Varias Autoras - Las trincheras de los cuidados comunitarios

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Las trincheras de los cuidados comunitarios: краткое содержание, описание и аннотация

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El cuidado comunitario es una buena defensa que tienen las mujeres mayores para resistir los embates de lo que ha significado una vida dedicada al cuidado de los demás: de sus hijos e hijas, de su marido, de sus nietos y nietas, de sus familiares. Esta atención hacia otras personas estructura la vida de las mujeres, condiciona sus tiempos, sus actividades, su participación en la sociedad. Los clubes proporcionan un espacio y un tiempo que las mujeres pueden dedicar a ellas mismas. Comparten actividades, vivencias, deseos y frustraciones; por unas horas abandonan su cotidianidad dedicada a los demás, para ser ellas las protagonistas.

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Menara

Hacia fines de 2015 me vi fuertemente compelida a reflexionar sobre las complejidades del cuidado en el envejecimiento femenino. Mi madre enfermó de cáncer y, con mis dos hermanas, nos hicimos cargo de cuidarla, asistiendo a mi padre que pese a sus grandes esfuerzos y genuinas intenciones, pasó toda una vida sin cuidar y carecía de herramientas para hacerlo (y menos en una situación tan delicada).

La tarea fue de las más difíciles. Mis hermanas y yo tuvimos que hacer malabarismos para atender simultáneamente nuestras actividades productivas. Dos no vivíamos en Brasil, donde residían nuestros padres; la que sí vivía tenía su casa a más de mil kilómetros de distancia. Nos convertimos, así, en cuidadoras multisituadas, viajando muchísimos kilómetros cada mes. Pero, además, tuvimos que enfrentar la resistencia de mamá. Primera generación universitaria de su entorno, ella se diferenció de las mujeres precedentes en su linaje familiar rechazando tajantemente que el cuidado (de personas y doméstico) debiera ser una obligación femenina. Se propuso educarnos –a las hijas– para no asumir al cuidado como un fatum. En coherencia con estas máximas, se negaba a aceptar ser cuidada por nosotras en la enfermedad. Esto generó una profunda reflexión familiar sobre cómo hacernos cargo de sus necesidades sin lastimar aquello que ella entendía como su principal legado para nuestra libertad femenina. Tras la muerte de mamá, a fines de 2017, conté estas experiencias a Herminia, buscando su escucha amiga. Abrazándome en este proceso, ella me invitó a integrar el proyecto que origina este libro, transformando mi experiencia con mi madre en reflexión antropológica.

Si bien fuimos incentivadas por estas historias personales que nos impelieron a indagar antropológicamente sobre las mujeres, los cuidados y el envejecimiento, el contexto chileno actuó como un catalizador de nuestra entrada a este campo de estudios. Nuestras reflexiones personales coincidieron con un momento en el que los datos sociodemográficos apuntaban a la aceleración del proceso de envejecimiento en Chile. Además, el discurso político sobre el tema estaba en pleno cambio: de enunciados reconocedores de que estábamos en camino a convertirnos en un país envejecido, a otros que aludían al envejecimiento de la población como un hecho.

Fue el conjunto de nuestras constataciones personales, aquellas derivadas de los resultados de investigación que había dirigido Herminia, unidas a las que observábamos cotidianamente en el contexto social y político, lo que nos impulsó a centrarnos en el estudio del proceso de envejecer de las mujeres mayores.

Pero, para invitarles a surcar por los laberintos y ambigüedades de las experiencias del envejecimiento femenino, llamaremos a sumarse a esta conversión a una de nuestras colaboradoras en el estudio que fundamentó esta obra. Se trata de Lucía, mujer de 73 años que, con generosidad infinita, nos compartió su historia. Desde su perspectiva, y como ella sintetiza en las frases del epígrafe que abre esta Introducción, veremos que envejecer implica unir todas las existencias de una vida, poner todas las edades en una sola y mirarlas desde el momento presente. Es decir: un cruce de fronteras entre diacronía y sincronía que permite a los sujetos reestructurar los sentidos de su propia trayectoria. Para introducir fehacientemente esta dimensión dialéctica del envejecimiento y las otras que, en conjunto componen el hilo conductor analítico y etnográfico de este libro, retomaremos las luces y sombras que emergen de la vida de Lucía. Sus experiencias del cuidado, enunciadas desde sus propias palabras, serán el punto de partida de este volumen: un camino hacia comprender el significado del cuidado comunitario autogestionado por mujeres como Lucía en los clubes de personas mayores en Santiago de Chile.

Lucía

Mi infancia, con mi familia, siempre fue en Santiago Centro. Ahora me doy cuenta de que siempre he vivido en la misma comuna. Allí, en la casa en la que nacimos mis hermanos y yo, vivíamos con mi abuela, mi abuelo y mi mamá. En total, éramos tres hombres y tres mujeres. Mi papá era cortador de cuero, trabajaba en una fábrica de zapatos. Él murió cuando yo tenía ocho años. Estuvo en cama desde que tengo uso de razón. Se pegó en una rodilla, y nunca se la vio y después tenía como una pelota grande, llena de pus. Murió en el Hospital San José, cuando yo tenía ocho años. Mi mamá tejía en el telar, vendía ponchos, y lavaba ropa ajena. Con eso, ella nos crió. Mi abuelo compraba y vendía cajas de zapatos a las fábricas. Mi abuela recomponía a la gente que se quebraba los pies, las manos, cualquier cosa; veía a las guaguas, les daba remedios. En ese entonces con esos trabajos se vivía.

Como vivíamos con mi abuela, mi mamá no pagaba arriendo, pero le cocinaba a ella y a mi abuelo. En esa casa, andábamos todos los hermanos juntos. No nos cuidaban mucho. Yo creo que por eso mi hermano, el que es 12 años mayor que yo, no quiso hacerse cargo de nosotros. En cuanto pudo, se casó y se fue. Pensándolo bien, mi relación con mis hermanos no era buena, no sé lo que pasaba. Hasta ahora es así. Parece como si no fuéramos hermanables. Yo pienso que es porque mi mamá nos mandaba a que los cuidáramos, que los paseáramos en brazos, y nosotras éramos muy chicas para esa responsabilidad. Yo creo que por eso estamos medias resentidas. ¡Sí!, eso nos pasó. Yo tuve que cuidar a dos hermanos menores. En ese tiempo no tenían coche, había que andar trayéndolos en brazos, darle el almuerzo, mudarlos. Nos encargábamos de todo el cuidado de ellos mientras mi mamá lavaba y tejía. Así que no fue una niñez muy buena. Aunque jugábamos igual, pero para eso dejábamos a los cabros en el suelo, para poder jugar.

Recuerdo que a los siete años comencé a ir al colegio, cuando entré a la básica. Primero estudié con las monjas y después me trasladaron a un colegio público que estaba a la vuelta de mi casa. Cuando comencé a ir al colegio, no sé cómo hacía mi mamá, pero ella lavaba, tejía y cuidaba a mis hermanos. Yo no la podía ayudar. A veces, incluso, nos íbamos a los columpios. Eso sí, nunca dejé de ir al colegio, me gustaba mucho. Tuve la misma profesora de primero a quinto básico y si yo no sabía algo, ella me llevaba a su casa, me enseñaba todo. Me gustaba esa profesora, todas las profesoras de aquel tiempo eran súper buenas. En ese tiempo nos enseñaban economía (en la asignatura denominada “Educación para el hogar”) también para hacer almuerzo, pan, trabajos manuales como tejer, hacer cosas, no como ahora que no les enseñan nada.

Cuando ya tuve diez años empezamos a trabajar mi hermana y yo. Íbamos a la vuelta de la casa, con una señora que tejía chalecos a máquina. Yo bobinaba la lana. Mi hermana cosía y planchaba. Eso fue lo que ella nos dijo que hiciéramos, pues había que trabajar para ayudar a mi mamá. Cuando terminamos la básica, a los 13 años, entramos con mi hermana a una fábrica de zapatos. Después de un tiempo me hicieron contrato. Trabajé como 12 años en la empresa. Luego entré a trabajar a una empresa donde hacían tubos para juguetes. Hacían de todo ahí. En esa empresa trabajé seis meses, pero tuve que retirarme de trabajar porque mi mami cayó en cama, y quedó tiesa, tenía que mudarla, darle la comida en la boca; por eso dejé de trabajar a los 25 años. En total, fueron diez años cuidándola. Y la verdad es que nunca supe qué era lo que tenía. Solo sé que la cuidé sola. Mi hermana decía que ayudaba, pero cuando se necesitaba su ayuda no estaba. Nunca, nadie, se preocupó de llamarle un médico, o de llevarla al consultorio. Mis hermanos, menos todavía. Así que, yo estuve sin trabajar durante diez años, cuidando a mi mamá, y viviendo con ella.

A mi marido, para mi mala suerte, lo conocí en la casa de una tía. Y a los 17 años, me casé. Antes, a los 21 se era mayor de edad. Por eso, tuvo que ir mi mamá a dar el permiso. Al principio yo no lo tomaba en cuenta porque era chica, tenía como 14 años. Él no me gustaba, y creo que nunca me gustó. Quería salir de la casa nomás. Anduvimos como cuatro años antes de casarnos, y cuando lo hicimos nos fuimos a vivir juntos con su familia. Allí me di cuenta de que su familia era peor de la que yo tenía. Eran todos buenos para el trago. Cuando se armaba la pelea, era cosa seria. Eran alcohólicos. Por tanta pelea, una vez me llevé a mis tres hijos y me fui. Me fui de la casa de mi marido, a la de mi hermana. Nunca más volvimos. Él iba a ver a los niños a veces, pero tampoco les daba nada. Todo lo tenía que aportar yo. Además, mi marido se murió joven, a los 46 años. Así que, por una cosa y por otra, yo crié a mis hijos sola. En realidad, mientras yo trabajaba en la fábrica, era mi mamá quien cuidaba a mis hijos. Luego que ella se enfermó, la empecé a cuidar yo.

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