AAVV - Naciones y estado

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A lo largo del siglo xx la configuración del Estado español y la acomodación de la diversidad de las identidades colectivas nacionales ha resultado un problema abierto, una «cuestión» permanentemente por resolver que el debate actual en Cataluña no ha hecho sino volver a poner de manifiesto. El modelo de Estado español que surgió del siglo XX se caracterizó por su fuerte centralismo y por la ausencia absoluta de reconocimiento político de la diversidad, significativamente la cultural. Este libro plantea un análisis de algunos de los problemas centrales en la articulación de la relación entre el Estado y las identidades nacionales alternativas, con especial atención a la identidad catalana. El volumen analiza el pasado y el presente del gran interrogante sobre el futuro: la capacidad del marco estatal español para dar cabida a la diversidad nacional o convertirse en algo distinto.

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Todo ello puede resumirse diciendo que la ambigüedad constitucional y ciertas formas concretas de acción política permitirán lecturas recentralizadoras, especialmente peligrosas cuando el pacto autonómico que, como vimos, es una suerte de puzle hecho con piezas de variada procedencia, haya engullido, en las percepciones mayoritarias y en los discursos dominantes, al pacto nacional. El resultado: una España «inacabada», en feliz expresión de Romero. 68En ella, la contradicción más evidente es la que produce la confrontación entre la apertura y flexibilidad consustancial del sistema y la rigidez que se quiere imponer con la negación de la bilateralidad o, en definitiva, la incapacidad del Estado para alcanzar grandes acuerdos con las CC. AA. cuando estas desplazan a los partidos como interlocutores privilegiados.

CRISIS SOCIOECONÓMICA Y CRISIS DEL ESTADO AUTONÓMICO: LA TENTACIÓN RECENTRALIZADORA

He tratado de dibujar, muy sintéticamente, el horizonte que enmarca al Estado autonómico cuando llega la crisis y golpea con virulencia los aparatos del Estado, comenzando por una impugnación activa de los mecanismos sobre los que se construyeron las certidumbres autosatisfechas de la democracia española. El golpe, como no podía ser de otra manera, ha llegado a un Estado autonómico aquejado de fatiga de materiales y minado por múltiples contradicciones más o menos visibles a las que hay que añadir el enfermizo narcisismo de algunos de sus dirigentes, que ha incidido en fenómenos de corrupción y decadencia de una ética pública mínimamente reconocible. No creo que sin CC. AA. se evitara la corrupción: se hubiera desplazado a otros niveles y, en cierto sentido, podría haber alcanzado perfiles más peligrosos. Pero lo cierto es que han sido las élites locales/autonómicas las protagonistas de algunos de los mayores escándalos que, llegada la hora de la crisis, han servido para desacreditar el modelo autonómico. Sobre ello inciden ciertas patologías de los sistemas políticos desarrollados en la mayoría de las CC. AA., como la facilidad para mantener electorados cautivos, la manipulación informativa y las dificultades para asegurar la alternancia de manera no dramática. No me detendré en estas cuestiones, sobre las que, me parece, carecemos de reflexiones generales auténticamente solventes.

Me interesa más resaltar cómo España se ha ido convirtiendo en un país de tertulianos y hasta de profesores dedicados a resaltar las maldades del Estado autonómico: esa rotundidad en las críticas es, en buena medida, una forma particular de nacionalismo español. Que nadie se apresure a reprochar esta idea descalificándola como prejuicio. Me refiero explícitamente a las críticas cerradas que parten de imputar a las CC. AA., casi en su totalidad, el vicio de nacionalismo , dejando de lado otras muchas variables dignas de ser tenidas en cuenta. Formulada así la crítica, la única conclusión es que se impone una devolución de competencias básicas al Estado central, una españolización de todo espacio público y una normalización nacionalitaria supuestamente trastocada por aciagos años de fervor autonomista.

Los impugnadores del estado de cosas existente llegan a criticar sus orígenes –esto es, el proceso constituyente de 1978– y los argumentos en que se sustentó en sentido fuerte, es decir, el pluralismo de la base del Estado. Valga un ejemplo:

parece bien evidente que la invocación a las naciones –y, de forma reduplicativa, a la […] idea de «nación de naciones»– se hace en un momento en que la Historia las ha acogido en su seno para guardarlas, ya inmóviles, en las salas de su museo como lo que ya son: testimonios de un pasado definitivamente muerto. Insistimos en esta afirmación polémica: nosotros no constituimos una «nación de naciones» pero es que, si así fuera, sería prudente no airearlo, sería mejor «disimular», porque tales laberintos políticos no han dado precisamente frutos apetecibles. 69

Responder con un eppur si muove podría bastar, si no fuera porque estas opiniones sirven para alimentar tanto al único nacionalismo presumiblemente responsable , el español, incitándolo a incidir en la baja calidad del sistema democrático, como a alentar las tendencias centrífugas que aceptarán de buen grado el argumento: si no se es parte copropietaria de, al menos, una nación de naciones , mejor conformar una nación propia ; si la alternativa es asimilación o independencia , algunos elegirán independencia. 70

La posición comentada, cada vez expresada con más desparpajo, entronca con antiguas visiones del nacionalismo de Estado y del Estadonación, a menudo dado por muerto pero tan proclive a las más reiteradas resurrecciones. Como se ha recordado, 71a la unidad nacional de España le sigue la negación ontológica de un nacionalismo español , «toda vez que el nacionalismo es por definición un hecho negativo y uno no suele tener una imagen de sí mismo. Los nacionalistas son siempre, en otras palabras, los otros, y su condición aparece contrapuesta a la de quienes dicen o creen defender valores saludables». Por eso hemos visto, tantas veces, autocalificarse a los que se oponen a la plurinacionalidad del Estado como «demócratas» y «constitucionalistas», y si a veces esto ha sido cierto –pienso en algunas posiciones firmes frente a ETA–, en otros casos era un abuso semántico manifiesto y una paradójica muestra de nacionalismo excluyente.

Béjar a puesto de relieve esta cuestión al distinguir: «En primer lugar, el discurso del nacionalismo español, que llamé españolismo tradicional, que tiene a “España” como referente principal explícito y sostiene un nacionalismo de raíces conservadoras y un concepto cultural de nación. Dicho discurso acepta el término patriotismo y un sentido de pertenencia prioritariamente español, así como la crítica al Estado de las autonomías, sobre todo a su profundización. En segundo lugar, el discurso que llamo neoespañolismo, que entiende a España más como un Estado que como una nación y se engarza con un nacionalismo español de raigambre liberal» y que acepta el estado autonómico. 72En cualquier caso, la suma de ambos modelos cubre un amplio espectro de la ciudadanía y de la opinión pública articulada; posiblemente la crisis y las demandas independentistas catalanas estén alterando la composición interna de esta tendencia, ampliando la base integrista y consiguiendo lo que no obtuvo el terrorismo nacionalista etarra, al que siempre se respondió, desde muchos frentes, que en ausencia de violencia todo era posible , argumento que definía las corrientes más abiertas del españolismo.

En todo caso esas alteraciones semánticas no pueden considerarse mero fruto aleatorio de coyunturas políticas cambiantes, sino necesarias para el rescate de un nacionalismo español creíble por parte de las derechas políticas, intelectuales y mediáticas: 73es una reconducción hecha de fragmentos, no pocas veces contradictorios, que transita desde la superación de la vergüenza por la herencia franquista –y que explica la ausencia de mensajes renovados en los primeros años de democracia, por temor a ser confundidos con la ultraderecha– hasta los intentos de inserción de los mensajes conservadores en una nación dada por descontada , auténtica en la trivialidad de sus expresiones cotidianas; pasando, queda dicho, por los intentos de apropiación en exclusiva del patriotismo constitucional.

En todos los casos se aprecia como mecanismo principal, tácito, la existencia de los nacionalismos periféricos pero la negación de un nacionalismo español, central. Y en no pocas ocasiones en estas posiciones se constata una relativa concomitancia con la negativa de la derecha española a asumir políticas públicas de la memoria que situaran en una mejor perspectiva los procesos de nacionalismo franquista y el papel del antifranquismo, también en estos asuntos. Igualmente es digno de resaltar el papel de los discursos sobre las víctimas de ETA, que ha desbordado a los propios aparatos políticos de la derecha y que incluye, seguramente a pesar de muchas de esas víctimas supervivientes, trazas de pensamiento que van más allá de las reivindicaciones concretas para ponerse al servicio de un pensamiento que tiende a imaginar las cuestiones nacionales abiertas en blanco y negro, con buenos y malos, sin matices. En todo ese proceso, los episodios de hegemonía conservadora han tenido también como resultado la asunción de estos discursos por parte de la izquierda, y la asunción por muchos progresistas de un ambiguo jacobinismo , que no deja de denotar, en ocasiones, una profunda ignorancia de la historia, así como una falta de comprensión de movimientos estratégicos de la Transición, 74que, sin embargo, se sigue reivindicando acríticamente en otros aspectos.

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