Si no se han producido avances en materia de buen gobierno del territorio, se ha debido en gran medida a la falta de voluntad política para impulsarlos desde la escala regional, aunque en este caso también se haya incorporado a los documentos toda la retórica sobre la gobernanza y el desarrollo sostenible.
La Comunitat Valenciana ha seguido durante más de dos décadas los pasos de la mayoría de comunidades autónomas españolas. Mientras que en unos pocos casos se han producido avances significativos en favor de una mayor coherencia y desarrollo territorial sostenible, en la mayoría no ha sido más que pura formalidad. Por lo general, la publicidad de normas, estrategias y directrices no se ha acompañado de la voluntad política imprescindible para desarrollarlas y solamente en algunos ejemplos esa voluntad política es manifiesta. En el primer supuesto, las dinámicas territoriales han evolucionado sin guardar relación alguna con los principios y orientaciones que muchas de esas directrices y planes supuestamente perseguían. A ello se suma la utilización de figuras específicas al margen del planeamiento que han contribuido, aún más, a desvirtuar y eludir las figuras tradicionales de planeamiento. Por el contrario, cuando desde la escala regional ha existido una clara voluntad política de trasladar principios de buen gobierno y de coherencia territorial, los progresos han sido apreciables. La Comunitat Valenciana ha sido un destacado ejemplo de comunidad autónoma que, a la vez que desplegaba una gran profusión normativa en favor de la ordenación del territorio, asistía al mayor periodo de saqueo y desgobierno territorial de nuestra historia reciente.
5.3 El gobierno del territorio en las regiones urbanas y metropolitanas
Los procesos ocurridos en España no son diferentes, pero no se han desarrollado hasta el momento mecanismos de buen gobierno capaces de abordar de forma satisfactoria los evidentes desajustes existentes entre estructuras administrativas pensadas para resolver problemas del siglo XIX y las dinámicas territoriales de la segunda década del siglo XXI. Con la excepción del área metropolitana de Barcelona, la experiencia de Vigo y algunos planes territoriales metropolitanos, como el anunciado en 2016 por el Gobierno regional de la Comunitat Valenciana, el caso español constituye una excepción en el conjunto de países de nuestro entorno. Los ejemplos cercanos de Alemania, Francia, Reino Unido o Italia son buena muestra de la variedad de iniciativas recientes impulsadas al respecto (Hildenbrand, 2017). Por el contrario, las dificultades para impulsar planes territoriales coherentes a escala metropolitana, o promover proyectos conjuntos, los desencuentros institucionales y la fragmentación administrativa prevalecen en España sobre la todavía escasa relación de buenas prácticas.
Apenas disponemos de algunos ejemplos de iniciativas de cooperación metropolitana que vayan más allá de la gestión mancomunada de algunos servicios básicos y de algunas propuestas de ordenación en algunas ciudades centrales y su área inmediata de influencia, pero en materia de ordenación y gestión del territorio no ha sido posible superar el modelo tradicional de base municipal salvo en muy contadas ocasiones. No se dispone de indicadores fiables a escala metropolitana; tampoco de marco jurídico adecuado. Pero sobre todo no existe tradición ni cultura política de cooperación, y esta circunstancia es probablemente el mayor impedimento para favorecer experiencias de gobernanza democrática. Por razones muy diversas, con las excepciones antes señaladas, ninguno de los tres factores necesarios para favorecer la gobernanza metropolitana (voluntad de cooperación de los actores implicados, existencia de estructuras que incentiven la cooperación y capacidad de liderazgo político) ha concurrido hasta ahora en España.
No hemos contado con instrumentos adecuados de gobierno del territorio, y en esa indeterminación política y normativa los gobiernos locales (contando con la cooperación imprescindible de muchos gobiernos regionales) han desarrollado su planeamiento con desmesura y sin coherencia. Ha faltado enfoque estratégico, voluntad política e impulso de planes territoriales capaces de superar las visiones sectoriales y con capacidad para integrar las políticas en visiones más globales. El hecho de que las comunidades autónomas tuvieran en sus inicios necesidad de legitimarse políticamente ayuda a explicar, en el caso español, la inexistencia de espacio político e institucional suficiente para haber desarrollado en el pasado formas «tradicionales» de gobierno en la escala metropolitana. Pero no lo justifica.
Pero las dinámicas territoriales y los cambios sociales, económicos y tecnológicos desarrollados desde la década de los noventa, asociados a un contexto crecientemente globalizado, han evidenciado, a la par que un creciente protagonismo de las regiones urbanas y de los lugares, como ha quedado de manifiesto, una marcada necesidad de acordar estrategias compartidas en la escala adecuada y entre los actores concernidos. Y la escala más adecuada para impulsar una nueva generación de políticas públicas que implicaran avances sustanciales en el ámbito de la cohesión territorial no es la municipal. Las ciudades y las regiones metropolitanas han crecido, y pueden hacerlo aún más, como actores políticos, hasta el punto de que si prescindiésemos de la imagen de los mapas con límites municipales tradicionales, podríamos confeccionar otra cartografía más real articulada en torno a indicadores, actividades o flujos, lo que en el caso de Valencia afecta a más de 1,8 millones de habitantes.
La propia evolución política y el cambio social aconsejan, además, el predominio de los enfoques estratégicos, de los progresos apreciables en la cultura política del acuerdo y de formas de practicar una democracia más participativa en los procesos de toma de decisiones. La mejor solución no reside en la sucesiva ampliación de los ámbitos de gestión, ni en la obsesión por acotar espacios competenciales entre distintos gobiernos, ni siquiera en el establecimiento de planes sectoriales jerarquizados que operan «en cascada», sino en la capacidad de los actores estratégicos presentes en cada territorio para profundizar en los principios de lo que hemos convenido en denominar gobernanza democrática (Romero y Farinós, 2011).
El reto fundamental que se presenta para las áreas urbanas y metropolitanas en esta nueva etapa es ser capaces de reducir la brecha existente entre necesidades y nuevos valores, de una parte, y capacidades institucionales, de otra. El progreso de valores y enfoques es significativo. Más difícil resulta, sin embargo, encontrar las vías adecuadas para reforzar las capacidades de los actores y responsables públicos que faciliten progresos en materia de buen gobierno, dando contenido a competencias que son por definición «horizontales». Porque estos procesos, ya se ha dicho, son de naturaleza política y, aunque desde ámbitos académicos y profesionales puedan sugerirse formas e instrumentos para mejorar la gobernabilidad democrática, es desde la política desde donde pueden impulsarse las soluciones. De ahí que no existan fórmulas intercambiables; estas dependerán del propio contexto, la cultura política, la tradición democrática y la capacidad de liderazgo existentes. El ejemplo de Alemania demuestra a la perfección que es fundamental la creación de distintas formas de coordinación y cooperación en función de los contextos específicos existentes en cada caso (Hildenbrand, 2017).
No hay impedimento legal alguno para impulsar iniciativas políticas que tengan en cuenta la escala metropolitana. El propio bloque de constitucionalidad y las reiteradas sentencias del Tribunal Constitucional facultan a las comunidades autónomas para poder impulsar este tipo de instrumentos normativos sobre la base del principio de coordinación. Sin menoscabo del respeto a la autonomía municipal, pero con capacidad de redactar normas vinculantes que establezcan la obligatoriedad de que el planeamiento municipal se adapte a las directrices básicas a escala supramunicipal e incorpore en su categorización del suelo no urbanizable de especial protección, zonas definidas con la coherencia requerida para el conjunto de las áreas periurbanas. Solamente en esa escala y con ese tipo de instrumentos se podrían abordar planes integrales de protección de espacios agrícolas periurbanos, como las huertas históricas, y desarrollar políticas metropolitanas de transporte, de depuración integral de aguas, control de vertidos, planes de modernización del regadío tradicional, iniciativas de coordinación de polígonos industriales y dotación de servicios, así como planes incentivadores de agricultura y ganadería biológica o de protección del patrimonio y los paisajes culturales, o ambiciosas iniciativas de promoción económica, como ocurre en otras áreas metropolitanas europeas. Por otra parte, planes territoriales a escala subregional son igualmente imprescindibles para ir dando coherencia territorial a políticas sectoriales y a planes municipales de ordenación urbana, para incorporar valores y visiones inspiradas en una nueva cultura del territorio.
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