1 ...6 7 8 10 11 12 ...24 En cierto modo, la amistad y la tolerancia y el respeto por el otro parecen el eje vital de Bowles: primero con su mujer, a la que siguió queriendo pese a su constante carácter enamoradizo, pero también habría que citar a la persona que le cuidó durante treinta años, Abdelouahid Boulaich, al escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, que tanto divulgó su obra en los años ochenta, y antes a sus grandes colegas Gore Vidal, Luchino Visconti, Orson Welles, John Huston y Capote. Este también destacó más la obra de Jane —un genio por descubrir, afirmó, asombrado de que no le llegara su debido reconocimiento— que novelas como El cielo protector —«enormemente tenue», dijo en una carta a un amigo—, y se preocupó por la pareja cuando, en 1958, fueron expulsados de Marruecos y tuvieron que regresar a Nueva York con grandes apuros económicos.
Los Bowles, en efecto, tuvieron problemas con las autoridades tangerinas, pero pudieron reanudar su vida en África, el continente al que Paul dedicó libros de no ficción como Cabezas verdes, manos azules (1963), Memorias de un nómada (1972) y Diario de Tánger 1987-1989 (1991). Su casa allí siempre estuvo abierta a toda clase de artistas: The Beatles, Sartre, Ian Fleming…, y siempre consideró el Sahara, como dijo en una entrevista, «el lugar más bello del mundo, precisamente porque no hay nada. El cielo tiene luz, pero no es verdad, no esta allí, sólo está la noche, siempre. Lo que más me impresionó de Tánger cuando vine por primera vez fue una ciudad en la que pasaban cosas constantemente y donde la hechicería horadaba sus túneles invisibles en todas direcciones». El mismo cielo que lo protegió y fue testigo de su larga existencia, la misma hechicería que conmemora ahora su posteridad literaria.
Ray Bradbury: escribir para no morir
En 1949, Ray Bradbury toma un autobús y tarda cuatro días en atravesar los Estados Unidos; su objetivo: buscar editoriales en Nueva York para publicar los relatos a los que ha ido dando forma, desde que la revista Amazing Stories , pionera en lo que se dio en llamar science-fiction , le cautivara desde niño. Toda una vida más tarde, en la introducción de El maravilloso traje de color vainilla (Minotauro, 2003), que incluyó tres obras teatrales, dio una definición de su género predilecto: «La ciencia ficción es lo que le ocurrió a la magia cuando pasó por las manos de los alquimistas y se convirtió en historia futura». Pero a Bradbury no le sería fácil consagrarse a ella: sin dinero para ir a la universidad, en 1938, tendría que vender periódicos en la calle durante tres años en Los Ángeles, ciudad a la que su familia se había trasladado cuatro años antes desde su natal Waukegan, ciudad ubicada en el condado de Lake, en el estado de Illinois.
Alquilando una Underwood o una Remington en la sala de mecanografía de la biblioteca de la Universidad de California, a razón de diez centavos la media hora, lleva al papel su desbordante imaginación y concibe «El bombero», primer borrador de Fahrenheit 451 , que escribirá en nueve días a todo gas y se publicará en 1953. El argumento de la novela —popularizado gracias a la adaptación al cine de François Truffaut, en 1966, con Julie Christie y Oskar Werner como protagonistas— era tan fantástico como crudamente premonitorio: la lectura está prohibida en un futuro indefinido, y los bomberos, en vez de apagar fuegos como antaño, se encargan de quemar las casas donde se esconden libros (el título alude a la temperatura a la que arde el papel). El poder político quiere igualar así a todos los ciudadanos para que obedezcan sin pensar por sí mismos, teledirigiéndolos mediante programas que surgen en las pantallas instaladas por doquier. El bombero Montag cede a la tentación de abrir un libro, lo que será el comienzo de su huida al campo, donde conocerá a otros exiliados, los Hombres-libro, capaces de memorizar un volumen entero para garantizar la pervivencia de la cultura y la libertad.
Una historia que tratase la censura en tiempos de McCarthy, quien ordenó la retirada de ciertos libros de las bibliotecas por «corruptos», no iba a ser fácil que viera la luz. Bradbury detalla la génesis de la novela y estas dificultades en el postfacio de la edición especial que Minotauro lanzó por los cincuenta años del libro en el 2003. En verdad, Fahrenheit 451 fue acumulando rechazos hasta que apareció un editor que preparaba una revista que daría que hablar, Playboy , y allí, entre chicas desnudas y las llamas de los libros prohibidos, emergería de forma definitiva la carrera literaria de este gran hombre cuya actitud frente a la literatura, desde que empezara a publicar cuentos en revistas y viera la luz su primer libro, Carnaval oscuro (1947), adquiere un carácter cada vez más valioso en el mundo cultural contemporáneo, presionado por el mercado y las etiquetas. Pues su integridad radica en algo obvio pero fundamental: la fidelidad a sí mismo por encima de cualquier otra cosa, y con una disciplina y regularidad increíbles desde que, a los doce años, recibiera una máquina de escribir con la que se propuso cada día redactar al menos mil palabras el resto de su vida, teniendo claro muy pronto que el único fracaso en el arte consiste en detenerse, en abandonar.
Pero, antes de esa obra, Bradbury ha ido escribiendo una serie de textos dispersos sobre una conquista fantasmagórica de Marte ambientada en 1999 y que acabarán por cobrar forma gracias a ese viaje a la Gran Manzana, al sugerirle su agente y un editor que, curiosamente, se apellidaba igual que él, que formara un libro de carácter unitario. De allí Bradbury volvería con dos contratos: el de una reunión de cuentos, El hombre ilustrado , más el de Crónicas marcianas . Jorge Luis Borges, no demasiado dado a atender obras contemporáneas en su edad madura, se quedaría prendado ante esta joya de la ciencia ficción: «¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?», escribió.
Ya con un nombre hecho, Bradbury se interna en otros proyectos igualmente asombrosos, como Sombras verdes, ballena blanca , un trozo de su vida, una memoria literaturizada de su estancia en el Dublín de 1953, donde trabajó en el guion de la película Moby Dick (1956), con Gregory Peck y Orson Wells. La novela —concebida también primero como un libro de cuentos— era el testimonio inquietante de un hombre ante una sociedad que le sorprendía continuamente: al comienzo, en pleno invierno, el protagonista se siente extraño y solo en una tierra lluviosa, en una ciudad gris, pero en ese momento comienza a descubrir, gracias a un grupo de pintorescos personajes que frecuentan una taberna, el carácter irlandés: una personalidad cínica, ingeniosa, obsesionada por el alcohol, y sobre todo, basada en la amistad y en el compañerismo. Por eso, a veces es fácil percibir un aliento de nostalgia en ese recuerdo del autor, de aquella bohemia llena de historias increíbles, de situaciones cómicas que se mezclan con descripciones de un entorno siempre verde o de un pensamiento romántico. Bradbury, además de reflejar fielmente la geografía urbana dublinesa y de subrayar con gran precisión los valores del alma irlandesa, introducía otro testimonio interesantísimo: su relación con el director de la película, John Huston, cuyas imprevisibles acciones trastornaron los siete meses de trabajo que necesitó el escritor para adaptar la obra de Herman Melville al cine. La historia de amor-odio entre ambos recordaba mucho a una película, Cazador blanco, corazón negro , de Clint Eastwood, que, a su vez, era el reflejo de un caso paralelo: el rodaje de La reina de África pocos años antes en tierras de Kenia y del conflicto entre Huston y su guionista. Las narraciones eran idénticas, pero estaban filtradas mediante dos lenguajes distintos, en dos lugares distintos.
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