Con todo, las labores tradicionales de disección y taxidermia de las falacias acusan otras limitaciones aún más serias que las didácticas. Merecen atención dos en particular: (a) la insuficiencia crítica, (b) la irrelevancia teórica.
(a) La insuficiencia crítica se debe, en principio, a unas complicaciones de la detección de la argumentación falaz para las que el tratamiento taxonómico de tipos, especies y casos no está preparado. Son complicaciones como las nacidas de la existencia de usos falaces en ciertos contextos de unos esquemas argumentativos que bien pueden tener aplicaciones cabales y legítimas en otros contextos; son, por tanto, complicaciones como las impuestas por la identificación y evaluación contextual de los diversos usos discursivos de una determinada −se supone– clase de argumentos. Pero la insuficiencia también se debe, además, a la imposibilidad de fundar sobre esa base una política o una estrategia efectivamente preventivas: los casilleros de falacias son hormas de reconocimiento a posteriori puesto que, en razón de las complicaciones ya sabidas, no cabe asegurar que todos los argumentos de una determinada forma lógica, y con independencia de su contexto particular de uso, sean falaces o no lo sean.
(b) La irrelevancia teórica aún es más flagrante. La larga historia de las variedades y de las variaciones clasificatorias no nos ha deparado, desde luego, una teoría establecida de la argumentación falaz; pero tampoco nos ha proporcionado un criterio o un conjunto de criterios taxonómicos determinantes de una clasificación unitaria y efectiva, ni las recidivas discusiones al respecto permiten esperar que —por decirlo con el dubitativo acento de Augustus de Morgan— pueda haberla un buen día.
Tras esta exploración inicial de los malos argumentos que dan en ser falacias, nos encontramos con algunos apuntes de campo provisionales como los siguientes. Según parece:
1/ No hay una teoría general de la argumentación falaz.
2/ Tampoco hay una clasificación única y definitiva de los modos y casos en que una argumentación falaz puede llegar a serlo.
3/ Más aún, es dudoso que algún día contemos con ellas.
Si mantenemos la imagen biológica de la fauna de las falacias, podríamos decir que en este campo no solo no hay un Darwin —es decir, no hay algo equivalente a una teoría general—, sino que todavía no ha nacido siquiera un Linneo —es decir, tampoco hay una taxonomía establecida—. Más aún: uno se sentiría tentado a añadir que ni se los espera, si no fuera por la persistencia del afán de clasificación en aras, se supone, de la formación crítica de los estudiantes o de la pedagogía. Sin embargo, todavía hoy Frans van Eemeren, Bart Garssen y Bert Meuffels (2009) abren una panorámica histórica del estudio de las falacias con esta declaración que parece tener pretensiones tanto de reseña de lo hecho hasta ahora en este campo, como de directriz del trabajo posterior: «El objetivo general del estudio de las falacias es describir y clasificar las formas de argumentación que deberían considerarse infundadas o incorrectas»5. Me temo que esta declaración, entendida como reseña, es parcial y, tomada como directriz, resulta problemática.
Bien, habremos de observar desde más cerca el campo de la argumentación falaz para corregir o para corroborar estas impresiones primeras. Y, desde luego, lo haremos sin perder de vista las diferencias que ya han empezado a despuntar entre, de una parte, el trato convencional con unos ejemplares ad hoc o unas muestras disecadas de la fauna de las falacias y, de otra parte, nuestras relaciones y tratos efectivos con el discurso argumentativo. Huelga decir que hay más cosas en el mundo real de la argumentación falaz que las que caben en las enumeraciones al uso de las falacias. Para ir por sus pasos, empecemos con una historia trivial y una discusión como primera aproximación a su hábitat natural, a los contextos discursivos en los que cobran vida.
LAS FALACIAS EN SU AMBIENTE: UNA EXPLORACIÓN ETOLÓGICA. CUESTIONES DE DETECCIÓN E IDENTIFICACIÓN
«Descubra su hábitat natural y aprenderá mucho sobre un animal. Lo mismo vale en materia de lógica <...>. Tome, por ejemplo, el caso de la falacia».
Gerald J. Massey, “The fallacy behind fallacies”,
Midwest Studies in Philosophy, 6 (1981): 489.
El Colegio X trata de distinguirse por la atención prestada a sus estudiantes y por la competencia académica y pedagógica de sus profesores. Sin embargo, a mediados de noviembre el tutor del Grupo 1º C empieza a recibir quejas de los alumnos con respecto a un nuevo profesor de Lengua que ha venido a sustituir al titular que había caído enfermo a principios de curso: el nuevo profesor pone exámenes de un nivel inapropiado, califica de manera arbitraria, es irónico y mordaz al dirigirse a los alumnos, desaparece del Centro al terminar su clase y es reacio a dar explicaciones de la materia o de su programa didáctico tanto a los propios estudiantes como a los padres de alumnos que le han pedido cita preocupados por los problemas que sus hijos empiezan a tener en esa asignatura. Nuestro tutor observa durante varios días el comportamiento del profesor, revisa sus exámenes de Lengua y aprovecha diversas ocasiones para preguntarle sobre sus ideas o sus planes sin obtener más respuesta que una serie de evasivas. Las evasivas se extienden a la formación y la titulación del profesor, de modo que el tutor se decide a investigar la documentación que había presentado para optar y acceder al puesto. Allí se encuentra con una única y curiosa acreditación académica: un título de Humanidades expedido por una universidad filipina de la que no hay más noticias que su advocación cristiana y su localización en la isla de Luzón. Entonces decide presentar al director del Colegio un informe sobre el nuevo profesor en el que detalla las quejas de los alumnos, el comportamiento reiterado del profesor y su dudoso aval académico. Al final del informe no deja de añadir algunas propuestas para mejorar el conocimiento de los antecedentes y la acreditación de los títulos y referencias de los candidatos a ocupar un puesto docente en el Colegio, aunque sea para cubrir una baja de modo ocasional, por sustitución.
Pasa un mes. Van aumentando el malestar y las quejas del Grupo 1º C casi a la par que las muestras de incompetencia del profesor de Lengua; pero el director, en apariencia al menos, sigue sin darse por enterado de la situación. El tutor, entre impaciente e intrigado, acude a su despacho, donde ambos mantienen la conversación siguiente −que jalonaré en seis pares de intervenciones del tutor, T, y del director, D, para facilitar luego la referencia a las falacias presentes en cada turno.
(1)
T. − Perdone el atrevimiento, señor director. ¿Ha leído mi informe sobre la impartición de la asignatura de Lengua en mi grupo de tutoría, 1º C? ¿Qué piensa al respecto?
D. − Le he echado un vistazo. Aunque le confieso que no me merece mucha atención, puesto que mi cometido al frente de la dirección del Colegio no consiste en dar pábulo a los rumores sobre el profesorado o fomentar cotilleos de clase.
(2)
T. − Pero, señor, creo que se trata de un caso problemático que conviene atender cuanto antes para que la situación no se deteriore hasta el punto de que los estudiantes lleguen a perder este curso de Lengua.
D. − No lo veo así. A mi juicio, el problema estriba en que la actitud de Ud. como tutor y su mismo informe chocan con la política de privacidad y los ideales de respeto mutuo que constituyen la filosofía del Centro. Ésta es, naturalmente, la que ha de prevalecer.
(3)
T. − ¿Pero no le parece que el control de los antecedentes, titulaciones y referencias de los posibles docentes también interesa a un Centro que presume de la competencia académica y de las virtudes pedagógicas de sus profesores? Y siendo así, mi informe, lejos de ser silenciado y descartado, debería tomarse en serio y discutirse en una reunión general del director y de los representantes del profesorado en el consejo escolar.
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