Ahora bien, aunque nos parece acertada la distinción entre histórico y real, Meier no llega a establecer unas conclusiones que nos resulten enteramente satisfactorias. En efecto, dicha distinción parece que se mueve en el ámbito cuantitativo, es decir, el Jesús real no es accesible porque es imposible históricamente recomponer la totalidad de sus dichos y obras. Sin embargo, el problema fundamental de toda la investigación histórica sobre Jesús tiene su clave de bóveda no en el ámbito cuantitativo, sino específicamente cualitativo. O de otra manera, la razón y los diversos instrumentales que ella reelabore para su justo uso nunca podrán agotar la totalidad del conocimiento. En este sentido, reivindicamos las posibilidades cognitivas del amor o de la fe[41]. Por ello, y al contrario de lo que opina Meier[42], los evangelios sí pretenden presentarnos al Jesús real porque ellos no interpretan esa realidad como acumulación cuantitativa de datos, sino como una experiencia vital que ha ganado el corazón y que es reconocible sólo en la fe. Creemos que aquí Meier confunde al Jesús real con el Jesús total. Indudablemente que el Jesús real no equivale al Jesús total que, por estar inserto en el ámbito del misterio, siempre mantendrá una infinita distancia del sujeto creyente.
Así pues, la polémica ilustrada acerca de la continuidad o discontinuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe sólo puede ser «superada» en la medida en que el discurso teológico rechace las condiciones previas que se imponen a dicho debate. Desde este presupuesto, la ciencia histórica no puede reducir la realidad en virtud del purismo del método, sino que tendrá que estar continuamente en un tentativo de búsqueda que no acabe reduciendo la inabarcable riqueza de la vida[43]. Por ejemplo, si preguntáramos si ha existido alguna vez en la historia un hombre que haya amado sin reservas, de modo incondicional y universal… el historiador se vería sobrepasado por la naturaleza misma de la pregunta. Pero, al mismo tiempo, la certeza de un amor que se haya manifestado realmente sólo podrá ser percibida a través de un hecho verificable en la historia y, en este sentido, entra en el campo de los objetos propios de esta disciplina. Ahora bien, la naturaleza del objeto propuesto impondrá a la ciencia histórica una reubicación de su método. Así, la pregunta por la existencia de un amor incondicionado tropieza con la imposibilidad de una verificación objetiva del mismo y empuja a la investigación histórica a un cambio de perspectiva.
El amor sólo es reconocible a través de aquellos que se han visto provocados existencialmente por él, que han sentido su influjo y han visto su vida envuelta en una dinámica de amor que superaba sus propias expectativas y previsiones. O de otro modo, hay acontecimientos vitales que sólo pueden ser objetivados o verificados en el interior de una corriente de tradición que es capaz de mantener vivo el influjo primero de tal evento. Y tal tradición se media inevitablemente en unos testigos que se han dejado transfigurar por el influjo primero:
«Así también, en el campo del conocimiento histórico existen hechos de cuya realidad es imposible juzgar acumulando probabilidades; se parecen a un relámpago que, independientemente de dónde se verifique, sacude de modo incondicionado. Este carácter de no equiparabilidad con la restante experiencia empírica es el que tiene el evento al que se refieren como fundamento de su propia existencia los que creen en Jesucristo»[44].
Desde esta óptica, el terrible foso del que hablaba Lessing tiene unas connotaciones muy distintas. Porque el amor sólo es verificable en la medida en que la persona es alcanzada por su influjo vital. O de otro modo, sólo se sabe del amor sintiéndose amado. El problema del Jesús de la historia y el Cristo de la fe se redimensiona si la teología reivindica la peculiaridad del objeto con el que trabaja y solicita métodos adecuados a dicho objeto[45]. Así, «la perspectiva teológica es la única justa al enfrentarse con la persona y la causa de Jesús»[46].
No obstante, queda una pregunta que no podemos obviar: ¿Cuál es la utilidad del Jesús histórico para la vida creyente? En palabras de Meier:
«Mi respuesta es clara: ninguna, si se pregunta sólo por el objeto directo de la fe cristiana: Jesucristo, crucificado, resucitado y ahora reinante en su Iglesia. Este Señor ahora reinante es accesible a todos los creyentes, incluidos los que nunca, ni un solo día de su vida, estudiaran historia o teología. Sin embargo, mantengo que la búsqueda del Jesús histórico puede ser muy útil si aquello por lo que se pregunta es la fe que trata de entender; o sea, la teología, en un contexto contemporáneo»[47].
En efecto, la utilidad de la investigación crítica sobre el Jesús histórico tiene un interés dialogal en el actual contexto posilustrado. De esta manera, la teología trata de mostrar con credibilidad, ante los interrogantes del hombre contemporáneo, que el fundamento del cristianismo no se cifra en un mito o en un arquetipo ideal de humanidad. Al origen de la fe pascual encontramos la provocación de un hombre concreto de carne y hueso, que vivió en la Palestina del siglo I y que, después de un breve ministerio público, fue crucificado. Pero al mismo tiempo, y esto es determinante, el objeto de la teología nunca podrá quedar reducido a este Jesús histórico, sino al Jesucristo real que sólo podemos encontrar en la comunidad creyente. Porque el único criterio normativo para nuestra fe son los textos neotestamentarios donde se ha objetivado la revelación de Dios en Cristo.
Así, la intencionalidad de los evangelios es devolvernos una realidad que sólo es accesible con los ojos de la fe; o de otra manera, los evangelios tienen la pretensión de verdad de que el judío Jesús es el Hijo de Dios bendito[48]. Por tanto, la mirada de fe nos ayuda a trascender lo empírico e inmediato para descubrir «lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni el corazón humano imaginó» (1Cor 2,9):
«Nunca ninguna ciencia, ni veinte siglos de acreditación del cristianismo, harán manifiesto que un judío era el Hijo de Dios, Dios en persona. La fe no es sólo la cualificación que Dios da a quienes no fuimos contemporáneos de Jesús para que podamos creer en él sin haberle visto sino que es la cualificación ontológica para que podamos conocerle a él como Dios, en sí mismo y en su figura histórica. Dios, cuando se da a conocer, crea la figura exterior proporcionada y la luz interior proporcionante»[49].
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