Dogliani Patrizia - El fascismo de los italianos

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A diferencia del nazismo, el fascismo italiano se ha visto privado durante mucho tiempo de una historia social integral, mientras se convertía en objeto y modelo para una interpretación cultural del fenómeno totalitario. Este volumen es el primer retrato completo de la sociedad italiana bajo el régimen fascista, desde los años de la toma del poder hasta su crisis durante la Segunda Guerra Mundial, pasando por la larga década dedicada a la organización y al logro del consenso entre las clases medias y populares. Sobre la base de estudios que han reconstruido sectores específicos de la organización de masas del partida (las iniciativas sobre la infancia, la maternidad, los jóvenes, el ocio) y la movilización de la población masculina (la milicia, el deporte), y centrando su análisis en el asentamiento y la estructuración regional del régimen, el libro examina la incidencia del fascismo en la vida cotidiana y en la mentalidad de los italianos.

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Caporetto fue mucho más que una batalla perdida: como ha escrito en diversas ocasiones uno de los más influyentes historiadores de la Gran Guerra, Giorgio Rochat, fue el nudo crucial del conflicto bélico, donde se pusieron de manifiesto todas sus contradicciones y se anticiparon decisiones de largo plazo. Fue el acontecimiento revelador de la esencia misma de la guerra en Italia, sufrida por las clases populares, sin objetivos concretos, ni patriotismo, ni una idea clara del enemigo, dirigida por los altos cargos y por los oficiales de carrera, desdeñosos y negligentes ante el sacrificio de sangre al que estaban sometiendo desde hacía más de dos años a sus soldados. Fue también la experiencia de psicología de masas y manipulación de la información más importante anterior al fascismo, cuya lección aprendió este. Falsas noticias se acumulaban sin que ninguna fuente oficial las desmintiese: fragmentarias y confusas, impedían que se comprendiese el fenómeno y que se averiguase quiénes eran los responsables. Pánico, frustración y un sentimiento de vergüenza nacional se difundieron sobre todo entre las clases medias, que hasta aquel momento eran las que más habían estado a favor de la guerra. Para los soldados de la tropa, abandonados sin órdenes, testigos de la ausencia o incluso de la fuga de sus comandantes –incluido el general Pietro Badoglio, que el 8 de septiembre de 1943 cometería una acción todavía más grave al dejar a los soldados italianos víctimas de feroces represalias alemanas–, la única solución fue el intento de salvación personal frente al enemigo. Para todos Caporetto fue la prueba de la falta de resistencia de la nación en guerra, de la propia ausencia de una comunidad nacional.

El balance demográfico de la guerra también fue particularmente alto e influyó en las políticas emprendidas después por el régimen fascista. En 1911 la población italiana censada era de unos 36 millones de personas, de las que al menos un millón y medio residían en el extranjero. Durante la guerra fueron reclutados seis millones de hombres, de los cuales alrededor de 4.250.000 fueron empleados en operaciones de guerra. Se ha calculado, sobre la base del número de núcleos familiares registrados en 1911, que las cuatro quintas partes de las familias tenían al menos a uno de sus miembros en el ejército. Los dos censos nacionales de 1901 y de 1911 –se realizaban cada diez años– muestran un aumento medio anual de la población residente de 210.000 unidades; el realizado después de la guerra, en 1921, era de 230.000. Por lo tanto, en términos generales, la población continuó creciendo. Sin embargo, es necesario descomponer estos datos: entre 1913 y 1918 los nacimientos se redujeron a la mitad, mientras que se duplicó el número de muertos y disminuyó, hasta casi desaparecer, la emigración. En 1913, la emigración italiana, con 873.000 unidades, llegó al punto más alto de un flujo que desde comienzos de siglo tenía una media anual de 350.000 salidas. Así pues, el saldo positivo en el decenio 1911-1921 fue debido a los nacimientos (excluyendo los años más intensos de la guerra), al cese de la emigración durante 1915-1918 y a la inclusión de los habitantes de las tierras obtenidas en virtud de los tratados de paz. En este cuadro resulta que únicamente en los años 1917 y 1918 se registraron saldos demográficos negativos: si bien en 1915, frente a aproximadamente 1.109.000 nacimientos, hubo 811.000 fallecimientos entre la población italiana, en 1917 los 691.000 nacimientos fueron superados por las 929.000 defunciones y en 1918 los 640.000 nacimientos por 1.276.000 fallecidos (un saldo negativo de -636000). Es difícil un cálculo fiable de las víctimas militares y civiles. En 1924 el demógrafo Giorgio Mortara observó que los datos oficiales difundidos una vez terminado el conflicto no eran seguros. Las cifras de los fallecidos cambiaron de los 564.000 declarados por los oficiales militares en 1920 a los 677.000 tenidos en cuenta para las pensiones de guerra en 1926 a través de la reordenación de las matrículas en los centros de reclutamiento, del cálculo de los cuerpos en los cementerios militares y de la búsqueda de prisioneros y dispersos más allá de la frontera nacional.

La emergencia sanitaria, desencadenada a raíz de la retirada de Caporetto, se prolongó en Italia mucho más allá del periodo de la guerra y de la desmovilización, al menos hasta 1920. Los observadores de la época identificaron en el «precipitado abandono de un amplio territorio por parte de nuestras tropas» el comienzo de una nueva época, en la cual el sistema higiénico sanitario puesto en marcha con la guerra también colapsó. En un primer momento, lo que hizo que el sistema entrase en crisis fue la disgregación del ejército, la pérdida de alimentos, la ocupación militar de territorios, el tránsito de prófugos y el aumento de prisioneros de ambas partes, comprendida la captura de soldados austrohúngaros también exhaustos, «sucios, malnutridos, infectados de gérmenes de enfermedades epidémicas» (Mortara: 25). En el invierno de 1918-1919 se sumaron otros factores: el regreso a casa de los soldados y de los prisioneros italianos extenuados provocó otras 87.000 muertes entre noviembre de 1918 y abril de 1920. Los cuerpos, ya extremadamente cansados, se expusieron a enfermedades epidémicas como la malaria, la tuberculosis, el tifus, la enteritis y la pulmonía; además, la difusión de la terrible epidemia de la gripe «española» también hizo estragos en Italia. Se cobró alrededor de 600.000 víctimas en el país: la población, vulnerable a causa de años de penurias, fue literalmente diezmada por la gripe europea. El sentimiento común de desventura e injusticia del destino se evidenció cuando la población vio, antes incluso de que lo vieran las estadísticas –por las que después se confirmó que los más afectados apenas tenían veinte años–, que los más jóvenes, muchos excluidos del frente por ser menores de edad, habían sido las principales víctimas. Entre 1915 y 1920, la mortalidad de varones y mujeres en la edad más activa, entre 15 y 45 años, se triplicó respecto al periodo precedente de paz (llegando a ser para los varones en edad de permanencia en filas dieciséis veces mayor que antes de la guerra), mientras que no se modificó excesivamente entre los 45 y los 65 años y aumentó poco para los mayores de 65 años. Los demógrafos de la época calcularon que cada cien muertos en la guerra dejaban una media de treinta y dos viudas y sesenta y nueve huérfanos y juzgaron positivamente la decisión tomada por el Gobierno de no enviar al frente en los últimos años del conflicto a las personas de más edad, ya que había más probabilidades de que tuviesen familias a su cargo. Solamente a partir de 1921 hubo una mejora en las condiciones de la población y una vuelta general a los hábitos cotidianos, lo que comportó un aumento de los nacimientos y una expectativa de vida semejante a la de antes de la guerra. Este balance demográfico no estuvo exento de consecuencias en las políticas posteriores del fascismo. Mussolini y los dirigentes fascistas se alimentaron de las corrientes antimalthusianas que circulaban por Europa después del conflicto, pero sobre todo expresaron los temores incluso irracionales de la Italia rural más profunda y tradicional, donde los brazos que podían trabajar se empleaban solo para la supervivencia del núcleo familiar y de la comunidad. A diferencia de los datos reales, el país de la primera posguerra estaba poblado de personas mayores, mujeres y mutilados, sin hombres jóvenes y con las cunas vacías.

A partir de la posguerra, el cálculo de las regiones más afectadas también fue complejo. Se suministraron datos, pero agrupados, difíciles de analizar. Aun así, de ellos emerge que la mayor contribución de sangre la hicieron los campesinos (casi todos trabajadores agrícolas, aparceros, pequeños propietarios), porque constituyeron el 58% de quienes habían sido enviados al frente (que correspondía al porcentaje de la mano de obra en la Italia de entonces), casi siempre en infantería, es decir, en el cuerpo del ejército más afectado por las pérdidas debidas al combate a pie. Además, ningún campesino tenía la posibilidad de formar parte de los 166.000 hombres movilizados asignados a la industria de la guerra. Fueron las regiones principalmente agrícolas las que registraron la mayor mortalidad, pero con variaciones muy diferentes si se añaden, a los muertos en el frente, los muertos civiles y los soldados desmovilizados, y 1918 fue el año más luctuoso en Italia (el 28 por mil, contra el 26,4 por mil de Austria y el 18,4 por mil de Alemania según los datos recogidos por Mortara). Véneto fue la región más afectada porque a la mortalidad por la guerra se sumaron, después de la batalla de Caporetto, las víctimas civiles causadas por la ocupación enemiga; pero también Basilicata y Cerdeña, lejos del frente, fueron regiones especialmente afectadas, ya que contribuyeron con un alto número de hombres alistados en infantería; y asimismo la región de Apulia, a causa del desarrollo de enfermedades infecciosas, y Lacio, donde el nuevo brote de malaria en terrenos pantanosos descuidados por el hombre allanó el camino a la gripe «española». Según los hombres de ciencia de la época, los inmensos lutos que afectaron a las regiones más rurales fueron lógicos y fueron consecuencia de la conducta económica de la guerra y de la condición de salud de la población agrícola después de esta.

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