Gladys Liliana Abilar - Las lágrimas de Tánato

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Joaquín Benito de la Fuente (alias Tánato), catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras, es un hombre correcto, metódico, de firmes convicciones morales y muy enamorado de su esposa y de su pequeño hijo. Una tarde, al volver a casa antes del horario habitual, encuentra a su mujer revolcándose en la cama con un hombre y enceguecido por la ira, manotea un revólver y lo descarga sobre ellos.
Ya en la prisión escribe una suerte de diario en el que, entre amargas reflexiones y recuerdos de su vida anterior, se van acumulando episodios y anécdotas del mundo carcelario. Por las páginas desfilan convictos de diversa catadura, algunos ruines y perversos, y otros que, como él, llegaron al delito como resultado de una desgracia fortuita.
Desde su dramático comienzo hasta la página final, esta novela impresiona por la vigorosa descripción de un espacio y una atmósfera siniestra así como por la sucesión de situaciones cuya violencia e intensidad mantienen una tensión que no decae a lo largo de todo el relato. Las historias están marcadas por un realismo sobrecogedor y por los variados rasgos psicológicos de los personajes que la autora revela con insoslayable eficacia.
Gladys Abilar, considerada como una de las realidades más promisorias en el panorama de la nueva narración argentina, exhibe una destreza narrativa y excelencia literaria poco comunes.
"Las lágrimas de Tánato" promete al lector un conmovedor desenlace y la sensación de haberse involucrado en una historia que, no por sórdida, deja de estar impregnada por una estremecedora humanidad.

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Esther, la piraña, mi suegra, mujer bella y manipuladora, quedó libre de culpa y cargo por esos artificios que tienen los letrados capaces de tapar el sol con un dedo. Con sus habilidades naturales y sus mil recursos se tornaba imposible eludirla, mucho menos resistirse a los influjos de “femme fatal” que tan bien utilizó para hacer cambiar de opinión a la víctima de turno. Terminó convenciendo al juez de su inocencia. “Hacete amigo del juez”... aconsejaba el Viejo Vizcacha.

Mi reclusión perpetua también se la debo a ella. Lo huelo, lo sospecho y lo firmo. Nadie me lo dijo. Hasta ella misma lo negó. Pero me juego la vida a que en este barrunto estuvo la mano negra de Esther. Mi caso era para “emoción violenta”. Yo debería andar suelto por la calle –después de cumplir una penalidad lógica, por supuesto- como cualquier infeliz que haya sido víctima de un arrebato emocional. Pero en el juicio aparecieron dos testigos, muy bien armados, para decir que yo era consciente de la doble vida de mi mujer y que se la tenía jurada. En una palabra, que yo había proferido reiteradas amenazas. Ese dato, más otros detalles, pruebas falsas, funcionaron perfectamente como agravante. Tanto como para calificarlo de homicidio premeditado, y encima, agravado por el vínculo.

Mi suegra acababa de enterrar a su segundo marido, un año antes de perder a su única hija, mi finada esposa. Ante cada golpe que le daba la vida, Esther parecía reafirmar su fortaleza, su independencia y su capacidad de resurrección. No había modo de debilitar su ánimo. Ya estaba a la pesca del tercer marido, en el preciso momento en que aconteció la tragedia. Ella se enfrentaba a cada desgracia con inquebrantable rigor. Redoblaba energías y artilugios. Y traigo a colación a mi suegra porque es la responsable de que yo esté solo en el mundo. Creo que desde el principio ella no me quiso para yerno. Como yo tampoco a ella para suegra, aclaro. Siempre me resultó vulgar y tramposa. Nunca logré encuadrarla en un concepto que no fuera peyorativo, aún cuando ella intentaba, en vano, congraciarse conmigo, después de aceptar su derrota ante la definitiva elección de su hija.

Luego de transcurridos unos cuántos años de cárcel, la piraña vio la oportunidad de su vida para vengarse de mí. Definitivamente. Se las ingenió para darme por muerto y que hasta mi hijo así lo creyera. Me sacó en las necrológicas de Clarín y de La Nación. Me enterró vivo. Nunca nadie jamás preguntó por mí. Los primos que me quedaban prefirieron no averiguar demasiado. ¿A quién le importa tener un pariente asesino? Mejor que se muera. La noticia, inventada por mi suegra, les vino como anillo al dedo para aliviar sus conciencias, si es que algún pesar tenían por no venir a visitarme. Hábil y cizañera, la turra. Dueña de una imaginación prodigiosa, se aprovechó de una revuelta que había ocurrido en uno de los pabellones de la cárcel, la cual terminó en un voraz incendio que se tragó a todos los presos de aquel sector para, yo incluido, según ella, contarme entre las víctimas. La noticia cundió y tuvo gran difusión. Se publicaron listas de los fallecidos y se hicieron las exequias correspondientes. Nadie sabía que entre aquel fardo de muertos había, entremezclado, uno vivo: Joaquín Benito de la Fuente. Yo.

En todo el historial de la penitenciaría no se registraba catástrofe de semejante envergadura.

El destino, a menudo, suele ser generoso con quien no lo merece. Le permitió a Esther jugar su carta de revancha. La venganza es el placer de los dioses, dicen. Puedo imaginar su cara de felicidad mientras sellaba mi ataúd junto a aquellos infelices que quedaron atrapados en sus celdas y se achicharraron como grasa pella en un caldero. Lo que más me dolía, y me duele, es que mi hijo me cree muerto. Esto me genera sentimientos encontrados. Por un lado, mi sangre grita y reclama al hijo que traje al mundo. Por otro lado, la vergüenza me hace agachar la cabeza y en nombre del inmenso amor que le profeso prefiero las sombras, el anonimato, para no macular su honor. ¿Dónde estará? ¿Cómo será? ¿Quién será ahora? Lo imagino hombre grande, responsable, tal vez padre de familia, tal vez profesional. Una buena persona. Daría mi vida sólo por saber de él.

He aquí una inferencia que brotó como devaneos de vigilia. Truenos y relámpagos, rayos y centellas azotaron el planeta en esa noche, víspera de una epifanía. La naturaleza con toda su furia parió un cataclismo de ribetes dantescos. Creí que la cárcel se derrumbaba. No recuerdo, en toda mi existencia, un viento de esas características. Era un tornado, y si no lo era se le parecía. Ni los desbordes de la naturaleza lograban arrancarme el pensamiento de donde lo tenía enquistado: en la parafernalia del aparato sociopolítico y el hombre. Con cierta carga de resentimiento, y también de autocompasión, me puse a analizar en las tinieblas del insomnio algo que había leído en un Tratado de Criminología, y con muchas ganas de apostarle todas las fichas: “Los crímenes y los criminales son producto de la sociedad y de las circunstancias -de las circunstancias principalmente-, y a la vez instrumentos y víctimas de esa misma sociedad. La sociedad criminal y delincuente culpa de sus crímenes y delitos a los criminales y a los delincuentes, y luego los castiga por los daños que, en la mayoría de los casos, la misma sociedad los indujo a cometer. Un crimen es lo que la sociedad escoge definir como tal. De aquí que la sociedad sea la que define al criminal y no el criminal quien se define a sí mismo”. Y yo pienso, a esta altura, que casi invariablemente la sociedad es la que hace al criminal porque los criminales no nacen así, en realidad, se vuelven tales. No sé muy bien dónde cuajó esta opinión mía. Yo la desconocía hasta este momento, lo que pasa es que tengo muchas ganas de endilgarle a otro las culpas que me pertenecen. Aunque guardo un crédito para la inmensa población de los que ya nacen así. Reconozco que todavía no tengo una postura definitiva, terminante, por eso me reparto entre una hipótesis y la otra. El tema es demasiado complejo; requiere un estudio profundo y minucioso; o, tal vez, el enojo que manifiesta el planeta en estos momentos me esté entorpeciendo el razonamiento.

Uno aprende a distinguir la verdad de la mentira; pero según otros parámetros. La semana pasada, por obra y gracia de una mano de afuera, sacaron del penal a un delincuente, el “Buitre” le dicen, peligroso como la rabia. La orden del juez llegó oportuna y las puertas de la cárcel se abrieron de par en par. Seguro que el tipo debe andar por sitios estratégicos cambiando valijas de las que ya se sabe. Es un experto en detectar la mejor droga. Nadie como él para distinguir la buena merca . Así como salió el Buitre entró un flaco, incapaz de matar una mosca, acusado de traficar con cocaína. Dice que se la pusieron para incriminarlo. Que él no le conoce ni el olor. Trabajaba de mozo en un restauran de la avenida Corrientes y una noche cayó la cana y lo revisó entero. Le hallaron droga en el bolsillo del saco. El pibe lo había dejado colgado en el cambiador mientras usaba la chaqueta de mozo. ¿Será así? Esta clase de víctima viene con la marca en el orillo. Son puntos fáciles de enganchar, inocentes apropiados para edificar la cadena de la delincuencia sin que se corte jamás. Son puntos que ya están elegidos. Les inventan un laburo, para calmarles la desesperación por ser eternos desocupados, aunque sea de repartidor de pizza. Y así, con la pizza calentita, tocan el timbre en la casa que, se supone, es de una familia lista para cenar. Ahí mismo se acaba el mundo cuando cae la policía y lo agarra “con las manos en la masa”. Descubre que la pizza no es pizza y que la familia lista para cenar no es tal. El repartidor va a parar en cana, un perejil que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando. ¿Explicaciones? ¿A quién le va a dar explicaciones? A nadie le interesa escuchar.

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