Radical, quizás demasiado radical, es la posición de Boulez, pero sirvió en su tiempo para romper una situación crítica que se había estancado en un modelo demasiado limitado y que no tenía en cuenta importantes estímulos para la renovación que no podían identificarse únicamente con la escuela de Viena. Creo que hoy, desde una perspectiva más equilibrada, más distanciada y menos pasional, se debe reconocer una doble polaridad en las raíces de la vanguardia: si se quiere dar una indicación geográfica, se podría decir que Viena y París representan los dos polos más importantes, diferentes pero complementarios, en los que simbólicamente ha hundido sus raíces la vanguardia. Son tantas las diferencias entre estos dos polos geográficos que podríamos llamarlos escuela de Viena y escuela de París, pero también existen indudables semejanzas. Sacarlas a la luz puede ser de gran importancia porque, de ese modo, quizás se pueda conseguir una visión más completa y menos partidista de nuestra historia de la música más reciente.
Si tomamos en consideración a Schönberg y a Debussy –que, por otra parte, fueron casi contemporáneos– y examinamos su producción en el decenio 1905-1915 –una de las décadas decisivas para la formación de la vanguardias en el siglo XX–, podemos identificar algunos rasgos de profunda semejanza entre los dos músicos, por otro lado bastante alejados por cultura, por mentalidad, por experiencias musicales. En primer lugar, lo que une a los dos grandes protagonistas de los primeros años del siglo es la reacción contra el wagnerismo. Este rasgo los une en negativo; es decir, los define en base a lo que los contrapone. Pero también hay semejanzas en positivo y, de hecho, comparten algunos rasgos estilísticos comunes. La reacción contra el wagnerismo supuso elecciones fundamentales: el rechazo al gigantismo sinfónico, a la gran y pletórica orquesta, a las mezclas sonoras demasiado densas; el rechazo a las formas demasiado largas y demasiado complejas, sobre todo, a la turgencia expresiva. Pero todo ello supone también elecciones en positivo: formas breves, incluso brevísimas, el aforismo en vez de la acumulación de los significados, la pequeña orquesta incluso para las formas sinfónicas (recordemos que la Kammersimphonie de Schönberg de 1906 ¡es para 16 instrumentos!), la preferencia por las sonoridades del instrumento único, especialmente del piano.
Si se comparan dos obras fundamentales de principios de siglo como las Seis pequeñas piezas para piano op. 19 de Schönberg y los Préludes de Debussy, más allá de diferencias obvias, se pueden encontrar importantes analogías. La reacción antiwagneriana, de hecho, las aproxima a un estilo en el que la concentración y la condensación musical se lleva al extremo, la antirretórica se desarrolla a través de un rigor expresivo, de una austeridad de medios y una ligereza de toque como difícilmente se puede encontrar en la música del siglo XX. Debussy altera radicalmente el sentido clásico y romántico del tempo basado en una enunciación de fórmulas melódicas y rítmicas (los temas) que en su desarrollo lógico, en su enlace y transformación creaban una organización temporal de la composición, según un iter bien determinado, desde el principio hasta la inevitable conclusión. El tempo de la composición estaba ocupado por una concatenación coherente de acontecimientos, por una sólida racionalidad interna, por esperas que poco a poco se insertaban, pero que al final encontraban una satisfacción y una recompensa. No hay nada de eso en Debussy, para quien el tiempo, en cambio, se parte en instantes más o menos largos pero caducos y, en cierto modo, autosuficientes, en momentos que no remiten necesariamente a momentos sucesivos, llegando a un final que la mayoría de veces no es concluyente en absoluto, en el que el fragmento musical se disuelve por extinción. La técnica de Debussy (la ausencia de armonías funcionales, la proliferación de las imágenes, la ocultación de las simetrías y los retornos temáticos, etc.) parece hecha intencionadamente para crear en el oyente ese sentido de caducidad del tiempo, de disolución de los instantes, de pérdida de la continuidad y de la fácil racionalidad. Quizás ésta es la aportación más original del músico a la estética del misterio típica del simbolismo y cuyos fundamentos musicales y filosóficos constituirán la herencia más importante para las generaciones futuras y para las vanguardias del XX. Se debe destacar el particular sentido de la naturaleza que emerge de los Préludes de Debussy: la naturaleza se siente como impulso a la imaginación, directa y no mediatizada por otros hechos culturales e históricos. La naturaleza se advierte en sus estímulos inmediatos, en las sensaciones pequeñas, imperceptibles, mínimas que ésta puede suscitar en quien está dispuesto a captar sus voces más secretas. La expresión se concentra en el instante, en la percepción de momentos singulares e irrepetibles; las armonías no funcionales reproducen perfectamente ese deseo de aferrar los instantes en los que se condensan las percepciones de acontecimientos del mundo natural o de nuestro mundo interior.
Ahora se nos podría preguntar qué afinidades se pueden vislumbrar respecto a la atmósfera musical y expresiva de las Seis pequeñas piezas para piano op. 19 de Schönberg. Las personalidades de Schönberg y de Debussy son antitéticas en muchos aspectos; y, con todo, las afinidades musicales, al menos en estos años de su creatividad, son indudables y bastante evidentes. Habitualmente, se acostumbra a identificar con las Seis pequeñas piezas para piano op. 19 el inicio del estilo aforístico y, sin duda, precisamente este estilo representa la culminación de la reacción antiwagneriana, reacción común tanto a Debussy como a Schönberg. Pero las afinidades van mucho más allá: la simplificación de las sonoridades, lejanas a las mezclas orquestales tardorrománticas; el piano como instrumento predilecto, explorado en nuevas potencialidades tímbricas, más sutiles, a veces evanescentes, sonoridades más puras y cristalinas; la brevedad como medio de intensificación de la expresión; la valoración del silencio como parte de la propia música, lo no dicho, la alusión apenas marcada para dejar un espacio más libre al juego de la imaginación y, por último, la ruptura radical con la elogiada retórica de la consecuencialidad armónica, con el arco de tensión que marcaba el inicio, el desarrollo y el fin concluyente del fragmento, sustituida por la emergencia desde la nada de un mundo de sonidos y de imágenes y la profundización en el misterio del silencio, cuando quizás el pasaje musical todavía puede seguir en la mente de quien la escucha con resultados imprevisibles.
Por brevedad, se podría decir que lo que une a Debussy y a Schönberg es la reducción en ambos del sentido afirmativo de la música, cultivado de manera diferente desde la llegada de la era tonal. Toda la estructuración de la música clásica tendía a producir este sentido afirmativo y proyectivo, que se concretaba en los valores fuertes que se expresan en ella. Quizá la forma sonata representó un extremo en este tipo de proyección de la música; y es precisamente de esta concepción de la música de lo que quiere huir la vanguardia. A este respecto, un vez más, Debussy y Schönberg se encuentran en el mismo lado de la barricada. En su música se atenúa y se niega precisamente ese sentido afirmativo que estructuraba desde dentro la música clásica. Las sonoridades exóticas, las escalas modales y a veces pentatonales, los nuevos timbres sutiles, delicados y evanescentes, todo lo que en Debussy contribuye a crear una atmósfera musical ya no está nutrido por aquellos valores fuertes del pasado. Así, la atonalidad en Schönberg se convierte en el instrumento principal de esa fuga hacia regiones más etéreas y espirituales del mundo musical o hacia realidades más sutiles, más inaferrables, enfrentadas a los sólidos cánones del clasicismo y de sus simetrías arquitectónicas. Tras los años del atonalismo, el camino de Schönberg se aventura hacia nuevas regiones, y quizás la herencia de Debussy pasa incluso a Webern, a su estilo puntillista, que representa una radicalización no tanto del atonalismo de Schönberg como del simbolismo y el impresionismo de Debussy.
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