El tejido industrial valenciano es un ejemplo perfecto de ecosistema productivo en el que las cajas de ahorros jugaron históricamente un papel de apoyo y dinamización y que ha acabado pagando cara la orientación preferente de la política de esas entidades hacia los suculentos negocios de la burbuja inmobiliaria. Formado por pequeñas y medianas empresas (pymes) cuyas dimensiones dificultan a menudo su acceso al crédito en condiciones competitivas, estas habían recibido de dichas entidades de ahorro un trato específico que les permitió abrir mercados a sus productos.
En la reforma de las cajas que bosquejó el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en sus últimos meses de mandato estaba presente cierta voluntad de garantizar el apoyo a la economía productiva ya que pretendía que las entidades que se financiaran con ayudas públicas asumieran «el compromiso de incrementar la financiación a las pymes, en términos compatibles con los establecidos en su plan de negocio». El Banco de España debía exigir un informe trimestral de cómo iban las entidades y controlar ese incremento de financiación.
La exigencia pretendía revertir uno de los efectos más demoledores de la crisis, el que había causado sobre las pymes el atractivo irresistible de la burbuja inmobiliaria. Era una orientación reguladora que no tendría continuidad. De hecho, la Ley de Cajas del Gobierno de Mariano Rajoy, de diciembre de 2013, establece que las cajas tendrán que centrarse en negocios cercanos, protagonizados por la pequeña y mediana empresa, dejando de lado las actividades financieras complejas, pero al mismo tiempo limita hasta tal punto su tamaño y su territorio de actuación (ninguna caja puede tener un activo de más de 10.000 millones de euros ni su cuota de depósitos puede superar el 35% del total de los depósitos de la comunidad autónoma donde trabaja) que solo dos entidades, Caixa Ontinyent y Caja de Pollença, actúan hoy de acuerdo con esos parámetros.
El crédito a las pymes se ha convertido en uno de los asuntos de la política de todos los gobiernos autónomos, pero en algunas comunidades, como la valenciana, su margen de acción es mínimo, dada la pérdida del antiguo sistema financiero autóctono con la desaparición de sus principales cajas de ahorros. Los bancos surgidos del hundimiento de las antiguas cajas, caso de Bankia, o los que han adquirido entidades de ahorro en quiebra, caso del Sabadell-CAM, tienen aquí una asignatura pendiente de cuya resolución depende en buena medida la recuperación económica de territorios que en otro tiempo tuvieron un dinamismo empresarial relevante.
Se da la paradoja, pues, de que la desregulación llevó al desastre, pero las soluciones a ese fracaso alejan las posibilidades de orientar desde instancias públicas la política financiera. A la desregulación ha sucedido una regulación que dificulta las posibilidades de restaurar una colaboración financiero-productiva antaño importante. De ahí que, desde algunas instancias políticas y académicas, se postule la creación de bancos públicos para la pequeña y mediana empresa. Una opción que se antoja difícil si tenemos en cuenta las estrecheces apremiantes que experimentan las cuentas de los gobiernos autonómicos, como el valenciano, que en teoría estarían llamados a poner en marcha ese tipo de instrumentos financieros.
«El mayor riesgo que deben asumir las pymes al financiar sus proyectos de inversión las coloca en clara desventaja en el mercado de crédito», apuntaban a mediados de los años noventa José López, Vicente J. Riaño y Mariano Romero en un estudio empírico para el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE, 1996). «Esta debilidad les confiere menor poder de negociación y, por tanto, les obliga a aceptar peores condiciones de financiación. Pese a ello, del estudio se desprende que estas fuertes restricciones de financiación, características de las pymes, no les han impedido, en general, llevar adelante los programas previstos de crecimiento».
Joaquín Maudos, catedrático de Análisis Económico de la Universitat de València, constataba, sin embargo, en mayo de 2013, al referirse a la última, entonces, encuesta del Banco Central Europeo (BCE) sobre el acceso de las pymes de la eurozona a la financiación externa que «las pymes españolas soportan un coste de la financiación bancaria un 35% superior a la media europea y un 77% por encima de las pymes alemanas. Obviamente, este sobrecoste en la financiación repercute negativamente en la rentabilidad y, por tanto, en las posibilidades de recuperación de la inversión y el empleo». Es el panorama que dejó la crisis». 1
En síntesis, explicaba Maudos, «el cierre de los mercados mayoristas de financiación para la mayor parte del sector bancario español, así como el aumento de la morosidad bancaria y el grado de aversión al riesgo de las entidades financieras están dificultando considerablemente el acceso de las empresas al crédito bancario, tanto en términos de cantidad de financiación disponible, como de las condiciones de la financiación (elevados tipos de interés, exigencia de más garantías, etc.). En 2012 se ha alcanzado el mayor grado de restricción financiera, situación que las pymes no creen que vaya a cambiar en los próximos meses».
Y añadía: «Cuando lo fundamental es recuperar la inversión para volver a crecer y crear empleo, la reciente recapitalización de una parte del sistema bancario español es condición necesaria para restaurar el correcto funcionamiento de la financiación bancaria. No obstante, si bien la mejora de la solvencia es condición necesaria, no es suficiente mientras que la deuda pública española soporte una prima de riesgo tan elevada que se extiende a la que soporta la deuda privada, tanto bancaria como no bancaria».
Tampoco es suficiente la recapitalización del sistema bancario para restaurar el «crédito relacional» que caracterizó la actuación de las cajas de ahorros durante años. Me refiero al crédito relacional como «aquel que se basa en la información obtenida de las relaciones a largo plazo entre pymes y entidades financieras». Recuerdo que, en los años setenta, a poco de hacerme cargo de la sucursal de la Caja de Ahorros de Valencia en Benetússer, una localidad del área metropolitana de Valencia, el propietario de un taller de plancha me sacó el apelativo de «Bienvenido Míster Marshall» porque consiguió un préstamo en unas condiciones que nadie le había ofrecido hasta entonces. No tenía dinero y era necesaria una garantía para el préstamo. Técnicamente no existía una política de riesgos que permitiera evaluar las garantías en función de la rentabilidad del negocio. Aquel planchista y muchos otros pequeños empresarios de la zona hallaron en la entidad un lugar donde venir a buscar soluciones a las necesidades de sus negocios, generando un efecto multiplicador del crédito y la confianza.
Cuando ya se había desencadenado la crisis pero todavía no se habían hundido catastróficamente buena parte de estas entidades, algunos estudiosos, como los profesores de la Universidad de Granada Santiago Carbó Valverde y Francisco Rodríguez Fernández, apuntaban que «los grupos de cajas de ahorros pueden contar con algunas ventajas para explotar en mayor medida el crédito a pymes. Entre otras, su carácter relacional y su conocimiento del territorio donde se insertan parece conferirle al crédito concedido por éstas una mayor capacidad de estímulo de la inversión de largo plazo de las pymes que en otras entidades financieras. Asimismo, los grupos de cajas parecen establecer menores restricciones para financiar a las pymes» (Carbó, Rodríguez, 2012).
Incluso se mostraban moderadamente optimistas: «Estas características hacen que estas entidades –y el resto del sistema financiero– tengan en la inversión a pymes una apuesta de futuro». Pero no dejaban de advertir algo que se ha agravado cuando señalaban: «El sector bancario está abocado a emprender una mayor diversificación del crédito en el que la financiación de pymes debe ganar protagonismo. Esta tendencia contrasta, en cualquier caso, con las disposiciones regulatorias recientes –en particular los acuerdos de regulación de solvencia de Basilea III y su trasposición a Europa mediante la directiva CDR4– que penalizan el crédito a pymes tanto en términos de recursos propios exigidos como en el coste esperado de ese crédito».
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