir adelante con el relato, pero también está esperando el visto bueno de mi parte para hacerlo.

—Eso mismo. La puerta del baño no tenía llave, el pasador interno se había roto, pero a nadie se le había ocurrido entrar sin asegurarse de que no estaba ocupado. No digo que había que golpear, claro, pero siempre preguntábamos: «¿Vacío?». Esa era la pregunta, «¿vacío?», era suficiente. Pero esa noche…, era un viernes, me acuerdo porque había estado jugando al fútbol con unos amigos y había transpirado mucho, por eso quería bañarme antes de cenar. Y estaba allí, debajo de la ducha, desnudo, medio enjabonado, cuando mi tía abrió la puerta del baño y se quedó allí, mirándome…

—Me imagino que usted se habrá sentido incómodo, claro. Y ella, ¿qué hizo?

—Empezó a reírse, pero no era una risa de burla ni la risa nerviosa de alguien que se da cuenta de que metió la pata, ¿me entiende? Era una risita provocadora, insinuante, como si quisiera seducirme…, no sé si me entiende.

—Muevo la cabeza afirmativamente, sí, claro, creo que lo entiendo, pero me cuesta, de verdad me cuesta mucho aceptar que Ramiro me esté diciendo que su tía lo vio desnudo cuando era un jovencito y adoptó una actitud de seductora. Pero él solo ve mi afirmativa y suspira, aliviado, antes de seguir—. Yo tenía quince años, ya no era un chiquito. Había visto películas con escenas de sexo, mis compañeros de la secundaria hablaban de sexo, las chicas de mi barrio empezaban a tener tetas y a contornearse cuando caminaban. Yo sabía lo que significaba todo eso, lo que anticipaba, lo que estaba presagiando. ¡Pero mi tía tenía treinta y cinco años, era una mujer! ¡No me va a decir que no se daba cuenta del mal que me estaba haciendo con esa mirada! —Ramiro está alterado, nervioso, las manos le tiemblan y su voz empieza a quebrarse. Me doy cuenta de que aquel acto de indiscreción de su tía Gladys le ha producido un daño que no ha podido superar con el paso del tiempo—. Ella tenía un vestido verde, de una tela muy fina, casi transparente. Parada en el hueco de la puerta se le podía ver el contorno de las piernas, mientras ella seguía sonriéndome con los ojos entrecerrados. Entonces, tuve una erección, y ella alcanzó a verla. Me tiró un beso con la punta de los dedos, se dio vuelta y salió del baño, sin decir una sola palabra. ¡Tuve tanta vergüenza!

—Sí, fue natural que la tuviera en ese momento. Sin embargo, Ramiro, no tiene por qué sentirse culpable. Lo que le ocurrió fue algo normal, teniendo en cuenta las circunstancias. Ni tiene por qué sentirse avergonzado.

—¿Qué se te pare viendo a tu tía en la puerta del baño no es motivo para avergonzarse? —me increpa, casi llorando, con la tensión aflorando de su cuerpo, y continúa—: Esa noche no quise cenar con ellas…, porque estaba mi madre en casa, claro. Me fui a dormir, pero continuamente me venía la imagen de las piernas de mi tía y su sonrisa…, terminé masturbándome, pensando en ella, ¿se da cuenta? ¡Era mi propia tía, la hermana de mi madre!

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