«La existencia de una posible mala práctica en la comercialización es una línea argumental esgrimida por una serie de juristas. Para algunos de ellos, la existencia de una elevada rentabilidad no es prueba suficiente de que los mercados estuviesen descontando eficientemente el riesgo inherente al producto. Incluso sin discutir la colocación del producto entre inversores no sofisticados, algunas opiniones consideran cuestionable su distribución entre la clientela de la propia entidad emisora», ha apuntado el catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga, José M. Domínguez Martínez, al analizar lo ocurrido con las participaciones preferentes.
Según el mencionado profesor: «Durante la pasada época de esplendor, determinados instrumentos híbridos funcionaban en la práctica, se catalogaran o no como tales por los ahorradores, como plácidas imposiciones a plazo fijo o adaptable. El problema para reconducir la situación se ha agravado en el caso de aquellas entidades receptoras de ayuda pública, para las cuales, según los requisitos establecidos en el marco de condicionalidad de la asistencia financiera otorgada a España por la Unión Europea (UE) para abordar el proceso de reestructuración bancaria, se prevé un procedimiento de saneamiento de obligado cumplimiento» (Domínguez, 2013).
Pero la pérdida de confianza que ese proceso ha causado tiene consecuencias que van incluso más allá de la sensación de engaño del cliente concreto. Los bancos son instituciones financieras que basan su funcionamiento en lo que los sociólogos denominan «sistemas expertos». Los clientes presuponen que el riesgo de perder su dinero es mínimo, porque confían en que las operaciones que las entidades les facilitan no conducen a resultados imprevistos. Pero en el caso de las cajas así ha ocurrido con la colocación de productos a impositores que no eran conscientes de los riesgos que asumían. Y hay más. El enorme coste del rescate y saneamiento del sistema financiero socava la legitimidad misma de sus cimientos. Suele ocurrir que, cuando alguien critica que el sistema no tenga en cuenta a las personas y no atienda a las dificultades de las familias para hacer frente a sus préstamos e hipotecas, alguien con responsabilidad pública o económica responda, como si estuviera reprendiendo a un subversivo o un irresponsable, que «no se puede pensar en dejar de pagar a los bancos».
Sin embargo, eso es exactamente lo que ha ocurrido. Los agujeros que han causado en las entidades los activos inmobiliarios y los créditos fallidos de inversiones en proyectos urbanísticos tienen su origen en que «alguien no ha pagado» lo que debía, y además a una escala enorme en comparación con la del hipotecado ciudadano corriente. Ese ciudadano tiene derecho a preguntarse qué garantías se exigieron a los promotores y constructores y qué garantías se impusieron las propias entidades para que, al final, haya habido que «socializar las pérdidas» mediante la inyección de miles de millones de euros de dinero público, es decir, de dinero «de todos». El Banco de España calculaba en un informe a finales de 2013 que las antiguas cajas quebradas habían recibido 61.366 millones de euros, de los que 7.884 millones salieron del propio Fondo de Garantía de Depósitos y 53.482 corrieron a cargo de los contribuyentes (incluidos los 14.404 procedentes del conjunto de 41.400 millones aportados por la Unión Europea para el rescate bancario). En esa coyuntura, no es demagógico pensar que, así como se han creado estructuras públicas para rescatar y reestructurar las deudas de las entidades financieras, pueda plantearse también algún tipo de fondo con carácter público para ayudar a rescatar y reestructurar la deuda de las familias. Sería, si no otro tipo de contribución a la reactivación de la economía, al menos una forma de justificar que la ciudadanía tenga que pagar ajustes tan descomunales. Seguramente Galbraith estaría de acuerdo con esa idea.
De la hipoteca al pelotazo
Entiendo por «pelotazo» la especulación en los mercados financieros o urbanísticos, que permite que éstos generen grandes beneficios de forma rápida. De acuerdo con la teoría del arbitraje, se define el término «especulación» como el conjunto de operaciones comerciales o financieras cuyo único objetivo es la obtención de un beneficio económico, a partir de las fluctuaciones de los precios de los activos (en el caso de las cajas de ahorros, de tipo inmobiliario), sin pretensiones de obtención de disfrute de los bienes o servicios objeto de transacción. Teniendo en cuenta que toda inversión puede catalogarse como especulativa, ésta no es vinculante a ningún compromiso con la propia gestión de los bienes que la definen, limitándose al mercado financiero, en concreto al movimiento de capital a corto o medio plazo. La especulación se basa, por tanto, en la previsión y en la anticipación, de forma que el especulador también puede equivocarse si no prevé correctamente la evolución de los precios futuros, en cuyo caso es posible que alguna vez tenga que vender barato algo que compró caro. El mercado especulativo, por tanto, premia a los especuladores que aciertan y castiga a los que se equivocan.
En el contexto internacional, la crisis económica desatada en el siglo XXI es el resultado de una serie de acontecimientos originados en la primavera de 2007, en el mercado de vivienda en Estados Unidos, y su vinculación con las hipotecas subprime , que fueron el detonante de la mayor crisis financiera desde la del año 1929, y cuyo carácter global, sistémico, con impactos de gran importancia en los países desarrollados exigiría acciones integradas de todos los países y modificaciones radicales del sistema para controlarla.
Antes de 2007, a nivel internacional, el mundo se encontraba inmerso en una fase de crecimiento ininterrumpido, situado desde cuatro años antes en torno al 5% del PIB internacional, con una moderada inflación y unas holgadas condiciones financieras. Dicho ciclo expansivo fue alimentado por unos bajos tipos de interés reales que impulsaron el crecimiento del crédito y el endeudamiento de los agentes económicos. Las favorables condiciones de liquidez y el elevado crecimiento del precio de los activos reales y financieros coadyuvaron a una baja percepción del riesgo por los mercados. Este período también se caracterizó por una nueva oleada de innovación financiera (con la introducción de nuevos instrumentos financieros bastante opacos), así como por la relajación en los controles de la actividad financiera. Dicha situación, en algún momento tenía que corregirse, aunque nadie sabía ni se atrevía a pronosticar el momento y el modo en que se iba a producir el ajuste. La fecha en la que hizo su aparición fue julio de 2007 en el que se inició un episodio de turbulencias financieras que condujo inicialmente a una crisis de liquidez, que más tarde se tradujo en una crisis de confianza, propagándose rápidamente entre las economías más avanzadas.
Para entender la magnitud de los acontecimientos hay que saber que apenas año y medio antes, la economía mundial se había situado en la senda de crecimiento más larga y profunda de la historia contemporánea, la flexibilidad empresarial y la innovación financiera eran, junto a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, los elementos responsables de esta larga prosperidad que, en prácticamente dieciocho meses dio un giro de 180 grados en el panorama internacional. Este cambio no solo se produjo por el estallido de la burbuja inmobiliaria y el abuso en la concesión de hipotecas de alto riesgo, sino también por un elemento de desequilibrio real, ya que en el verano de 2008 el barril de Brent alcanzaba los 146,6 dólares debido fundamentalmente al incremento de la demanda. Todas estas turbulencias fueron la antesala de una catástrofe en la economía real, los planes de rescate no consiguieron recuperar los niveles de confianza de los ciudadanos, la caída de la demanda se dejó notar rápidamente sobre el sector industrial, el sector del automóvil vio cómo se acumulaban sus stocks , y en definitiva, se produjo un aumento del desempleo cuyas consecuencias a día de hoy ya trascienden del ámbito económico al social.
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