8Vid. Luis Vega Reñón (2013), La fauna de las falacias. Madrid: Editorial Trotta, 2018 1ª reimp. Agradezco al editor el detalle de reproducir Le rêve de Rousseau como portada.
9Un leitmotiv de José Ortega y Gasset, en la primera mitad del s. XX, fue la oposición entre naturaleza e historia. Insistía, por ejemplo, en que «el hombre no tiene naturaleza sino historia». Vaz Ferreira habría diagnosticado en esta tesis un paralogismo de falsa oposición (vid. más adelante, P. II, Sec. 1, 10.2). Desde luego, no es el caso de las falacias: su naturaleza no las priva de tener historia.
Parte I
La naturaleza discursiva
de las falacias
Capítulo 1
La fauna de las falacias y su resistencia a las clasificaciones
UNA APROXIMACIÓN INICIAL
«La filosofía del razonamiento, para ser completa, debe comprender tanto la teoría del mal razonamiento como la del bueno».
John Stuart Mill, A System of Logic [1843], V, i, § 1.
«No tenemos en absoluto una teoría de las falacias en el sentido en que tenemos teorías del razonamiento o de la inferencia correcta».
Charles L. Hamblin, Falacias [1970, 2016], Cap. 1.
«Buen entendedor. Arte era de artes saber discurrir. Ya no basta: menester es adivinar, y más en desengaños».
Baltasar Gracián, Oráculo manual [1647], aforismo 25
Trasladada a nuestros términos, la directriz de Stuart Mill viene a decir que la teoría de la argumentación, para ser completa, debe comprender tanto la teoría de la mala argumentación, como la teoría de la buena. Hoy conocemos posturas aún más fuertes en este sentido: hay quienes creen que la teoría de la mala argumentación es un corolario de la teoría de la buena, en razón de que el mal argumento no es sino aquel que no cumple alguna de las condiciones o viola alguna de las reglas que definen el bueno. Pues bien, los casos que suelen considerarse más característicos e instructivos de malos argumentos son precisamente las falacias. Por ejemplo, según un exitoso manual de Edward Damer, «una falacia es una violación de uno de los criterios del buen argumento»1. En esta línea, es tentador suponer que sería fácil contar con una teoría de las sombras, una teoría de la argumentación mala o falaz, como contrapartida de una teoría de la luz, una teoría de la argumentación buena o correcta. Sin embargo, la constatación de Hamblin (1970), en el que se considera el libro fundacional del estudio moderno de las falacias, viene a ser un jarro de agua fría: «La verdad es que nadie, hoy en día, está especialmente satisfecho de este rincón de la lógica... No tenemos en absoluto una teoría de las falacias en el sentido en que tenemos teorías del razonamiento o de la inferencia correcta» (Fallacies, Newport News (VA): Vale Press, 2004 reimp., p. 11)2. Esta declaración todavía no se ha visto desmentida en la actualidad, así que las esperanzas de obtener a contraluz de las lógicas sistemáticas del argumento válido una teoría de la falacia parecen fallidas. El punto se agudiza si reparamos en que las falacias han sido, desde antiguo —desde el apéndice Sobre las refutaciones sofísticas de los Tópicos de Aristóteles (s. IV a.n.e.)—, los malos argumentos más estudiados. De manera que, en suma, no deja de ser un hecho curioso, tan llamativo como frustrante, que todavía hoy, veinticinco siglos después del inaugural ensayo aristotélico, sigamos sin tener una teoría cabal de las falacias.
Lo que siempre hemos tenido han sido clasificaciones, unas mejor y otras peor fundadas, algunas sin más criterio que una suerte de orden alfabético para un listado de denominaciones. Así que llama la atención no solo la disparidad de claves y criterios de clasificación, sino más aún el empeño taxonómico mismo, en especial si se recuerda una lúcida observación de Augustus de Morgan: «No hay una clasificación de los modos como los hombres pueden caer en el error; y es muy dudoso que pueda haberla siquiera» (1847, Formal logic, p. 237, cursivas en el original). Años después, a principios del siglo XX, un profesor oxoniense de Lógica, Horace W.B. Joseph, cerraba el círculo de estas desilusiones de partida: «La verdad puede tener sus normas, pero el error es infinito en sus aberraciones y estas no pueden plegarse a ninguna clasificación» (1906, An introduction to logic, p. 569). En nuestros días aún se piensa esto mismo y en particular acerca de las argumentaciones: «Ninguna lista de categorías enumerará jamás exhaustivamente todos los modos como puede ir mal una argumentación», dice Scott Jacobs (2002, p. 122)3.
Como ya avanzaba en la Introducción, convengamos en llamar falacia a un mal argumento que, de entrada al menos, parece razonable o convincente, y en esa medida resulta especioso. Es una idea genérica, pendiente de precisiones y discusión. Pero, para empezar, puede bastarle a una clasificación al uso para hacer su tarea. Esta tarea, según es costumbre en los manuales, comprende cuatro pasos, los pasos (a)-(d) en esta secuencia: las clasificaciones empiezan distinguiendo (a) ciertos géneros básicos o tipos principales y, dentro de ellos, (b) algunas especies características; después, en atención a sus propósitos didácticos y ejemplarizantes, aducen en cada caso (c) alguna muestra ilustrativa correspondiente, para terminar con (d) unas instrucciones dirigidas a detectar en los demás o prevenir en uno mismo dichos errores.
Así, antiguamente —a partir del propio Aristóteles— ya se diferenciaba, dentro de los géneros básicos (a), entre (a.1) las falacias debidas al modo de expresión y (a.2) las falacias debidas a otros motivos de error extralingüísticos. Dentro del subgénero (a.1) se encontraban, por ejemplo, las falacias inducidas por el uso equívoco de un término o una expresión; dentro de (a.2), se hallaban en cambio las que toman por causa lo que no es causa, dan por sentado lo que habrían de probar, ignoran el punto en discusión o infieren atribuciones infundadas. Entre las muestras convencionales figuraban argumentos tan extravagantes como: “esa constelación es Can; pero un can es un perro, luego esa constelación es un perro”, un caso debido a la equivocidad del término ‘can’ e incluido, por tanto, en el subgénero (a.1); o “este perro es padre; pero este perro es tuyo, luego este perro es tu padre”, un caso de atribución indebida del tipo (a.2). Modernamente, —pongamos desde los Elements of logic del arzobispo Whately (1826), vid. más adelante Parte II, texto 7—, se han hecho populares otros géneros: (a.1*) las falacias formales, que adolecen de una forma lógica inválida, y (a.2*) las falacias informales, que pecan por fallos o defectos materiales de contenido, de pertinencia, etc. Entre las especies famosas de (a.1*) descuellan las falacias de negar el antecedente o afirmar el consecuente en los argumentos que descansan en una relación de consecuencia, y entre las especies de (a.2*) figuran las de generalización precipitada o ilegítima, o las de insuficiencia de prueba o, en fin, la vasta familia de las apelaciones ad (ad baculum, ad hominem, ad verecundiam, etc.). Por ejemplo, el argumento “si Filón es ateniense, Filón es inteligente; ahora bien, Filón no es ateniense, luego Filón no es inteligente”, incurriría en la falacia de negar el consecuente a partir de la negación del antecedente, de acuerdo con un patrón del tipo (a.1*); mientras que “conozco a un comerciante de Siracusa, por eso sé que todos los sicilianos son taimados y ninguno es de fiar”, sería un ejemplo de generalización ilegítima correspondiente al tipo (a.2*).
En suma, para empezar, nos encontramos con dos sistemas de clasificación tradicionales que, en parte —solo en parte—, se solapan: uno más antiguo, de origen aristotélico, y otro más moderno, todavía empleado en clases de lógica.
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