Mayra Black - Yo maté a mi tía Gladys

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Yo maté a mi tía Gladys: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando se produce un hecho criminal y el asesino fue en primer lugar una víctima ¿cómo se determina el grado de culpabilidad?
Estas preguntas se plantean a través del análisis de los crímenes cometidos por Ramiro Hernández.
Su padre lo abandonó cuando era pequeño. Su tía lo arrastró a un mundo de abusos, que lo llevó al incesto, al sadomasoquismo, la locura y el asesinato. La sed de venganza lo envolvió con la furia de un remolino y, una vez ejecutada, aprendió el camino del disimulo, el ocultamiento y el engaño para eludir el castigo.
Roberto Giaccovino tiene la misión de ayudarlo a reintegrarse a la sociedad, pero le espera una sorpresa que le hará dudar de su habilidad como psicólogo.

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—Muy bien, sí, claro, entiendo, Ramiro. Cambió la manera de relacionarse y cambiaron sus sentimientos, al menos en lo que tocaba a usted. ¿Pero, ella advirtió lo que estaba pasando?

—No lo sé. No tuve tiempo de ponerme a analizar si veía cambios en mi tía, estuve durante años dedicando mis energías a evitarla, me sentía como un fugitivo dentro de mi propia casa.

—Está bien, pero trate de pensar. ¿Notó si ella lo seguía tratando como antes, si lo seguía cuidando? ¿Le hacía comentarios sobre su manera de comer, por ejemplo?

—Sí, eso fue siempre, desde que era chico, pero cuando se enojaba conmigo por algo, los reproches eran más agresivos, se le notaba en la cara que estaba molesta, era como si me odiara.

—Y esa situación tan…, digamos, ambigua, ¿duró mucho tiempo entre ustedes?

—Fueron dos o tres años así. Yo evitándola, ella haciendo de cuenta de que todo era normal, que nunca había pasado nada molesto ni desagradable entre los dos, hasta llegó un momento en que empecé a dudar de que realmente hubiera ocurrido. Una vez, oí que mi madre le decía a mi tía: «¿Me parece a mí o Ramiro está raro con vos? Como si estuviera enojado o dolido por algo, no sé…». Y mi tía le contestó que eran cosas de adolescentes, que los chicos de mi edad siempre estaban enojados con sus padres, con sus hermanos mayores, con sus profesores o sus tíos, pero con el tiempo se les iba pasando. «Hay que tener paciencia, no es nada grave»; eso dijo, pero no sé si de verdad pensaba así o lo estaba diciendo para tranquilizar a mi madre. —Él no sabe cómo interpretar lo que dijo su tía, yo le doy a la mujer el beneficio de la duda. ¿Y si Ramiro no era más que un adolescente paranoico, influenciado por el recuerdo de la definición que su padre había dado de Gladys, y no había tenido motivos reales para estar tan enojado con ella? Pero me limito a asentir en silencio, no quiero arriesgarme a cuestionar sus razones, es necesario conservar su confianza para ir desnudando la verdad oculta en su alma—. Entonces me hice amigo de Ana María, la hermana de un compañero de mi curso. Era linda, alegre, tenía una risa fácil y contagiosa. Cuando estaba con ella, me olvidaba de mi casa, del problema con mi tía, me parecía que podía ser un chico normal, como los otros.

—Eso quiere decir que hasta entonces no se había sentido como un chico normal… —Ahora parece que las confidencias van tomando un nuevo rumbo. Ramiro deja de ser monotemático, abandona a esa tía conflictiva que pareciera haber sido el centro de su vida de niño, y toma un sendero más natural, una visión de la vida donde las relaciones juveniles pasan a ser más importantes que la familia. Se encoge de hombros y vuelve adoptar un acento reflexivo para responder.

—Uno no puede establecer comparaciones con lo que no conoce, ¿no le parece? Me di cuenta de las diferencias cuando empecé a salir con Ana. Pasábamos tiempo juntos, sentados en la plaza, conversando, contándonos cosas de nuestras familias y de nuestras vidas. Y no es que ella pudiera entenderme, no, porque teníamos vidas tan diferentes… Su gente era normal, no había peleas ni separaciones, había cariño en esa familia, no eran como los míos.

—A ver, Ramiro, me gustaría que me explique un poco mejor este concepto. ¿Quiere decir que no había cariño en su casa?

—No parecía que nadie se quisiera, al menos. No vi abrazos entre mis padres cuando era pequeño, mi mamá y mi tía hablaban, se reían, se contaban cosas, pero nunca las vi abrazarse, mirarse con afecto, era como si fueran dos actrices representando un papel dado en una obra de teatro. Tampoco me acuerdo de que ninguna de ellas me haya dicho que me quería, nunca, ni siquiera cuando era chiquito. Siempre sentí que todos estaban apurados, que yo era como algo que hay que aguantar porque no hay más remedio, solo una obligación, ¿me entiende?

—Pero eso era algo subjetivo, Ramiro. Era lo que usted sentía, tal vez porque ellos no eran demostrativos, no eran abiertos, no sabían expresar lo que sentían; eso no quería decir que no lo amaran. —Sacude la cabeza, con una certeza inamovible, una seguridad que parece barrer todos los rastros de la energía optimista que tenía al ingresar a mi consultorio y responde:

—No me querían, ni se querían entre ellos —afirma convencido—. Tal vez no quisieron nunca a nadie, a lo mejor nunca se sintieron queridos por nadie y no sabían cómo era eso. Pero, la verdad, ahora ya no me interesa.

—Y Ana María era diferente…

—Ana vivía demostrando cariño. Les hablaba a las plantas, a los pájaros, los perros la seguían en busca de caricias, uno se sentía querido y comprendido estando con ella. Pero mi tía se encargó de arruinarlo todo. —Otra vez la tía Gladys, irrumpiendo como una sombra maléfica destinada a destruir el menor asomo de normalidad en la vida de Ramiro. Al menos, esta es la forma que tiene él de interpretarlo, la que me transmite a mí a través de sus recuerdos. Al menos, eso creo. Pero el tiempo de la sesión se ha completado y me veo obligado a dejar el tema en suspenso.

—Por lo que me acaba de decir, imagino que Ana debió haberle hecho mucho bien en esa etapa de su vida. Me gustaría que en la próxima sesión me cuente qué fue lo que hizo su tía para estropear su relación con ella, Ramiro. —Abandona el sillón con un encogimiento de hombros y murmura algo que me dejará intrigado durante toda la semana.

—Es cierto, Ana fue algo bueno en mi vida. Pero más va a interesarle lo que hizo mi tía.

V

Del diario de Ramiro

Jueves, 27 de mayo del 2010

La habitación que fue de mis padres era la más grande de la casa. Las paredes estaban pintadas de verde oscuro, los marcos de las puertas y las ventanas eran grises y el piso de madera estaba recubierto por una alfombra gruesa, que alguna vez había sido mullida, pero el paso del tiempo y las huellas del uso la habían ido convirtiendo en una superficie compacta y despareja. Mamá me había contado que fue un regalo de los abuelos maternos y a ella le había parecido muy bonita, con los dibujos en distintos tonos de marrón sobre un fondo beige muy claro, que se había transformado en un marrón a causa de la mugre que la vieja aspiradora no había sido capaz de retirar.

Los muebles eran también oscuros, grandes, pesados, muebles de estilo, de estilo viejo, de estilo de otras vidas, de otro mundo, así los veía yo. Y las cortinas, los adornos, el acolchado de la cama, todo era igualmente oscuro, triste, como si el cuarto estuviera vestido de duelo permanente. No me gustaba, nunca me había gustado esa habitación, pero en cuanto la casa pasó a ser mía, decidí que este habría de ser mi cuarto, que iba a vestirse de blanco y que solo iba a permitir que la luz y los colores de la vida la fueran habitando. Ya había tenido suficiente muerte esta pobre casa.

Ayer se llevaron los muebles para exhibirlos en un local de antigüedades; me dijeron que iban a ofrecerlos a buen precio, porque estaban muy bien conservados y podía haber mucha gente interesada en comprarlos. Pero la alfombra no servía para nada ya, así que pedí ayuda a dos vaguitos que pasaron pidiendo y logramos enroscarla, la llevamos hasta el fondo, junto con el colchón —a uno de ellos le había interesado, pero cuando vio que tenía manchas de sangre cambió de idea—, el acolchado y toda la ropa de cama que había estado guardada en el placar. Puse todo arriba de la alfombra, lo bañé en combustible y encendí el fuego. Al rato, vino el vecino de al lado a quejarse de que el viento le llevaba el humo negro para el lado de su casa, justo donde tenía la ropa tendida. Me reí en su cara, me miró fijo y de pronto dio la media vuelta y se fue casi corriendo. Para algo sirve tener fama de loco en el barrio.

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