En cuanto a la primera parte, las cuotas participativas (ocupada por los clientes con una cultura financiera relativamente baja de las cajas) han sido un recurso fácil, demasiado fácil, ya que debido a que no incorporan derechos políticos han sido muy poco atractivas en los mercados de capitales. Junto a estos productos, se trabajaba hasta el momento previo a su desaparición con otros mecanismos orientados a generar una mayor confianza. Por un lado, el análisis de impacto de solvencia, que hace especial referencia al consumo del capital regulatorio y los posibles cambios en su estimación, dadas las implicaciones derivadas de la existencia de diferentes enfoques en el cálculo de los requerimientos de dicho capital. Y por otro, las cuentas de resultados. Estas últimas tienen que ver con los niveles de beneficios que se contabilizan como reservas en cada ejercicio, y que se complementan con los activos citados, indicando el posicionamiento de las entidades en el mercado, su garantía y solvencia. No obstante, ha costado mucho tiempo poner en funcionamiento tales instrumentos, de manera que ad initium solamente suscribieron cuotas participativas la CAM y, con posterioridad, la CECA. La historia ha ido escribiéndose con mucho dolor para muchas personas, y se ha podido comprobar cómo los clientes han sido engañados con la compra de unos activos financieros que no estaban garantizados.
El tratamiento, en el presente libro, de estos instrumentos introducidos como mejoras de capital y adquiridos por empresas y particulares, se basa en un brillante estudio realizado por Emilio Ontiveros y Ángel Berges (Ontiveros, Berges, 2010) centrado, principalmente, en el análisis de la solvencia y de las cuentas de resultados que buscan un objetivo de cobertura de riesgos adaptada a los plazos, en este caso más bien a corto plazo. Realmente las preferentes son un instrumento de financiación a favor de instituciones, tanto públicas como privadas. Tal vez algún lector pensará que no se ha aclarado suficientemente lo que ha pasado, cuando la gente en muchos pueblos y ciudades, y en algunos más que en otros, se ha echado a la calle a reclamar su dinero, como si hubiesen sido víctimas de un atraco perfecto. No ha sido así, pero no se ha entendido lo que ha pasado, pues en el mejor de los casos los clientes solo han visto la cara del vendedor en el momento en que se disponían a depositar su dinero, previsiblemente a plazo fijo con un interés entre un 3% y un 4%, cuando acudían a la misma oficina donde siempre habían realizado sus ingresos y donde siempre se les había ofrecido lo mejor. Ese algo mejor, en este caso, se llamaba cédula o cuota y normalmente se vendía como si se tratara de un producto conocido, aunque sólo lo era por algunos y no por la mayoría.
Esta oferta consistía en habilitar una especie de cámara interna de compensación que no era oficial, aunque tampoco era clandestina, donde las entidades de crédito podían realizar sus pagos de compensación con liquidación periódica de los créditos y débitos recíprocos (como intercambio de cheques, letras de cambio u otros valores) necesarios para atender a todos los clientes. No siendo una operación prohibida no estaba normalizada y mientras las cosas fueron bien no hubo ningún inconveniente: cuotas participativas, acciones, preferentes… Pero llegó el momento en que algunas entidades empezaron a tener problemas por haber invertido una cantidad enorme de dinero en la compra de unos activos financieros (préstamos, valores, etc.) e inmobiliarios que tardarían mucho tiempo en poder ser recuperados de ese fondo que habían organizado a modo de mercado interior, y aparecieron los primeros síntomas de debilidad de su solvencia.
Lo que tampoco estaba escrito es que se producirían una serie de fusiones donde algunas entidades que iban de la mano de una caja grande perdieron el norte cuando empezaron a aplicarse las instrucciones de las nuevas instituciones bancarias creadas como resultado de dichas fusiones. Esta circunstancia hizo que se llegara a un callejón sin salida donde la única posibilidad era una huida hacia delante, que vendría determinada por conseguir un tamaño suficiente con capacidad de obtener liquidez, es decir, de ingresar dinero. Algunas cajas de ahorros, como el caso de Bancaja y la CAM, entidades que ya habían perdido demasiado, pensaron que en la medida en que tan importantes cifras de pérdidas fueran disminuyendo, los clientes podrían ir recuperando parte de su dinero. A día de hoy, el hecho de que esa proporción todavía sea desconocida sigue desorientando mucho a las personas y aumentando su nerviosismo. Aunque es posible que en el futuro se llegue a una recuperación, tal vez no del 100%, lo cierto es que ha de pasar un cierto tiempo hasta que la situación se normalice, ya que ha habido cajas de ahorros (sobre todo en Galicia) que han hecho un uso y abuso de estos instrumentos de autogeneración. A aquellas personas que tenían cuotas preferentes y se les ofreció un cambio por acciones, se les acabaron asignando las pérdidas como si se tratase de una operación de descuento al devaluarse (cotizarse a la baja) éstas en Bolsa, con una pérdida de hasta un 80% de su valor. Tal vez no fue en esta proporción para todo el mundo, pero sí en esa tendencia.
Últimamente, parece que algo está cambiando. Tras aclararse relativamente el panorama y disiparse el humo de tanta catástrofe institucional en el mundo de las cajas de ahorros, las garantías regulatorias se están reforzando y la lección de que no hay que estirar más el brazo que la manga da la sensación de imponerse. Es un buen momento para echar la vista atrás y no dejar que se pierda en el marasmo de la crisis una reflexión importante. Las cajas de ahorros manejaron las preferentes y subordinadas, impulsadas por una voracidad hasta entonces ajena al planteamiento moral o ético que, al menos en teoría, había presidido históricamente su funcionamiento. Los directivos de las cajas actuaron en esa materia como banqueros desprovistos de las cautelas que la historia de los bancos, precisamente, ha ido estableciendo en su forma de operar. De alguna manera, empezaron a captar accionistas, algo completamente nuevo en la tradición de las entidades de ahorro, sin el contrapeso que en los bancos supone la obligación de rendir explicaciones a un consejo de administración donde aquellos están representados. En los consejos de las cajas se sentaban los impositores, es decir, los clientes, que en la operación perdieron, además, buena parte de aquella confianza que había supuesto, desde su creación, un componente fundamental del «capital social» de las mismas. Consciente de que tal vez sea un término con el que no todo el mundo está familiarizado, aprovecho su aparición para remarcar su relación como sinónimo de las expresiones más fácilmente comprensibles de depositantes o clientes, es decir, aquellos con una cuenta abierta en la entidad que refleje una cantidad depositada o imposición mínima fijada en los estatutos de la propia entidad. Hay que tener en cuenta que este y, a menudo, otros requisitos exigidos, quedan reflejados en la normativa referente a su participación en los órganos de gobierno de las cajas, dentro de su reglamento de elecciones.
Y el fenómeno afectó a propios y extraños, porque ha producido «víctimas» incluso entre familiares y gente muy próxima a algunos profesionales de las entidades implicadas. Conozco el caso de la viuda del hermano de un empleado de la caja que lo explicaba a finales de 2012 con crudeza en el escrito que planteó al asumir el canje de unas preferentes de Bankia. «Mi difunto esposo y yo, aconsejados por la persona que nos atendió, ingresamos 18.000 euros en Bancaja, en títulos “PPF.BEF S. A.” (participaciones preferentes del Banco Financiero y de Ahorro, matriz de Bankia) que, según se nos indicó, eran totalmente seguros y totalmente disponibles», explicaba. «No obrando en mi poder el contrato inicial de compra de los títulos iniciales, me personé el pasado mes de septiembre en la oficina de esa entidad para solicitar un duplicado del mismo. Al cabo de unos días me telefonearon diciéndome que dicho documento ya no existe porque fue destruido en su momento». La mujer relataba su peculiar calvario: «Queriendo contratar un producto garantizado y sin riesgo se nos vendió un producto complejo de carácter perpetuo y con grandes riesgos asociados sin que en ningún momento se nos haya informado ni advertido sobre dichos extremos. Por lo manifestado, ante la precaria situación en que me encuentro y pensando que lo que realizo es un mal menor, acepté el canje, sin renuncia a las acciones que me asistan en derecho».
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