GLADYS ABILAR
Las lágrimas de Tánato
Novela
Abilar, Gladys Liliana
Las lágrimas de Tánato : memorias de un convicto / Gladys Liliana Abilar. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2140-8
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Por Fernando Sánchez Sorondo
El libro de Gladys Abilar narra, con un dramatismo verbal lujoso y acorde con el contenido, las tribulaciones, miserias, solidaridades y asesinato, incluso, de alguno de los presidiarios y su mancomunada iniciativa de fuga. Pero de una cárcel que no es solamente esa cárcel. Es la cárcel de la vida cotidiana en un mundo rehén de su desquicio. Son todas las cárceles.
Y también las nuestras. A medida que recorremos sus páginas para el insomnio, para ser leídas sin interrupción, hasta por la calle, riesgosamente, tal es su urgencia, su modo, estilo emboscada, de atraparnos.
“LAS LAGRIMAS DE TANATO” tiene una condición singular. Es uno de los libros más victoriosamente onomatopéyicos que he tenido la suerte de leer: su contenido es su forma y su forma es su contenido, tan imbricados que están. Una novela que puede oírse con el sonido de lo que narra, aspirarse a través del olor al miedo que despiden tantas escenas, el hedor del pozo carcelario; una novela rayada –como la ropa de sus protagonistas– por una violencia límite y pegajosa, que se nos contagia e instila en nosotros una imperiosa sed de venganza.
Cuando lo leí, más de una vez me olvidé que estaba frente a una mera ficción e interrumpí la lectura parándome como un resorte para hacer justicia por mano propia, como el propio Tánato frente al descubrimiento de la deslealtad de su mujer que provocó el crimen que lo llevó a la cárcel.
En la Argentina sólo conozco un precedente literario contemporáneo con tanta carga sangrienta y es la novela que más admiro: “Una sombra donde sueña Camila O´Gorman”, de Enrique Molina.
Así como en ella Molina expresa esa unidad en la diversidad de la violencia argentina que caracterizó a nuestro país desde siempre, en esta novela la autora logra una vuelta de tuerca en la expansión, de lo particular a lo universal, de esa caracterología idiosincrática hacia la condición humana.
La escritura de Gladys Abilar hace lugar, en esta novela, al humor aún en medio del drama y del horror. Y a ese humor que queda a apenas una letra del amor. La ternura en medio de la crueldad de varios de sus más peligrosos personajes, su amistad y su respeto entre sí, la lealtad a los valores humanos inclaudicables de que son capaces, da cuenta de una perspicacia novelística y filosófica que se traduce en un relato atrapante también por lo verosímil. Y que, como ocurre con los grandes libros, nos permite identificarnos tanto con los “buenos” como con los “malos”; ya que, como decía Marechal, todos están dentro de nosotros “en potencia”… cuando no directamente en acto.
¡Qué bien maneja la autora el idioma según su procedencia! Un realismo criollo muchas veces descarnado y puteado pero nunca chabacano nos remite a la mejor habla rioplatense.
Realismo y picaresca criollos. Hay en la novela y en varios de sus pasajes y momentos, de la mejor picaresca, argentina y universal.
Las lágrimas de Tánato promete al lector un conmovedor desenlace y la sensación de haberse involucrado en una historia que, no por sórdida, deja de estar impregnada por una estremecedora humanidad.
La pasión provoca sensaciones difíciles de explicar:
la náusea es gozo, el vértigo es estímulo, el dolor es placer, el odio es revancha.
El tiro sonó en la quietud de la tarde y un revoloteo de pájaros asustados oscureció el cielo. Me aferré a la reja de la ventana y hundí mi cara entre dos barrotes; quería escaparme del encierro. ¿Qué estaba pasando allá afuera? Permanecí suspendido en el aire hasta que las fuerzas me abandonaron. Me dejé caer sobre el piso y abracé mis piernas.
El tiro sonó igual a aquel otro. Un tiro, o dos, o mil. ¿Qué importa cuántos? El primero marcó la diferencia entre antes y después. Sí; yo había sido un tipo de laburo. Docente que cumplía horario, del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. Un poco de deporte y mi colección de estampillas. Mi vida, un lugar común. Necesaria y feliz rutina. Y de pronto me sucedió lo que a millones de hombres: un día volví a casa antes del horario habitual, hasta con un ramito de flores, de esos que venden en los semáforos, y encontré lo que menos esperaba: mi mujer revolcándose en la cama, en “mi” cama, con otro. Así de simple. O de complejo. Lo que nunca llegué a saber, porque el shock me borró todo indicio de recuerdos, es cómo apareció el arma en mi mano. Pero apareció. Y cumplió con la misión que toda arma carga: disparar. Debo de haber ido a buscarla en total inconsciencia. Sí recuerdo a mi mujer desnuda, manoseada por manos que no eran las mías. Verla así me provocó náuseas, un vacío en el estómago y la cabeza se me dio vuelta como una media.
Luego perdí la conciencia…
El tiro. No supe responder a la policía cuánto tiempo medió entre mi aparición en la escena y el desenlace. No lo pude precisar; podría haber sido una eternidad o una décima de segundo. Aunque logré responder que en ese trance había otro tipo metido dentro de mí, que hacía y deshacía sin preguntarme si yo estaba de acuerdo. Pero me gustaba eso que hacía el otro mientras usurpaba mi lugar. Yo lo dejaba hacer, lo gozaba, lo necesitaba. Él me rescataba de mi propia muerte. Eran ellos o yo.
Cuando me encontraron en ese paisaje de sangre no me podían arrancar la pistola de la mano. La tenía enquistada; el dedo enredado en el gatillo.
Un cataclismo de imágenes difusas venía a mi mente. El llanto de un niño en la cuna me taladraba el cerebro. Los gritos de una mujer histérica traspasaban los muros y se metían en mis sienes. Esa mujer quería arrancarme los ojos. Gente extraña se movía por la habitación. Voces, voces, voces; se entremezclaban; se superponían. Me condenaban. Había sangre. Sangre en el piso, sangre en las paredes, sangre en la cama. Cara, manos, ropa; todo mi cuerpo estaba ensangrentado. Dicen que vacié el cargador. Yo no recuerdo. Un dedo índice crecía desmesuradamente y me señalaba, culpándome. Me apuntaba como si fuera a disparar una bala. Dos tenazas metálicas me anudaron las muñecas en la espalda. Aún recuerdo nítidamente el “clic” del cierre. El “clic” del fin de mi libertad.
Si he de ser sincero, ¿para qué quiero la libertad? Estoy bien aquí. Ya no tengo nada afuera. Es increíble cómo se pasa de ser un hombre correcto, responsable, laburador, a criminal, más rápido que un suspiro. O más rápido que un balazo. Aunque hayan sido varias las balas que disparé, la primera marcó mi destino. Yo era un tipo querido, respetado, tenía un montón de amigos. Los perdí con la misma velocidad del balazo. Así, simplemente, los perdí. Tal vez nunca los tuve. Ahora que me sobra tiempo, pienso en todas esas cosas. Si estuviera allá, en la calle, con los libres, con los buenos, no se me ocurrirían. Es tan poco lo que media entre la libertad y el encierro, entre lo malo y lo bueno. Apenas una bala.
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