Las hipotecas subprime , que han quedado fijadas en la imaginación colectiva como el detonante de la crisis financiera que en 2007 anunció la gran recesión posterior, no jugaban, pese a la globalización de los mercados, un papel relevante en el sistema financiero español, como se apresuraron a informar en su día las autoridades económicas. Ahora bien, en nuestro país había otros activos tóxicos, fundamentalmente las hipotecas impagadas y los créditos fallidos a promotores y constructores. La burbuja inmobiliaria reventó llevándose por delante las cajas de ahorros. O una buena parte de ellas, porque sería injusto no hacer distinciones entre las que han salido más o menos indemnes del proceso de bancarización y las que se han hundido con él.
Para hacernos una idea del problema de fondo basta señalar que, cuando estalló la burbuja (2007), el parque de viviendas disponibles estimado en el mercado español alcanzaba el millón y medio (unas 612.000 terminadas, 384.000 en construcción y 520.000 de segunda mano, en venta o alquiler). Sin duda, la estrecha vinculación de las cajas de ahorros al crédito hipotecario las convirtió en presa fácil de esa quimera del oro en que se convirtió la vida colectiva en los primeros años del siglo XXI. Pero la crisis inmobiliaria no resultaba algo nuevo para esas entidades. Al menos no tan nuevo como para pillarlas desprevenidas.
Quienes hemos participado en la gestión de alguna caja de ahorros recordamos las dificultades que causó la anterior crisis bancaria y los apuros que hubo que pasar para superar los procesos de desinversión ordenados por el Banco de España en los años ochenta. Las crisis bancarias son cíclicas y en esos años las entidades financieras sufrieron una falta de solvencia que afectó a 51 bancos y cajas que manejaban casi 10.000 millones de euros, tenían 36.000 empleados y disponían de 2.600 oficinas. Durante ese período se vieron afectados, además de los 17 bancos de Rumasa que fueron expropiados, los bancos de Valladolid, Meridional, de Navarra, Catalán de Desarrollo, Industrial del Mediterráneo, de Promoción de Negocios y Occidental, la Banca López Quesada y las cajas municipales y provinciales de Cáceres, Huelva, Ceuta, Provincial de Valencia y Alicante, Caja España, Unicaja, Ibercorp y Banesto.
Conociendo los resultados de la crisis anterior y, teniendo en cuenta las probabilidades de que algo así pudiera volver a ocurrir, ¿por qué no se diversificó más el negocio?, ¿por qué se propició de nuevo la concentración en el sector del ladrillo y la dependencia excesiva de los mercados de crédito mayoristas que alimentó la expansión de las entidades y acabó siendo su perdición? ¿Falló la voz de la experiencia o se ignoró lo que enseñaba una historia no demasiado remota? ¿Se perdió la memoria o el sentido común?
Es fácil pedir explicaciones a posteriori, desde luego. Pero se trata de un ejercicio insoslayable cuando la sociedad, sacudida por niveles de paro alarmantes (5.933.300 parados y tasa de desempleo del 25.93% según los datos publicados por el INE en abril de 2014) y políticas de recortes y de austeridad que socavan la prosperidad alcanzada por amplios sectores, dirige su malestar hacia gobernantes, políticos y banqueros. Por lo que se refiere al sector financiero, que el crédito no fluya hacia las empresas y las familias es uno de los factores del círculo vicioso en que se ha convertido la crisis. Y el enorme coste social se refleja en decenas de miles de pequeños ahorradores que se sienten estafados, así como en el drama humano de los desahucios, pero también en la envergadura de las aportaciones de dinero público para la reestructuración y el rescate.
Por centrarnos solo en las dos grandes cajas de ahorros valencianas, la intervención de la CAM supuso un desembolso de 5.249 millones de euros por parte del Fondo de Garantía de Depósitos, mientras que el Banco Financiero y de Ahorros, matriz de Bankia, en el que se integró Bancaja, necesitó una inyección de 22.424 millones de euros, de los cuales, 4.465 millones provenían del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) y 17.959 millones del rescate europeo. Tras su nacionalización, la CAM fue vendida al Banco Sabadell y Bankia fue puesta en manos de José Ignacio Goirigolzarri, directivo de la banca privada procedente del BBVA, con el fin de convertirla en una institución atractiva para ser vendida en el mercado. En el momento de redactar estas líneas, Bankia ha empezado a sacar a Bolsa parte de las acciones para devolver la entidad al sector privado.
Si nos fijamos en otras entidades, solo el rescate de Caixa de Catalunya, convertida en Catalunya Banc, costó a los contribuyentes 11.839 millones de euros. Su venta por 1.187 millones de euros al BBVA en la subasta convocada por el FROB, confirmó en julio de 2014 las proporciones de su reestructuración. Los costes de dichos rescates han resultado ingentes, tanto desde el punto de vista económico como desde la perspectiva social. ¿Quién lo iba a decir solo diez años antes, cuando las cajas de ahorros, en pleno fulgor, llegaron a representar el 54% de la suma de créditos y depósitos del sistema bancario español?
La reforma Fuentes Quintana del año 1977 eliminó restricciones geográficas y de funcionamiento, así como limitaciones de activo y pasivo a las cajas de ahorros, obligando a dedicar el 50% de los excedentes a reservas antes de dotar a la Obra Social; definió los órganos de gobierno con la representación de impositores, de entidades de relieve, de la entidad fundadora, de entidades locales y del personal en la asamblea; dio facultades al director general para suspender acuerdos del consejo y equiparó funcionalmente a las cajas con los bancos, permitiendo además una expansión territorial hasta entonces restringida. Aquella reforma abrió en 1977 una nueva era para estas entidades ya que, a partir de entonces pudieron actuar como lo hacían los bancos. Más de tres décadas después, tras una evolución espectacular de su presencia en el mercado crediticio han salido de la crisis convertidas en bancos, o absorbidas por ellos. ¿Cómo hemos llegado a esto?
¿Tienen razón los que atribuyen el fracaso de la gestión de las cajas a la dependencia del poder político, reforzada por la LORCA (Ley de Órganos Rectores de las Cajas de Ahorros), de 1985, que dio entrada en sus asambleas y consejos a los nuevos gobiernos autonómicos, que primó la representación de los ayuntamientos sobre los impositores y los empleados y eliminó el derecho de veto de los directores generales? ¿Se debe a que esa reforma permitió la profesionalización de los presidentes, dando luz verde a su posible función ejecutiva, o al estatus jurídico indefinido de las cajas de ahorros? ¿Tiene la falta de una propiedad clara, la ausencia de accionistas, algo que ver con la deriva que han experimentado? ¿Debió emprenderse antes su transformación en bancos comerciales convencionales, tal y como se hizo en Italia con la Ley Amato?
Muchas de estas preguntas y de sus eventuales respuestas están viciadas por apriorismos ideológicos. Las cajas de ahorros, a grandes rasgos, han sido víctimas de los mismos problemas que han afectado a tantas y tantas empresas y corporaciones sacudidas por el temporal de la crisis: falta de liquidez, escasez crediticia, crisis de los mercados, sobrevaloración del producto y eso que en términos económicos se denomina «exceso de capacidad instalada».
Su cercanía a la economía de la calle convirtió a las cajas de ahorros en un agente de primera magnitud, extendió, como había ocurrido con la prosperidad y el desarrollo, los vicios que las llevarían a la catástrofe y las convirtió también en víctimas de la crisis. Volver la mirada hacia los orígenes, hacia aquello que caracterizó a estas instituciones tan arraigadas inicialmente en la vida de sus pueblos y comunidades, repasar la evolución de sus mecanismos, sus actitudes y su funcionamiento, tal vez pueda explicar lo que ha pasado. Y puede que permita discernir qué hay que atribuir a errores humanos o de cálculo, qué a excesos o incluso a irregularidades delictivas en su gestión, y qué a defectos en su diseño.
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