Antonio Montesinos Gilbert - El fruto de la vida diversa

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El poeta, crítico literario, narrador y ensayista Toni Montesinos reúne todo lo que ha escrito sobre autores norteamericanos, lo que hace de este libro un complemento de «La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana» (2013). «El fruto de la vida diversa» recoge, con el estilo ameno y apasionado que caracteriza al escritor barcelonés, a un centenar de autores norteamericanos que abarcan doscientos años de literatura estadounidense y que aparecen ordenados alfabéticamente. El autor ofrece, de esta manera, textos que responden a más de veinte años de lecturas y que constituyen un enorme y diverso caudal artístico, visto, además, con conciencia desmitificadora. Y es que, por el simple hecho de venir del país de donde vienen, muchos autores estadounidenses ya traen desde los medios de comunicación y el mundo editorial un halo de sofisticación, alabanzas hiperbólicas y mercadotecnia que Montesinos trata de cuestionar en pos de ofrecer una mirada honesta, justa y cercana tanto al lector de a pie como al especializado.

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Todo comenzó cuando el todopoderoso Louis B. Mayer, de la Metro Goldwin Mayer, vio las posibilidades fílmicas de The Wonderful Wizard of Oz, y decidió que se convertiría en el primer filme en color de la MGM para competir con David O. Selnick, que estaba rodando también en color Lo que el viento se llevó . La primera opción fue Shirley Temple, para el papel de Dorothy, pero no fue posible. Aun así, las aventuras de una valiente niña que es arrastrada por un ciclón desde Kansas a la tierra de Oz, gobernada por brujas y magos, donde los animales hablan, los monos vuelan y un par de zapatos de plata tienen poderes mágicos, se llevó a término felizmente. Y además, devendría no sólo un film de culto, sino que dio la que se considera la canción más importante del siglo XX por parte de la RIAA (Recording Industry Association of America).

Over the Rainbow es obra del compositor Harold Arlen y el letrista Yip Harburg; se cuenta que se necesitaba solamente una última canción para el inicio de la película, y que estaban apurados de tiempo. Pero, entonces, un día que Arlen iba en coche a casa con su mujer, tras salir del cine, vio un arcoíris y se le ocurrió la idea de una melodía que se ha versionado desde entonces por parte de todo tipo de cantantes y músicos. Una letra, que escribió a todo correr Harburg, que ha tenido múltiples interpretaciones: la de trasfondo bélico en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, la que expresa simbolismo religioso, la que apuesta por la libertad sexual… La pieza sería merecedora del Óscar a la mejor canción original, y no podía ser menos en el país de las oportunidades: se decía en ella que los sueños pueden alcanzarse, ¿por qué no? Eso consiguen el león, el espantapájaros y el hombre de hojalata, en un cuento en que la amistad y la compasión son prevalentes y en que se nos enseña que las apariencias a veces son falsas: el mago de Oz es al fin y al cabo un viejo farsante, y Ciudad Esmeralda sólo es verde porque los que la habitan son obligados a llevar gafas de ese color. Y hay que mirar más allá, siempre por encima del arcoíris.

Elizabeth Bishop: recuerdos de una niña

A Mauricio Bach debemos la estupenda iniciativa de acercarnos la obra de Elizabeth Bishop (Worcester, 1911-Boston, 1979), una autora esencial para la cultura literaria estadounidense aunque inaccesible en español, si exceptuamos los cuatro poemas que tradujo de ella Octavio Paz y que incluyó en sus Versiones y diversiones (Círculo de Lectores, 2000). Como nuestro conocimiento de poéticas femeninas norteamericanas acaba en Emily Dickinson, resulta interesante revisar la opinión de Harold Bloom, quien considera a Bishop, junto con Marianne Moore (ambas fueron íntimas amigas) y May Swenson, el trío nacional lírico de mujeres más destacable del siglo XX.

Bishop vivió en distintas ciudades de la costa este de su país, viajó por Europa y permaneció largas temporadas en México y, sobre todo, Brasil. Entre sus selectas amistades se contaban Ezra Pound (sobre el que escribió un poema tras visitarlo en el sanatorio donde se encontraba el poeta), Randall Jarrel, Robert Lowell, Pablo Neruda y Octavio Paz, al que Bishop tradujo al inglés. Publicó libros de cuentos y de memorias, pero permanece gracias a sus cuatro poemarios: North & South (1946), A Cold Spring (1955), Questions of Travel (1965) y Geography III (1976).

Pero Una locura cotidiana (Lumen, 2001) —título quizá demasiado licencioso si tenemos en cuenta el original The Collected Prose — no reúne los versos de esta prestigiosa escritora y pintora de Massachusetts, sino otra parte muy breve de su trayectoria literaria: su narrativa corta en forma de ocho cuentos escritos entre 1937 y 1977 y que, en su día, habían aparecido en algunas de las más importantes revistas de la época, como nos informa el traductor en un conciso prólogo.

Huérfana desde muy niña, acostumbrada a cambiar de ciudad con cierta frecuencia y a convivir con parientes cercanos, todas las creaciones de Bishop tienen un acento marcadamente autobiográfico que nos trasladan a sus recuerdos infantiles, a la reconstrucción de la mirada analítica de una niña sin raíces ni estabilidad. El detalle, la descripción de gestos y ambientes, la memoria fotográfica son rasgos estilísticos que hacen de algunos de estos relatos sugerentes historias y de otros un pesado escollo. No obstante, quisiera destacar los tres primeros: «El bautismo», la conversión fanática de una muchacha a la religión baptista; «La mar y su orilla», un curioso seguimiento de la rutina de un individuo que limpia de papeles la playa para luego leerlos en su casa; y «En la prisión», la confesión de un hombre que anhela convertirse en presidiario.

El resto de cuentos se me antojan extraños y grises pese a que la crítica oficial nos diga que debemos admirarlos: «Los hijos del granjero», «El ama de llaves», «Gwendolyn», «Recuerdos del tío Neddy» y «En el pueblo» (recreación de la demencia que sufrió su madre) poseen esa especial vista desde la niñez, pero creo que, narrativamente, carecen de garra y son fácilmente propensos al olvido al lado, por ejemplo, de los relatos de Flannery O’Connor o Carson McCullers, por citar dos mujeres de generaciones próximas que, en cambio, infiltraron mayor talento poético y novelesco a sus propios cuentos.

Paul Bowles y su centenario protector

En la primavera pasada [2010], sonaba la música de Paul Bowles en el Instituto Municipal del Libro de Málaga, durante unas jornadas consagradas a recordar a quien fuera su larga compañera, la también escritora Jane (Auer de soltera). Una exposición fotográfica, un retrato pintado por Barceló, una serie de conferencias («El mundo de los Bowles») y la reedición de varias de sus obras venían a celebrar la presencia de esta autora que pasó sus últimos años en Málaga (de 1967 a 1973), donde está enterrada. Ahora el recuerdo conmemorativo corresponde a su marido, Paul Bowles, el compositor y narrador neoyorquino que hizo de Tánger su hogar desde muy joven, hasta su muerte en 1999 (sus restos no acompañaron a los de Jane, sino que fueron trasladados a Nueva York, junto a los de sus padres).

Había nacido el día 30 de diciembre de 1910, y sólo con diecinueve años decidió colgar los estudios y embarcarse hacia París, ciudad en la que contactó por vez primera con aquellos a los que ya Gertrude Stein llamaba Generación Perdida. De vuelta a Manhattan, estudió composición con Aaron Copland y escribió música para obras teatrales y películas. Nace ahí el Bowles músico, está a punto de hacerlo el Bowles viajero —visita Marruecos, vive en México cuatro años, recorre Centroamérica— y el escritor que lleva dentro renace en él a partir de su matrimonio con Jane en 1938 (se dice que por conveniencia, dada la orientación bisexual de ambos). Se habían conocido en el ambiente bohemio de Greenwich Village y pronto se trasladarán a Ceilán, para acabar radicados en Tánger en 1947. De ellos dijo Tennessee Williams en sus Memorias , cuando los vio en Acapulco en 1940: «A mí me parecieron una pareja encantadora y muy singular». Aunque luego afirma haber conocido a Jane en Gibraltar, a la cual, por cierto, consideraba «la mayor figura que haya dado la novelística americana».

La historia da por hecho que fue Jane la que indujo a escribir a Paul, y la tendencia actual, por parte de editores y críticos, es reivindicar el talento de Jane por encima del de su marido. En todo caso, la chispa creativa se encendió en Tánger, lugar que fue testigo de novelas como El cielo protector (1949), que haría famosa Bernardo Bertolucci con su adaptación al cine, Déjala que caiga (1952) y La casa de la araña (1955). En ellas, la ciudad marroquí es el trasfondo espacial para unos personajes extranjeros que se enfrentan a tentaciones y debilidades, ya sean el alcohol o una fuerte pulsión sensual. Bowles, mientras Jane mantiene una enloquecida relación con una empleada doméstica que se extiende por veinte años, escribe y se integra en la vida africana, traduce algunas obras autóctonas y acoge a los escritores beat William Burroughs, Jack Kerouac y Allen Ginsberg y a otros muchos cuya homosexualidad podía liberarse en Tánger. Allí prima lo insólito, aseguró Truman Capote en una crónica de 1950, y además «es alarmante la cantidad de viajeros que han venido a pasar unas breves vacaciones y se han quedado años y años. Porque Tánger es un cuenco que te contiene, un lugar sin tiempo».

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