Mario Vázquez Olivera - México ante el conflicto Centroamericano - Testimonio de una época

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México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante la década de los años ochenta, México se vio afectado de distintas maneras por el escalamiento del conflicto centroamericano. En la frontera sur, los combates se acercaron de manera peligrosa a territorio nacional. Por varios años perduró el temor de que estallara una guerra generalizada en el istmo que incluso involucrara contingentes militares de Estados Unidos y Cuba. Miles de salvadoreños y guatemaltecos llegaron a nuestro país en busca de refugio. En este contexto, el gobierno mexicano jugó un papel activo en función de propiciar soluciones políticas a la confrontación, aunque sin declinar su respaldo a las fuerzas progresistas del área, cuya participación en dicho esfuerzo consideraba indispensable para poder alcanzar acuerdos de paz efectivos y duraderos. A la vez, amplios sectores de la sociedad mexicana respaldaron de manera entusiasta los procesos revolucionarios de Nicaragua, El Salvador y Guatemala. En este sentido, México no fue un actor neutral. Su involucramiento en el conflicto centroamericano tuvo alcances que sólo se equiparan al apoyo prestado a la República Española durante la Guerra Civil de 1936-1939. Los textos reunidos en este volumen dan cuenta de ello y abren nuevas rutas para el análisis de aquella coyuntura de nuestra historia reciente

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Como signatario de las Convenciones Interamericanas de asilo, la de La Habana (1928), la de Montevideo (1933) y la de Caracas (1954), a lo largo del siglo XX el gobierno mexicano construyó una sólida tradición de dar protección a los perseguidos de los regímenes políticos autoritarios, por lo que México se convirtió en tierra de refugio para españoles, chilenos, argentinos, uruguayos, guatemaltecos, nicaragüenses y salvadoreños. La tesis mexicana que se aplicaba era en el sentido de que el asilo era una institución humanitaria y que cuando un embajador pedía instrucciones para dar o no asilo, la Cancillería debía preguntarle a ese mismo embajador si quien lo solicitaba lo merecía, porque el único que podía saberlo era él. El argumento fundamental era que si se daba respuesta a partir de la información, entonces la respuesta sería política y no humanitaria. Por ello, el embajador era quien debía asumir la responsabilidad de darlo o negarlo y la Cancillería lo iba a respaldar. Generalmente eran asuntos tratados con discreción, excepto cuando el personaje tenía una estatura tal que la discreción no fuera posible.

En palabras del embajador Gustavo Iruegas, que fungió como encargado de negocios de la embajada de México en Managua de septiembre de 1978 a mayo de 1979, el problema del asilo se resumía en una fórmula: en caso de duda, era mejor otorgarlo. A lo mejor se perdía un boleto de avión, o un poco de tiempo, o tal vez era una molestia, pero si no se otorgaba, se corría el peligro de perder una vida. Esa era la posición mexicana respecto del asilo. Durante los meses que estuvo en Nicaragua, Iruegas siguió la instrucción que para tal efecto les había dado don Alfonso de Rosenzweig, que era la de no llamar al asilo por su nombre, a menos que fuera absolutamente necesario. Era una vieja práctica de la diplomacia mexicana para evitar trámites administrativos y conflictos políticos, además de prevenir represalias en contra de las familias de los asilados.12

Una vez que se hizo cargo de la embajada de México en Nicaragua, en septiembre de 1978, el diplomático mexicano se encontró con que el número de asilados, dentro de la misma embajada, que huían de la represión del régimen somocista crecía día con día.13 Cuando llegó, había entre doce y quince asilados, pero la entrada diaria era de alrededor de una docena de personas, a las cuales había que entrevistar y resolver si se les otorgaba el asilo o no.14 En tiempos de Iruegas, la embajada mexicana en Managua llegó a albergar entre 750 y 800 asilados, siempre con el respaldo del gobierno de México. Sin embargo, en un momento dado, lo llamaron de la Cancillería para que explicara por qué había dado tantos asilos, pues algún funcionario pensaba que estaba vendiendo el asilo. Pero Iruegas respondió a esa acusación argumentando que gran parte de los asilados eran muy pobres, muchachos cuya edad fluctuaba entre los 18 y los 20 años, porque en ese momento la represión somocista era generalizada sobre los jóvenes, que eran los que habían salido a las calles, a las barricadas.15 No eran los combatientes quienes pedían la protección de la Embajada, era la población que se había incorporado a la insurrección.16

Además, argumentó que era imposible consultar a la Cancillería acerca de todos los casos, porque así era la práctica mexicana de asilo: el embajador decidía y cargaba con la responsabilidad de decidir si otorgaba o no el asilo.17 Después de escuchar sus razones, en la Cancillería le pidieron que fuera ver al entonces secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, quien le dijo que no era necesario dar ninguna explicación y que continuara con su labor tal como la había venido realizando.18 Esto hizo que Iruegas regresara a Managua muy fortalecido, contando con el apoyo de ambas secretarías. Cada vez que Iruegas juntaba un cierto número de salvoconductos, llegaba un avión del Estado Mayor que les llevaba comida, sacos de frijol, latas de atún y sardinas, y todo lo que ellos tenían dispuesto para las situaciones de emergencia. De regreso, el avión trasladaba a los asilados que tenían salvoconducto.19

Un año antes de la llegada de Gustavo Iruegas a Managua, algunos miembros del Grupo de los Doce habían concertado una cita, primero con Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación, y después con el propio presidente José López Portillo. Estuvieron presentes, entre otros: Sergio Ramírez; el rector de la Universidad ­Centroamericana, el padre Miguel D’Escoto; los dos jesuitas Cardenal, Ernesto y Fernando; y el director del Instituto del Café de Nicaragua, de apellido Coronel. Su objetivo era explicarle a López Portillo lo que estaba sucediendo en Nicaragua, la historia de la lucha contra Somoza y la idea de que el Grupo de los Doce se convirtiera en un brazo político del ejército sandinista para así darle legitimidad. López Portillo los recibió, los escuchó y les dijo que les deseaba mucha suerte en su lucha, pero que México tenía un fuerte compromiso con la no intervención.

Uno de ellos, Joaquín Cuadra, padre de quien después fue jefe del Ejército Sandinista, le dijo que no se preocupara, que estaban muy satisfechos por el simple hecho de que el presidente de México los hubiera escuchado y que eso animaría a sus hijos en la montaña20 Según Iruegas, esto impresionó profundamente a López Portillo y les pidió que le explicaran como era que sus hijos estaban en la montaña. No podía entender que los hijos de un grupo de la pequeña burguesía nicaragüense fueran combatientes sandinistas que luchaban contra Somoza. Eso lo conmovió porque era un hombre formado en la ideología de la revolución mexicana y esa afirmación les dio a esas personas un aval moral indiscutible.21 Por ello, cuando fue invitado a Managua para celebrar el Segundo Aniversario de la Revolución, pronunció un discurso en el cual afirmó que había habido tres grandes revoluciones en América Latina en el siglo XX: la mexicana, que privilegió la libertad sobre la justicia, la cubana, que privilegió la justicia sobre la libertad, y la nicaragüense, a la cual le tocaba encontrar el equilibrio entre ambas cosas.22

De acuerdo con el testimonio de Iruegas, esa reunión fue el antecedente de la decisión de otorgar el asilo a siete miembros del Grupo de los Doce, encabezados por el escritor Sergio Ramírez, en la Embajada de México en Managua un año más tarde.23 El Grupo de los Doce se había retirado del Frente Amplio Opositor24 cuando éste, junto con la Organización de Estados Americanos, pretendieron negociar una salida pacífica al conflicto a través de lo que se denominó “un somocismo sin Somoza”, para lo cual contaban con el apoyo del gobierno de Washington, en ese momento encabezado por Jimmy Carter.25 De aquí que, a finales de octubre de 1978, Iruegas recibiera un mensaje de la Cancillería que decía que siete políticos nicaragüenses se presentarían a solicitar asilo a la Embajada y que debía concederlo.26 Como habían abandonado la negociación, Iruegas no esperó a que ellos llegaran a la sede diplomática, sino que los fue a buscar a las casas en donde se encontraban ocultos. Iruegas relataba que, esa misma noche, informaron a la Cancillería que los “siete doceavos” habían abandonado la negociación con la OEA y que ya estaban asilados en la Embajada”.27

Una política activa

Los tres primeros años del gobierno de José López Portillo se caracterizaron por un importante esfuerzo de acercamiento a Estados Unidos y por el repliegue de la participación de México en los foros internacionales debido a que, para algunos, el fenómeno del “tercermundismo” impulsado por el presidente Luis Echeverría había hecho mucho ruido en el exterior y deteriorado las relaciones con el vecino del norte. La política exterior mexicana fue más cautelosa y conciliadora, y tuvo como base el reconocimiento de que en un contexto de recesión económica y deterioro de las instituciones políticas, la dependencia de México hacia Estados Unidos era inevitable.28 Sin embargo, a partir de 1979, el petróleo se convirtió en la base material para que México desarrollara una política exterior activa, no solo en el discurso, sino que buscara ejercer su influencia en los asuntos internacionales, particularmente en la crisis centroamericana.29

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