Gladys Liliana Abilar - Las lágrimas de Tánato

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Joaquín Benito de la Fuente (alias Tánato), catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras, es un hombre correcto, metódico, de firmes convicciones morales y muy enamorado de su esposa y de su pequeño hijo. Una tarde, al volver a casa antes del horario habitual, encuentra a su mujer revolcándose en la cama con un hombre y enceguecido por la ira, manotea un revólver y lo descarga sobre ellos.
Ya en la prisión escribe una suerte de diario en el que, entre amargas reflexiones y recuerdos de su vida anterior, se van acumulando episodios y anécdotas del mundo carcelario. Por las páginas desfilan convictos de diversa catadura, algunos ruines y perversos, y otros que, como él, llegaron al delito como resultado de una desgracia fortuita.
Desde su dramático comienzo hasta la página final, esta novela impresiona por la vigorosa descripción de un espacio y una atmósfera siniestra así como por la sucesión de situaciones cuya violencia e intensidad mantienen una tensión que no decae a lo largo de todo el relato. Las historias están marcadas por un realismo sobrecogedor y por los variados rasgos psicológicos de los personajes que la autora revela con insoslayable eficacia.
Gladys Abilar, considerada como una de las realidades más promisorias en el panorama de la nueva narración argentina, exhibe una destreza narrativa y excelencia literaria poco comunes.
"Las lágrimas de Tánato" promete al lector un conmovedor desenlace y la sensación de haberse involucrado en una historia que, no por sórdida, deja de estar impregnada por una estremecedora humanidad.

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En el semáforo donde compré las flores para María ocurrió un incidente, bien podría haberlo protagonizado yo. Un hombre sin piernas, en silla de ruedas, mendigaba entre los autos. Me pregunté qué le habría sucedido. Seguro las perdió en algún accidente automovilístico, o bajo las ruedas de un tren. Su idoneidad para dominar la silla hablaba de años de ejercicio. Se movilizaba audazmente, maniobraba haciendo piruetas, parecía divertido. Jugueteaba con su silla como si estuviera en un rally . Sonreí ante lo insólito de la escena. Y me alegré por ver feliz, con tan poca cosa, a un inválido resignado a su suerte. Todo su mundo estaba suspendido en dos ruedas. Otros renegamos de lo que no tenemos, pues no sabemos ver lo que sí tenemos, -lo que tenía en aquel momento, no ahora-. De pronto una señora chocó la silla y el paralítico rodó por el suelo. La mujer se bajó de su auto presa de un ataque de nervios. Pidió disculpas y ofreció indemnizaciones a través de su seguro contra terceros. El disturbio continuó por largo rato. Yo tuve que seguir, el semáforo verde cedía el paso. Ésto sucedió justo al lado de mi coche, bien podría haberme pasado a mí y ese suceso habría demorado mi llegada a casa. Pero no. La mujer me robó el accidente y yo tuve que llegar en hora apropiada para cometer homicidio. El minuto y medio que dura la luz del semáforo, a veces, parece la eternidad, ¿no? Sin embargo fue sólo un minuto y medio. Me alcanzó para observar el incidente y comprar las flores. Tengo el vicio de comprar cada chuchería que se me cruza por el camino. Me gusta ayudar a la gente pobre.

Continué mi ruta, bastante incómodo por el malestar estomacal. Sintonicé la radio para distraerme. … “en este clima de virulencia política y, ante la aparición de grupos guerrilleros marxistas como el ERP, y otros peronistas de izquierda como Montoneros, Alejandro Lanusse proclama su intención de restaurar la democracia institucional y el reestablecimiento de los partidos políticos, incluyendo al Peronismo” … Cambié de estación, estaba fastidiado de tanto circo. El trayecto me pareció más largo que de costumbre. Busqué una FM donde promocionaban novedades discográficas. La voz de Nino Bravo deslumbraba con su nuevo hit “Te quiero, te quiero”; los Beattles presentaban “Let it be”. De pronto el locutor interrumpió la emisión para dar la noticia de la muerte de Jimy Hendrix. Ofreció un breve recorrido por su vida, su obra, su música. Luego un popurrí de temas nacionales de “Alta Tensión”, “Rubén Mattos”, “Los Iracundos”, “La Joven Guardia”, y no sé qué más. Me dolía la cabeza de tanto barullo. Bombardeado por sucesos de la década del ´70, sintonicé una emisora de música clásica que disfruté con deleite; me hizo olvidar, por un momento, de mi descompostura. Fragmentos de las “Polonesas” de Chopin, seguidas del “Revolucionario” y del “Impromptus”, daban cuenta del ciclo dedicado al gran maestro de Polonia.

El camino a casa se hizo eterno; miraba el reloj y las agujas parecían estáticas. Por un momento me distraje en otro semáforo; se podría escribir un libro con historias de semáforos. Contorsionistas y acróbatas hacían piruetas. Luego pasaban la gorra por las ventanas de los autos. Unos, solícitos, aportaban su moneda; otros se hacían los distraídos, miraban a otro lado, o hurgaban la guantera en busca de nada, para disimular. Volví de nuevo a la radio. Anunciaban los premios Nobel. Los primeros me los perdí en mi distracción pero regresé al escuchar “literatura”, lo había ganado un ruso, Alexandr I. Solzhenitsin. El de la Paz un alemán, Brandt no sé cuánto. En el último trayecto antes de llegar a casa me entero, por la misma emisora, que se acaba de estrenar la película “Verano del 42”. Una alegría súbita me asaltó de repente. Yo había escuchado el argumento en “La Tercera Oreja”, una radio chilena, narrada con tal lujo de detalles como sólo ellos pueden hacerlo. Llegué a amar a Dorothy, la heroína. Le puse rostro, figura, color; le puse alma. Ahora que lo pienso esa fue la última gran alegría que tuve, la imagen de la sexy Dorothy en bermudas, trepada en una escalera.

Nunca, jamás, hay que llegar a casa fuera de hora, sin avisar antes. Aunque sea un llamadito telefónico disimulado, breve anuncio de llegada, una señal de cualquier tipo, “querida ¿necesitás algo? estoy en camino, ¿compraste pan? ¿Hay vino? ¿Te llevo el Para Ti, el Vosotras?”. Eso evitaría toparse de frente con la desgracia, en cualquiera de las formas. A mí se me presentó de la peor manera imaginable: el adulterio

IV

Los muertos jóvenes son émulos de Dorian Gray.

Han pasado muchos años. Me salieron arrugas y algunas canas. Se ha opacado mi mirada. Se apagó la esperanza y el recuerdo de María sigue fresco. La memoria de mis dedos aún acaricia la seda de su cabello. Dibujo ondas en el aire y capturo su aroma a fruta. Como un loco enardecido persigo sus formas en la noche y mi piel germina en esa remembranza fugaz. La oscuridad es mi cómplice, me deja creer que ese delirio es real. Quisiera hallar una brocha, empaparla en brea bien negra, y embadurnar todo mi cerebro, apagarlo por completo hasta hacerla desaparecer a ella con toda su belleza y su juventud. Yo acompañaba esa juventud. Era un tipo más o menos bien parecido. Sin ser alto un físico esbelto me favorecía. Mi nariz, ligeramente aguileña, me otorgaba cierto aire señorial, -según María- compatible con el mentón firme y prominente. Tal vez mis orejas, un poco grandes para mi gusto, eran el punto de inflexión de lo que podría haber sido un complejo, aunque no recuerdo haber perdido el sueño por este detalle. Abundancia de cabello, cutis mate y buen gusto al vestir, conformaban mi envase, nada despreciable, tampoco era una atracción. Discreto, prudente, de mirada sensata, veraz. Tal vez demasiado. Pertenecía al tipo de hombre común, nada espectacular ni llamativo. Más bien pasaba desapercibido. Internamente me habita la sustancia que determina mi humanidad, y que no es previsible ni elemental, sino compleja, intensa, a veces contradictoria, amasada con infinitos elementos que cultivé en mi búsqueda de intelectual peregrino, introspectivo y severo, casi despiadado conmigo mismo. Pero nada de esto es advertible ni imaginable a los ojos de quien me mira. Luzco simple, casi naif . Sólo María pudo ver mi adentro.

Ahora camino hacia la vejez; veo día a día mi deterioro. No puedo detener los escarnios del tiempo, la venganza del tiempo, como yo le llamo. En cambio María siempre será joven y bella.

Los muertos jóvenes son émulos de Dorian Gray.

Llovía a cántaros cuando los maté. El temporal debe de haberse desatado en ese instante porque durante el trayecto de regreso a casa me acompañó el sol, con su mejor buena voluntad. Esta ciudad es loca, ni los cambios de clima se respetan entre sí. Hasta el clima se solidarizó con la tragedia. Llovía a cántaros. ¿Qué más da? Desde ese momento el sol no volvió a salir para mí. Nunca más. En la cárcel no existen días de sol, aunque raje la tierra y se seque el planeta, sólo son y serán días nublados, opacos, con lluvia, sin lluvia. El sol es patrimonio de la libertad.

“La Libertad no es una idea política ni un pensamiento filosófico ni un movimiento social. La Libertad es un instante mágico que media en la decisión de elegir entre dos monosílabos: sí y no”, decía el apotegma de Octavio Paz que yo le enseñaba a mis alumnos. Ahora no me alcanza. Mi libertad, esa que perdí, no encaja en ningún monosílabo.

Miro a través de la ventana de la celda y veo los pájaros volar. Se acercan y picotean las miguitas que les doy. Me alegran, al principio me amigo con ellos y hasta llego a creer que me vienen a visitar, que son mis amigos. Luego, con los años empecé a tener otra lectura de la situación. He llegado a pensar, con rencor, que no hay derecho a presumir de tanta libertad en las narices de un prisionero con un horizonte tan pequeño, que alcanza apenas hasta donde la mano puede tocar. Lo sentí como una burla, y para colmo, era un cuervo negro. Graznaba en mi ventana. En mi imaginario atormentado creí escuchar que me decía: “volá, volá, volá conmigo si podés” . Pajarraco malnacido, ¡ojalá te atraviese un rayo! Por si ésto fuera poco, de vez en cuando, venía un cura a darnos sermones y a enseñarnos a enfrentar la vida desde nuestro lugar. Con resignación y sumisión. El arrepentimiento nos iba a redimir, decía, y sólo por él íbamos a volver a estar en la gracia de Dios. Todo era por la voluntad de Dios, todo, todo, todo. Hasta mi tamaña desgracia era por voluntad de Dios. Le pregunté si los cuernos que me metió mi mujer eran por voluntad de Dios. Me dijo que el altísimo me había puesto a prueba para medir mi temple. Le respondí que le diera las gracias por el gesto de amistad. Bien se podría haber guardado su prueba, yo jamás se la pedí. Ojalá se hubiera metido con otro. Cosas por el estilo evidenciaban mi descreimiento y mi fastidio, mi desnudez espiritual y mi indefensión ante esa presencia lúgubre de hombrecito ensotanado y poco creíble.

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