Antonio Montesinos Gilbert - El fruto de la vida diversa

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El poeta, crítico literario, narrador y ensayista Toni Montesinos reúne todo lo que ha escrito sobre autores norteamericanos, lo que hace de este libro un complemento de «La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana» (2013). «El fruto de la vida diversa» recoge, con el estilo ameno y apasionado que caracteriza al escritor barcelonés, a un centenar de autores norteamericanos que abarcan doscientos años de literatura estadounidense y que aparecen ordenados alfabéticamente. El autor ofrece, de esta manera, textos que responden a más de veinte años de lecturas y que constituyen un enorme y diverso caudal artístico, visto, además, con conciencia desmitificadora. Y es que, por el simple hecho de venir del país de donde vienen, muchos autores estadounidenses ya traen desde los medios de comunicación y el mundo editorial un halo de sofisticación, alabanzas hiperbólicas y mercadotecnia que Montesinos trata de cuestionar en pos de ofrecer una mirada honesta, justa y cercana tanto al lector de a pie como al especializado.

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Tanto en sus libros de fuerte calado fantástico como en otros de tinte más realista como el dedicado a Irlanda, Bradbury siempre se vio como un escritor apasionado y no intelectual, sabiendo contagiar entusiasmo por una labor en la que, a su parecer, la relajación y el inconsciente son esenciales, como afirmó en Zen en el arte de escribir (Minotauro, 1995): «Si no escribiese todos los días, uno acumularía veneno y empezaría a morir, o desquiciarse, o las dos cosas. Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya». Escribiendo, en su caso, otro tipo de realidades: las propias de la ciencia ficción. Y además con una fe en sí mismo firme y conmovedora, que le llevaría a una escritura preñada de metáforas y poesía y ahondamiento en el alma y psique humanas. Por algo afirmó, en la nota final a Algo más en el equipaje (Minotauro, 2002): «Tarde en la vida, descubro que he estado siempre bajo un chaparrón de metáforas». De tal modo que, como advirtió, «el noventa y nueve por ciento de mis cuentos eran pura imagen, influidos por el cine, las tiras cómicas dominicales, la poesía, los ensayos y las detonaciones de Oz, Tarzán, Julio Verne, el faraón Tutankamón y sus correspondientes ilustraciones».

Manifiestos por entregas podrían ser los aludidos ensayos de Zen en el arte de escribir , publicados entre los años 1961-1990. Tanto de vida como de arte, porque para el autor son dos cosas inseparables, que se confunden. Vivir es un privilegio y no un derecho, y por tanto, la celebración ha de ser perpetua. Mediante esta dicotomía, desde el prefacio (lo escribía un hombre de setenta y cinco años) hasta la sección final del libro, donde incluía varios poemas que versaban sobre la creatividad, nos llegaba un artista que enfocaba su obra con garra y entusiasmo, para trabajar divirtiéndose, que se burlaba de la comercialidad y de los escritores agónicos, que reivindicaba la «Historia de las ideas» (la ciencia ficción), y, sobre todo, el hecho de que todas esas ideas están dentro de nosotros, en una memoria escondida y llena de poesía. Todo este caudal inagotable de proposiciones iba dirigido de un modo directo al lector, retándole a explotar su fantasía y a sentirse siempre como un niño, sugiriéndole técnicas de escritura. En una de ellas, afirmaba escribir a partir de una lista de palabras que su inconsciente le dictaba y que luego él unía hasta elaborar un relato en muy pocas horas. En la rapidez, según su criterio, estaba la verdad, y ese Inconsciente (él lo llama Musa) hay que saciarlo de impresiones y experiencias, conjugando realidad y recuerdo. «Hacer es ser. / Haber hecho no basta. / Abarrotarse de hacer: ese es el juego», dice en uno de sus poemas, auténticas declaraciones de intenciones de una filosofía tan sencilla como rica, basada en la reflexión diaria, en la actividad continua. Hacer de la memoria una historia nueva. Abarcarlo todo, abrir los ojos y llenarse de vida para crear otra distinta: la interior, la literaria.

Tal cosa se hace evidente en Crónicas marcianas , en la que los astronautas que pisan el Planeta Rojo, venidos de una Tierra al borde de la extinción, encuentran una sociedad que reproduce la vida humana veinte años atrás, en una suerte de viaje a una pesadilla; en un momento dado, por ejemplo, un viajero del espacio se reencuentra con su familia virtual en Marte y se va a dormir, de forma escalofriantemente natural, a su viejo cuarto de niño. Los colonos, desde enero de 1999 hasta octubre de 2026, no parecerán salir de los salones de su casa y, sobre todo, de sus temores más hondos. Visto lo cual, no extraña que el editor coruñés Francisco Porrúa lo eligiera para iniciar el camino de la editorial Minotauro, en Buenos Aires (se nacionalizaría argentino), para la dicha de los lectores en español (lo tradujo él mismo, con pseudónimo), a partir de una edición que ya contaba con el memorable prólogo de Borges a la traducción de 1955.

En suma, el miedo psicológico que inspiran las historias de Bradbury parte de lo que somos y nos rodea. El marciano no es una criatura monstruosa, sino el reverso del humano: lo fantasmal, lo invisible, lo peligroso. Ese mundo nuevo tendrá que ser invadido, conquistado y controlado por hombres que han de reinventar un mundo ya existente, destruyendo para construir, copiándose a sí mismos para extender sus hábitos sin un proceso de mejoría. En «La elección de los nombres», los colonos renombran los lugares con los nombres habituales que les rodeaban en Estados Unidos: las colinas, los pueblos e incluso los cementerios, hasta que lo burocrático se yergue en el patrón fundamental: todo se cataloga, y es entonces cuando nuevas oleadas de habitantes ocupan el planeta: «Llegaron en grupos, de vacaciones, para comprar recuerdos de Marte, sacar fotografías o conocer el ambiente; llegaron para estudiar y aplicar leyes sociológicas; llegaron con estrellas e insignias y normas reglamentarias, trayendo consigo parte del papeleo que había invadido la Tierra como una mala hierba, y que ahora crecía en Marte casi con la misma abundancia». Así, el que escapa del mundo conocido funda el mismo mundo conocido. La historia, los errores se repiten. En Marte o en un vecindario con tintes de sociedad totalitaria y asfixiante. Ese Bradbury que combina mirada a otros mundos posibles e introspección emocional es insuperable, y ese tratamiento lo acercaba tanto como lo alejaba de toda una tradición literaria sobre el Planeta Rojo desde que H. G. Wells publicara La guerra de los mundos (1898), novela en la que se recreaba una invasión marciana. Pero sin duda Bradbury también conocería al Edgar Rice Burroughs, el autor de Tarzán, de Una princesa de Marte , con un planeta lleno de canales y monstruos, y su héroe John Carter, a lo que se añadiría la historia que en 1934 aparecería por entregas en Nueva York con el título de La Conquista de Marte de Edison , de Garret P. Serviss, en donde el científico lanza un ataque a los marcianos. Ya más adelante, llegarían otros autores como K. S. Robinson, con su Marte rojo , enmarcado en el siglo XXI, Philip K. Dick, con Tiempo de Marte , con un niño esquizofrénico como protagonista que, a la vez, representa toda una esperanza para la humanidad, y Arthur C. Clarke, con Las arenas de Marte , en que unos colonos se empeñan en transformar la naturaleza del planeta, además de otro muy significativo, Stanisław Lem, que debutó con el relato «El hombre de Marte» (1946).

Había hecho bien Bradbury en mirar más allá de nuestra atmósfera. Su propio planeta tal vez no lo trató demasiado bien, si pensamos que el lugar donde vivió y trabajó durante cincuenta y cuatro años, la casa en que acondicionó una oficina en el sótano, desde finales de la década de los cincuenta hasta el año de su muerte, 2012, fue demolida. El responsable de ello fue su nuevo propietario, el prestigioso arquitecto Tom Mayne, que la compró por 1.765.000 dólares, en el número 10265 del acomodado barrio de Cheviot Hills, en Los Ángeles, y todo pese a que la casa estaba a punto de ser catalogada dentro de las edificaciones que, por su interés histórico, el ayuntamiento de la ciudad estaba en vías de proteger. Al parecer, legalidad en mano, la destrucción fue correcta, pero Mayne, presionado por tantas quejas de vecinos y admiradores del autor de ciencia ficción más querido de Estados Unidos (la casa, con sus paredes amarillas, era fácilmente reconocible), se planeó dedicarle alguna especie de placa a modo de recordatorio.

Arthur Bradford: amores perros

Cuando uno goza con un libro de género tan exigente como el cuento, y ese libro irradia el resplandor de eso que llaman voz propia, no resulta exagerado entusiasmarse ante el descubrimiento: ha nacido una estrella en el idolatrado firmamento yanqui, pero esta vez es de verdad, sin condicionantes adicionales. ¿Quieres ser mi perro? (Mondadori, 2004) es literatura con mayúsculas aunque esté firmada por un joven que hasta ahora había publicado unos cuantos relatos en revistas. Se llama Arthur Bradford (Maine, 1969), y su interesante biografía ayuda a entender esta eclosión de la parte de la sociedad estadounidense más marginal y su fantasía más desconcertante y absurda.

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