Enrico Fubini - El siglo XX - entre música y filosofía, 2a ed.

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El siglo XX: entre música y filosofía, 2a ed.: краткое содержание, описание и аннотация

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Si en el Romanticismo la música estableció un franco diálogo con las demás artes y con la cultura en general, en el marco de la reflexión filosófica, en el siglo XX músicos, filósofos, críticos, literatos y artistas siguieron involucrados en esta tarea interdisciplinar. Se recogen en este volumen doce ensayos de Enrico Fubini que profundizan en aspectos como el simbolismo, el futurismo o la dodecafonía. El autor hace una necesaria revisión «dopo Adorno» de las relaciones entre música y filosofía. Nos presenta un análisis agudo y sistemático de material sonoro y biográfico de autores como Stravinsky, Wagner, Debussy o Schönberg en un intento de encontrar un hilo conductor que permita orientarse en la intrincada historia del siglo XX.

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Pero, desde hace unos diez años, las cosas están cambiando y, también en Italia, críticos y filósofos como Jankélévitch, Bachelard, Valéry, etc. empezaron a sentir curiosidad y aparecieron las primeras traducciones de estas nuevas voces que dan testimonio de que la atención de los historiadores, de los críticos e incluso del público empieza a dirigir la mirada hacia otros terrenos. Por el contrario, se podría recordar que, en Francia, Adorno era casi desconocido en la posguerra y las traducciones francesas fueron, hasta hace pocos años, casi inexistentes. Por otro lado, estas presencias y estas ausencias son extremadamente significativas y se muestran como importantes indicios para descubrir las líneas directrices de fondo de la cultura de un país. Hace pocos años, en 1985, cuando apareció en Italia la primera traducción de Jankélévitch ( La musique et l’ineffable , París, 1961), libro fundamental para tomar contacto con esta vertiente antihegeliana y antiadorniana de la cultura europea de estas últimas décadas, un recensor italiano destacaba con cierta ironía el provincialismo de un autor que no reconocía la centralidad de Viena y de la escuela dodecafónica. Se podría responder muy fácilmente con igual ironía, pero de signo contrario, recordando que para otros muy famosos críticos (ver Adorno) quizás París parece no haber existido nunca puesto que ¡Debussy y Ravel nunca fueran nombrados y el nombre de Bartok no aparece ni siquiera una vez, ni tangencialmente, en la vastísima obra del musicólogo alemán! Así pues, todos tienen sus errores, pero más que errores y razones es quizás más útil comprender, como ya hemos dicho, los motivos de estos olvidos , de estos espacios vacíos. Ciertamente, en Italia, en aquella posguerra, al menos hasta hace pocos años, se ha hablado más de Schönberg que de Debussy, y no por casualidad. Y no sólo eso; se ha hablado del Schönberg dodecafónico como un punto clave para explicar la génesis de las vanguardias mientras que, cuando se ha hablado de Debussy, en general ha sido en referencia, con pocas excepciones, a un Debussy impresionista, músico periférico que cierra una experiencia asociada a la decadencia.

Este discurso crítico, que ahora por comodidad expositiva puede que hayamos simplificado excesivamente, está perfectamente en consonancia con el desarrollo de las vanguardias musicales en Italia y en Alemania hasta cerca de los años setenta; pero el progresivo agotamiento del impulso darmstadtiano en los últimos veinte años, ha puesto en crisis todo el aparato crítico que servía para explicarlo y para justificarlo en el nivel conceptual. Desde Viena se empezó a dirigir la mirada a París y, tanto críticos como músicos, en cierto sentido, casi descubrieron de repente un mundo entero olvidado, o al menos descuidado, que asumía entonces una nueva dignidad, casi nuevo punto de referencia para sus propias aspiraciones artísticas y estéticas. El punto de partida fue una radical revisión crítica respecto a Debussy, punto de confluencia de una tradición frecuentemente puesta entre paréntesis o, mejor dicho, nunca bien identificada por la crítica anterior; tradición que confluye en su música pero que al tiempo constituye también una apertura hacia nuevos horizontes para la música occidental, anunciados sin clamores, sin proclamaciones combativas, pero no por ello menos incisivos y llenos de nuevas perspectivas de futuro.

Durante muchos años, Debussy se vio como un apéndice de una tradición naturalista típicamente francesa durante siglos dedicada a la descripción delicada de la naturaleza, atenta al preciosismo de las armonías y los timbres. Por ello ha sido encuadrado en el movimiento pictórico de los impresionistas, donde parecía encontrar su situación más digna, situación ya rechazada en su tiempo por el propio Debussy. Pero por eso mismo se le excluía del gran movimiento de las vanguardias históricas y se le confinaba en un ámbito muy preciso destinado a extinguirse en el plazo de pocas décadas, a caballo entre el siglo XIX y el XX. La música de Debussy, vista en clave naturalista como ejemplo de «pintura sonora», se asociaba –como confirma Jarocinsky– con «música buena, ciertamente, pero que no predispone para las emociones profundas, que no tiene el peso de las obras de Bach o de Beethoven». 2 La nueva historiografía musical, por lo tanto, se encuentra ante una operación bastante más compleja que la rehabilitación de un músico olvidado o la revalorización del concepto de impresionismo: la operación tenía que ser mucho más radical y profunda, y tenía que conseguir captar el valor profundamente revolucionario que esconde el propio concepto de obra musical presente en la obra de Debussy. Por ello era necesario identificar nuevas y diferentes coordenadas históricas que pudieran ofrecer instrumentos aptos para reinterpretar toda la trayectoria musical del siglo XX.

Este giro en la interpretación naturalista de Debussy hacia un Debussy metafísico y simbolista que proyecta la obra musical según un nuevo modo de concebir el flujo temporal, es paralelo no sólo a una manera diferente de concebir la historia de nuestra música más reciente, sino también a una visión filosófica diferente de la hegeliano-adorniana. Esta operación historiográfica está todavía en marcha y ya tiene a sus espaldas una literatura discretamente amplia, sobre todo en Francia. El filósofo y musicólogo Vladimir Jankélévitch ha estado, sin duda, en la vanguardia de la toma de conciencia de esta perspectiva que se movía por canales diferentes y alternativos respecto a los adornianos. Basta recorrer algunos títulos de sus obras de carácter musical para identificar sus objetivos: es cierto que no dedica ningún trabajo ni a Wagner ni a Schönberg, sino que sus objetivos se orientan a músicos como Liszt, Fauré, Ravel y, sobre todo, a Debussy; y entre los filósofos, a Schelling y a Bergson. Sus prioridades se muestran muy claramente: Jankélévitch identifica los factores incentivadores de un nuevo pensamiento en un círculo de músicos que, a través de un camino incierto y accidentado, marcaron a sus contemporáneos posibilidades inéditas de pensar la música. Estos détours –como los denomina con frecuencia Jankélévitch–, que pasan a través de cierta liederística del XIX, el último Liszt y después Fauré, Debussy y Ravel pero que incluyen también a músicos como Musorgsky, Albéniz, Rachmaninov, Satie y muchos otros músicos clave del XX como Bartok –y otros menos importantes porque no se pueden encuadrar dentro de los grandes canales de la más reciente historia de la música–, constituyen una alternativa no programada, no consciente para el pensamiento musical de la escuela de Viena y para su evolución, aunque, bien mirado, se pueden encontrar importantes e imprevisibles puntos de encuentro e intersecciones con ella si no se está anclado en una visión dogmática y maniquea de la historia. Dichos détours musicales son, evidentemente, paralelos a otros détours filosóficos y estéticos. No ya la genealogía Hegel, Marx y quizás Freud, sino también un conjunto de pensadores que pueden incluir en parte quizás a Schopenhauer y al último Schelling como progenitores, y como punto de referencia más próximo a nosotros, sobre todo a Bergson y también Valéry, Gisèle Brelet y, entre los poetas, a Baudelaire y sobre todo a Mallarmé.

La idea de que algunas aspiraciones entre las más importantes de la vanguardia de esta segunda posguerra tienen su origen en la música de Debussy más que en la de Wagner o Schönberg, se debe a la intuición de Pierre Boulez, que ya había delineado en los años cincuenta la genealogía Debussy-Stravinsky-Webern-Darmstadt, contrapuesta a la tradicional Wagner-Schönberg-Berg-Webern-Darmstadt. En cualquier caso, Darmstadt se encuentra en el final de una trayectoria que, sin embargo, se identifica según ópticas distintas que proyectaban en la escuela alemana valores e intencionalidades diferentes. Pocos años después, Gisèle Brelet profundizó en esta intuición de Boulez trazando un camino de regreso a la vanguardia que conducía de nuevo a Debussy y a los valores más profundos de su música; pero tenía que ser Jankélévitch el musicólogo y filósofo más sagaz y audaz en profundizar en este camino.

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