Segundo, es relevante analizar la campaña presidencial que lo llevó a la Casa Blanca. Prácticamente toda la contienda se centró en temas domésticos. En su programa oficial hubo una referencia a Centroamérica y a un programa de asistencia a la subregión de US$ 4.000 millones de dólares por cuatro años. En su artículo en Foreign Affairs apenas mencionó una vez a América Latina anunciando, de modo genérico, que “debemos integrar más a los amigos” de la región. Escribió una nota de opinión en el periódico destacando el lugar de Colombia en su visión de Latinoamérica, pensando en aquel momento en lograr apoyo de los colombianos localizados en Florida (Biden 2020b). Obtuvo a nivel nacional casi el 70% del voto latino pero perdió los estados de Texas y Florida; este último influyente por su peso en cuestiones vinculadas a Cuba, Venezuela, Colombia y Nicaragua. Cuestionó a Donald Trump por la ineficacia de su política hacia Venezuela pero no impugnó la diplomacia coercitiva hacia Caracas. Es bueno recordar que las sanciones a Venezuela, mediante una Orden Ejecutiva de marzo de 2015, se iniciaron con Obama en la presidencia y Biden como vicepresidente. Al menos en sus discursos de campaña Biden no propuso una iniciativa continental ante la pandemia. A su vez, cabe destacar que la reciente elección fue la más cara en la historia: las donaciones y aportes llegaron a los US$ 14.000 millones de dólares, siendo los demócratas los más beneficiados (Open Secrets, 2020). Varias asociaciones empresariales rápidamente felicitaron el triunfo de Biden; entre ellas, los banqueros, las farmacéuticas y las Big Techs. Habrá que ver qué influencia tendrán esas industrias y corporaciones en la política interna y externa de Joe Biden y sus consecuencias en las vinculaciones Estados Unidos-América Latina. En todo caso, lo que se puede decir es que la campaña arroja más claroscuros que precisiones sobre su orientación hacia la región.
Tercero, es elemental computar el legado de Trump. Por ejemplo, no es habitual que un nuevo mandatario levante de inmediato las principales sanciones impuestas a países por su antecesor; por lo que es difícil suponer que elimine las que han recibido Venezuela, Cuba y Nicaragua. Trump, con el apoyo activo de los presidentes Iván Duque y Jair Bolsonaro logró la reelección al frente de la OEA de Luis Almagro y con ese respaldo más el de algunos otros gobiernos de la región consiguió ubicar en la presidencia del BID a Mauricio Claver-Carone. Los republicanos lograron reinstalar, con más fuerza que los demócratas, la lógica punitiva de la “guerra contra las drogas”; en especial en México, Centroamérica, el Caribe y Colombia. En breve, Biden deberá operar al comienzo de su presidencia con las restricciones que hereda de Trump. Quizás algunas de sus eventuales medidas diplomáticas más audaces hacia la región se posterguen para no ser objeto de críticas del trumpismo.
Cuarto, es clave observar el perfil de los funcionarios del nuevo gobierno. Dos aspectos son esenciales. Por un lado, está el prolongado desbalance, a favor del Pentágono, que ha venido caracterizando al binomio Departamento de Estado-Departamento de Defensa en los asuntos mundiales. En la región eso ha tenido una expresión elocuente: la centralidad alcanzada por el Comando Sur en las relaciones interamericanas a tal punto que sus comandantes viajan más a la región que los secretarios de Estado. Además, ahora los presidentes de Suramérica van a Miami como parte de su periplo estadounidense (Tokatlian, 2018b). Ese ha sido el caso de Iván Duque, Mario Abdo Benítez y Jair Bolsonaro. Por el otro, está la cuestión de “ideólogos” vs. “profesionales”: en años recientes los primeros han manejado, de hecho, la política exterior latinoamericana. Los nombramientos relacionados a la región brindarán la sustancia y el alcance de la diplomacia estadounidense. Allí se sabrá si hay apenas matices o potenciales cambios respecto a la administración Trump. Ahora bien, cabe subrayar que los matices en algunos temas y circunstancias no son irrelevantes.
Quinto, es fundamental comprender las prioridades del Ejecutivo entrante. La política doméstica predominará y aquellos temas que son cruciales hacia adentro. Migración estará primero en la lista. No obstante, también son gravitantes aquellos vinculados al medio ambiente, la seguridad nacional y el narcotráfico. Ello se evidenciará con más fuerza en las relaciones bilaterales con contrapartes más ligadas a esos tópicos. La política hacia China, en el plano internacional y en especial en el frente tecnológico y el de seguridad, incidirá notablemente en las relaciones individuales y colectivas entre Estados Unidos y América Latina. En uno y otro caso, se podrá comprobar si los demócratas inauguran una etapa más promisoria en los lazos con la región o si trasladan hacia América Latina los costos derivados de sus desafíos internos y sus dilemas globales.
Sexto, probablemente por primera vez hay una cuestión que entrelaza simultáneamente a Estados Unidos; esto es, una cuestión que no es apenas parte de la política exterior de Washington hacia la región sino de la política doméstica estadounidense. En efecto, los desafíos de la democracia, el deterioro institucional y los derechos humanos afectan seriamente a Estados Unidos y Latinoamérica. Posiblemente, la nueva Cumbre de las Américas anunciada para la segunda parte de 2021 pueda ser un ámbito donde se aborde con realismo y sin dobles raseros el estado de esos retos en el continente: ello sí constituiría una interesante novedad. Y séptimo, hay un rasgo personal del presidente Biden que se debe tomar en consideración: es el segundo presidente católico que llega a la Casa Blanca y ello puede ser relevante en ciertos temas.
En resumen, son esperables señales que muestren una mejor disposición de Estados Unidos hacia la región. No obstante, es más razonable esperar continuidad –con formas y estilos distintos a lo más reciente– en vez de un viraje. Las superpotencias cambian poco en general y menos en relación a contrapartes mucho menos poderosas. Habrá que ver como se manifiesta la Doctrina Troilo en los tiempos por venir.
Conclusión: Latinoamérica y sus incógnitas
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente nos quedamos…Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito intento de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos (Edgar Allan Poe, El demonio de la perversidad , 1845).
Al comienzo de este capítulo se presentó un modelo ideal de diplomacia de equidistancia y se señaló que resultaba importante, así fuera preliminar y tentativamente, identificar las condiciones internacionales, continentales, regionales y nacionales que pudieran habilitar o inhibir la práctica de una diplomacia equidistante.
A lo largo del texto intenté mostrar que tanto en el nivel internacional como el continental habría un espacio para desplegar una DDE. En efecto, el estado de rivalidad con interdependencia, ya sea que se estabilice o deteriore, entre Estados Unidos y China no debiera ser interpretado como un llamado a la pasividad: por el contrario, exige repensar y actualizar la política exterior de los países de América Latina. La región, que cohabita con una superpotencia en declive relativo –lo que conduciría a ponderar eventuales márgenes mayores de autonomía relativa–, bien pudiera aprender de otras regiones que han dinamizado su diplomacia ante la transición de poder. Por ejemplo, los países del Sudeste de Asia que conviven con una gran potencia ascendente como China, han rehusado ser espectadores impasibles de ese auge. Las naciones del área, pequeñas, medianas y grandes, buscan incidir sobre el ascenso de Beijing para canalizarlo a los fines de reducir la incertidumbre política, asegurar la flexibilidad diplomática y afianzar los beneficios económicos.
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