Vida de San Pedro
Antonio Marcos García
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Introducción
La propuesta
de una cristología
con Dios en el centro
El 20 de marzo de 2003 comienza la guerra contra Irak. El inicio de la misma está precedido por declaraciones dirigidas a toda la nación tanto de G. W. Bush como de S. Huseim. Es significativo constatar cómo ambos discursos acababan invocando el nombre de Dios; en este caso, el nombre del Dios cristiano y del Dios islámico. Quizá en este hecho pueda ser reconocida una verdadera metáfora de nuestro tiempo, que, lejos de los pronósticos de emancipación del programa ilustrado, se está desvelando, con todas sus posibles ambigüedades, como un comienzo de milenio religioso.
Ahora bien, la Europa hija de la Ilustración mira con recelo tal desenvolvimiento de la historia, constatando en las distintas religiones históricas particulares una peligrosa pretensión de universalidad que ha cobrado especial fuerza después de los acontecimientos del 11S en Nueva York, del 11M en Madrid y del 7J en Londres. Si hasta hace poco los puntos candentes de confrontación entre religión y Estado se situaban principalmente en el campo de la bioética (aborto, células madre, clonación…), ahora se ha producido un desplazamiento al trágico debate sobre el terrorismo internacional. Aquí han encontrado nuevos motivos de fundamentación los acérrimos defensores del laicismo: la religión sólo conduce a la barbarie. Es decir, si el terrorismo se alimenta del fanatismo religioso: ¿no debemos ver la religión como un factor arcaico, mitológico, irracional e intolerante?, ¿no debería obligarse a lo religioso a asumir la tutela de la razón universal?, ¿cuál es el balance que se puede hacer de la presencia de las religiones en la faz de la tierra?, ¿no sería tal vez su supresión el alba de un nuevo comienzo más humanizador? De esta manera, algunos llegan a ontologizar la raíz de la perversión: la religión es una realidad que nos arrastra al oscurantismo y a la barbarie.
No obstante, y por seguir acrecentando las contradicciones y las ambigüedades, sería importante que el laicismo militante nunca olvidara tener cierto cuidado con las nuevas divinizaciones. El tema de la religión es muy complejo y está inserto en lo más profundo de la condición humana. De hecho, cuando se ha intentado programáticamente barrer a Dios del horizonte de sentido del hombre, nuevos ídolos han hecho su aparición en escena. Ídolos divinizados que no son privativos de un solo bando, sino que tienen evidentes expresiones tanto en los movimientos burgueses de derecha como en los revolucionarios de izquierda. El largo siglo ideológico y burgués (1789-1914) ha evidenciado la prometeica tarea de un hombre divinizado que pretendía, sólo con sus manos, construir las más variadas Torres de Babel que pudieran alcanzar los umbrales del cielo. Así, como afirman M. Horkheimer y Th. W. Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, la Ilustración se vuelve totalitaria cuando, desde la dictadura de la idea («lo ideal es lo real y lo real es lo ideal»), violenta a la realidad a doblegarse a sus dictados. Por ello, desde el archipiélago Gulag hasta los campos de exterminio nazi, pasando por la evolución de un feroz capitalismo que reduce instrumentalmente al hombre, «la tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura»[1].
O de otro modo, el siglo de las luces ha dado paso a un siglo breve (1914-1991) que ha puesto de manifiesto todas las contradicciones inherentes al proyecto de emancipación ilustrado y que, para muchos, puede ser calificado como el siglo más sanguinario de la historia[2]. Parece que se hace cierta la frase de Goya de que «el sueño de la razón produce monstruos» y, con un trazo excesivamente grueso, también aquí podemos llegar a una pretendida ontologización de la raíz de la perversión: la autodivinización de la razón a la que llevó el proyecto ilustrado ha conducido a la humanidad, en no pocas ocasiones, a demasiados callejones sin salida y ahora sólo tenemos entre las manos un mundo desencantado que habita un nihilismo rastrero.
Por ello, ubicados en los escenarios de la historia, al teólogo le toca la sagrada tarea de pensar a Dios a la altura del tiempo, salvar a Dios de la continua tentación de manipulación por parte del hombre, mostrar cómo la confrontación con el misterio es capaz de producir una humanización que sólo es posible en relación con lo divino. En definitiva, evidenciar cómo la gloria de Dios nunca se alcanza a costa de la gloria del hombre ni viceversa; no, al menos, cuando hablamos del Dios de Jesucristo.
Así pues, al hablar del Dios de Jesucristo, la teología cristiana está posicionándose en su más profundo centro. En efecto, la muerte de la religión, que en gran parte viene determinada por el fanatismo y el fundamentalismo, sólo puede ser evitada, en lenguaje cristiano, con una adecuada articulación del binomio Dios y Jesús. Y esto porque «la pregunta cristológica central del Nuevo Testamento es precisar cuál es la relación de Jesús con Dios»[3]. De esta manera, creemos encontrar el principio formal que unifica la entera reflexión que ahora presentamos y que pretende dar lugar a una cristología teocéntrica. En efecto, el verdadero rostro de Dios sólo puede ser reconocido en Jesús de Nazaret; al mismo tiempo que las profundidades de conciencia de este judío del siglo I sólo se agotan si las relacionamos con Dios de quien vivió y al que sirvió a lo largo de su existencia terrena. Dios en Jesús y Jesús en Dios es la óptica formal que nos ayudará, a lo largo de los distintos capítulos, a evangelizar nuestras imágenes de Dios; conscientes de que la comunidad cristiana tiene que definirse permanentemente ante una alternativa: servir al Dios vivo y verdadero barruntado en el rostro de Jesús o servirse de un Dios fabricado a imagen de nuestros deseos y proyectos, un Dios humano, demasiado humano.
Capítulo 1
El problema de la cristología contemporánea: el Jesús de la historia y el Cristo de la fe
Para comprender este primer capítulo debemos ubicar el problema en su contexto histórico. La Ilustración, como fue definida por I. Kant, supone el emerger de un tiempo nuevo que se propone liberar al hombre de su incapacidad para pensar por sí mismo. Esto tiene su expresión más evidente en el desarrollo de la filosofía crítica. La historia de la filosofía había puesto de manifiesto la búsqueda y la pregunta por el ser, por el principio último de lo real. Ahora, si bien no se obvia dicha pregunta, se la sitúa en una cuestión previa: ¿está el hombre capacitado para esta empresa?, ¿su sistema intelectivo responde a la pretensión de poder conocer la realidad y sus implicaciones últimas? Se trata de una radicalización de la propuesta cartesiana al poner en duda no sólo aquello que se ha dado comúnmente por cierto a lo largo de la historia del pensamiento, sino la misma pretensión de que el hombre esté suficientemente capacitado incluso para el conocimiento. Así, el criticismo kantiano es una enorme construcción filosófica para detectar la forma de nuestro conocimiento y sus condiciones de posibilidad.
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