D. − Ahora veo que, en realidad, Ud. estaba preocupado por la corrección formal del sistema de nombramientos del personal docente antes que por la solución del problema que dice plantear, la enseñanza de la Lengua en el grupo tutelado por Ud. No me ha sido sincero. Pero, bueno, si sigue empeñado en la reglamentación del acceso a la función docente en el Centro, eleve un nuevo informe a la dirección y al consejo escolar en ese preciso sentido.
(4)
T. − Le aseguro que me he visto llevado a este reporte por las quejas de los alumnos y padres de alumnos de 1º C, y que, en el curso de la investigación, me he encontrado con más irregularidades incluso que las esperadas en un principio. De ahí que mi informe no solo considere el comportamiento académico y didáctico del nuevo profesor, sino la revisión de nuestros procedimientos rutinarios de acreditación y contratación de personal docente, aunque solo sea al final y como apostilla.
D. − Pero, con su insistencia en sacar el caso del profesor de Lengua a la luz pública, ¿no está dando alas a la protesta estudiantil? Y, además, ¿no estará condenando a un buen profesor en ciernes, aunque todavía inexperto?
(5)
T. − Entonces, ¿considera Ud. que el informe no se funda en indicios racionales? O, en otro caso, ¿teme que su discusión en una reunión del consejo escolar se prestaría a juicios irresponsables y no respetaría, si fuera necesario, la confidencialidad?
D. − Lo que me temo es que la labor del tutor pase a convertirse en una especie de voyerismo y que, para colmo, se pida a la dirección del Centro la sanción e incluso la instalación de un sistema de espionaje de las clases. ¿No será que, a fin de cuentas, lo que se persigue con esos datos y con las sospechas de acreditación es someter a los nuevos profesores a un control desmedido y, en el peor de los casos, a un chantaje?
(6)
T. − Pero, señor director, esas insinuaciones carecen de base y, personalmente, las juzgo malévolas e inaceptables. Llevo ya años en este Colegio, Ud. me conoce bien.
D. − Eso creía yo, conocerlo... Sin embargo, es ahora cuando su obstinación me permite saber cómo es Ud. de verdad y puedo atisbar el sentido que su actitud esconde en el fondo. Al fin entiendo sus auténticas “razones”. Bien, no se hable más —concluye el director e indica a su interlocutor con un gesto terminante la puerta del despacho.
Antes de seguir, hagamos una prueba
Pruebe Ud. a ponerse en el lugar del director del Centro. ¿Se sentiría satisfecho con todas sus respuestas a las demandas del tutor, o con algunas sí y con otras no, o con ninguna en fin? ¿Cree justificada su actitud de resistencia a la luz de lo que él mismo aduce en el curso de la conversación? De verse en una situación parecida y sin otros elementos de juicio, ante unas cuestiones como las planteadas por el tutor, ¿adoptaría una línea de contestación similar o procuraría responder de otro modo?
Pruebe ahora a ponerse en la piel del tutor. ¿Se consideraría convencido por las réplicas del director: por todas, por alguna, por ninguna? ¿Se cree en la obligación de retirar su informe o de renunciar a sus propósitos de denuncia o revisión por tener que reconocer el peso y la fuerza de las razones del director? ¿Estima justo y adecuado el dictamen del director sobre el caso? ¿O le parece acertado el juicio que el director parece formarse de Ud.? ¿O no está dispuesto a asumir ni uno ni otro?
¿Ha respondido afirmativamente a todas las preguntas anteriores? Seguramente no. Puede, incluso, que su contestación haya sido negativa a la mayoría de ellas, aunque ahora no sepa a ciencia cierta y en todo caso por qué. Pero tiene la impresión de que algo anda mal, pese a que no acierte a identificarlo o no conozca las razones concretas de su desazón. Así ocurría —recordemos— ante los “espíritus animales” que, según se decía, se dejaban sentir con más facilidad que definir6. En la fauna de las falacias no faltan ejemplares de este tipo: hay por ejemplo paralogismos en los que uno incurre o se encuentra inopinadamente, sin advertencia previa. Pero también es posible que Ud., en todas las réplicas del director, haya observado y reconocido una falacia particular o, incluso, más de una en algún caso. ¡Enhorabuena! Es Ud. un experto naturalista del discurso o, al menos, se halla familiarizado con los catálogos usuales de las especies de falacias y con las consabidas muestras de ejemplares debidamente etiquetados. De ser así, no se le habrán escapado unos casos como los siguientes —baste considerar las palabras del director D—:
– En la réplica de D en (1) hay una falacia de descarte, descalificación o trivialización de los indicios o pruebas aportados por el informe. En determinados usos y contextos recibe la denominación de falacia del “muñeco de paja” (straw man), expresión que indica la indefensión a la que se reduce a un contrario mediante la elusión de sus razones y la deformación de sus tesis: así se ve convertido en un pelele fácil de derribar o de aventar, mientras el combate dialéctico degenera en una pantomima por falta de un adversario real. En el presente caso, tiene lugar, de modo intencionado o no, una maniobra de distorsión en la que el informe del tutor queda descalificado como mero traslado de rumores o simple muestra de cotilleo.
– En (2), hay una cortina de humo o una maniobra de distracción: algunos ingleses, llevados de su pasión por la caza del zorro, la denominan falacia del “arenque rojo (red herring)” —un arenque ahumado cuyo fuerte olor se empleaba para distraer a los sabuesos durante la persecución de su presa—. Aquí, pese a lo que piensa el director, no es un asunto de privacidad o una cuestión de respeto mutuo lo que el informe del tutor pone sobre el tapete. El argumento de D es una falacia semejante a la anterior en sus efectos de desviación del asunto en cuestión, pero diferente en la medida en que esta distracción supuesta por (2) difiere de la distorsión cometida en (1).
– En (3), hay una falacia de la contraposición forzada o del falso dilema, que da en tomar por opuestos o incompatibles dos aspectos del caso que, en realidad, pueden ser complementarios: uno referido a la situación de la asignatura de Lengua en 1º C, que es el objeto principal del informe, y otro relativo al procedimiento de contratación del profesorado, cuya torpeza o descuido puede haber contribuido a generar el problema planteado.
– En (4) hay una falacia de desestimación de unas pruebas e indicios objetivos o, por lo menos, susceptibles de comprobación, en favor de unas apreciaciones o suposiciones un tanto arbitrarias y en todo caso subjetivas. Es una muestra que aún carece, según creo, de etiqueta o denominación reconocida, aunque recuerde en parte la falacia presente en (1) y, en parte, la cometida en (2). Puede ser una indicación de la existencia de especímenes mestizos o híbridos en esta fauna informal de las falacias.
– En (5) se dan dos falacias al menos: una falacia de caricaturización que también podría clasificarse dentro del tipo de (1); y otra de insinuación perversa, por no prestarse de hecho a verificación o refutación, que puede recibir tanto la descripción culta de “innuendo” (del latín innuere, indicar por señas, insinuar), como la más popular y expresiva de “envenenar el pozo”. Sirve como el caso anterior para ilustrar un desafuero no insólito, el de cometer más de una falacia en un mismo argumento
– En (6), en fin, parecen concurrir no solo dos sino tres. Hay una falacia de alegación ad hominem, de remisión a una actitud personal del interlocutor que se desvía del caso argüido y de las pruebas en juego. Hay otra de tergiversación, irónica e incontrovertible, de sus alegaciones, con la que ya estamos familiarizados desde (1), aunque en este caso se trataría más bien de una variante de la falacia de apelación ad hominem, donde D trae a colación los oscuros puesto que no se declaran, pero auténticos, motivos —“razones” entre comillas— que mueven a T y presuntamente lo descalifican. Y al final aún podría haber otra falacia más, representada por el decidido carpetazo a la conversación: “no se hable más”, donde los estudiosos del diálogo crítico o racional suelen ver una especie de bloqueo o clausura indebida del intercambio dialéctico en la medida en que priva al contrario de su derecho a la dúplica o, en general, al uso de la palabra. Esto no deja de suscitar un problema añadido: el de distinguir entre lo que más bien consideraríamos un movimiento ilegítimo o un ilícito argumentativo y lo que más bien constituye una falacia. Las falacias tienen de modo tácito o expreso una condición discursiva y una pretensión argumentativa, de las que en principio carecen las actitudes y los gestos. Así que, por ejemplo, dejar con la palabra en la boca a nuestro interlocutor volviéndole la espalda o indicándole la puerta de salida, no es una falacia, no es un argumento falaz, por más que resulte una conducta impropia en el curso de una conversación o un corte censurable de la discusión misma. Pero, en situaciones concretas y aparte de que suelan aunarse y reforzarse las palabras y los gestos, no faltan a veces ni las actitudes elocuentes, ni los gestos con significación y función discursiva —a manera de réplica, por ejemplo—, de modo que la distinción anterior se desdibuja. Es otra señal de que, en la fauna de las falacias, las clasificaciones escolares de tipos y especies suelen ser más netas y nítidas cuando nos atenemos a unos ejemplares disecados, que cuando salimos al campo y nos movemos en los contextos de uso de las falacias vivas.
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