Un agradecimiento especial va a los amigos y colegas que han apoyado esta edición, Ángel Duarte i Montserrat, Maximiliano Fuentes Codera y la querida amiga Anna Maria Garcia Rovira de la Universitat de Girona e Ismael Saz Campos de la Universidad de Valencia. También un agradecimiento a Vicent Olmos, editor, porque ha creído en este proyecto, y a Patricia Gómez Soler, por la traducción y la paciencia: nuestra constante colaboración se ha convertido en amistad. Grazie a tutti.
Bolonia, diciembre de 2016
I. SALIR DE LA GUERRA, ENTRAR EN EL FASCISMO
SALIR DE LA GUERRA
El fascismo conquistó el poder rápidamente: transcurrieron cuatro años desde el final de la Gran Guerra hasta la prueba de fuerza, celebrada más tarde como la Marcha sobre Roma, que el 28 de octubre de 1922 llevó al nombramiento del líder del movimiento, Benito Mussolini, como jefe del Gobierno. Concluía una época caracterizada por intentos revolucionarios y contrarrevolucionarios, violencia civil y política y complejas reconstrucciones territoriales, económicas y morales de las que pocos países europeos habían quedado inmunes. Italia, pues, no vivió una experiencia aislada, ni mucho menos anómala, con respecto a otras naciones; pero en aquellos años dio origen a un nuevo experimento de gobierno a través de una fuerza política que representaba, en el laboratorio italiano, la expresión de las nuevas derechas europeas. En el continente, la represión de las corrientes revolucionarias que se inspiraban en la experiencia del Consejo Ruso había tenido lugar de manera tradicional a través de una intervención militar o mediante «cuerpos francos» relacionados con las unidades regulares del ejército. Una vez derrotadas las izquierdas revolucionarias, el poder político volvió a las oligarquías tradicionales, como en Hungría y Polonia, o a una clase dirigente que, como en el caso de la Alemania weimariana, procuró restablecer en la arena política modalidades parlamentarias y democráticas. En cambio, la experiencia italiana fue original y duradera: el movimiento contrarrevolucionario se instaló en el poder, poniendo a su favor la vasta alianza entre fuerzas conservadoras y de la derecha tradicional, y convirtió progresivamente el sistema liberal parlamentario en una dictadura personal y de partido. Además, modificó el orden económico, asegurándose el apoyo de los centros financieros y empresariales gracias a la creación de fuertes monopolios que garantizaban el capital privado en un mercado privilegiado y protegido, en el interior y hacia el exterior, y sin conflictividad sindical. Estos factores hicieron de la experiencia fascista una novedad en la historia italiana con respecto a las decisiones autoritarias adoptadas por parte de las clases dirigentes después de la Unificación, así como un modelo para exportar al ámbito europeo.
Las específicas condiciones italianas de partida favorecieron su rápida aparición: durante la Gran Guerra, en Italia más que en ningún otro lugar, se había experimentado un sistema autoritario que también había sometido a la sociedad civil a la disciplina militar y había desvitalizado las instituciones parlamentarias. Además, la primera posguerra reveló las debilidades y las dificultades del sistema productivo para readaptarse en tiempos de paz y del mercado laboral para absorber el regreso de la mano de obra desmilitarizada, a la que le habían hecho promesas sobre todo durante los últimos meses del conflicto. De hecho, las expectativas del proletariado agrícola e industrial habían aumentado con respecto a la asignación de tierras en barbecho y de cuotas de mano de obra y las de los jóvenes burgueses que habían ocupado cargos intermedios en el ejército con respecto a los cargos de responsabilidad. Únicamente analizando este contexto histórico podemos entender por qué Italia, que se colocaba entre las naciones ganadoras, registró un comportamiento, una inquietud y una pérdida de la identidad colectiva, una necesidad de orden y una esperanza de cambios radicales semejantes a los de las naciones vencidas, desorientadas por la pérdida de la soberanía imperial. Solo partiendo de los últimos dos años del conflicto podemos entender la facilidad con la cual el fascismo asumió el poder en Italia. A pesar de que algunos observadores de la época, concretamente quienes hicieron un balance de la guerra (Luigi Einaudi, Giorgio Mortara, Riccardo Bachi, Arrigo Serpieri), consideraron zanjada la desmovilización militar y económica en 1920, hoy deberíamos tomar en consideración al menos un quinquenio, marcado por dos extremos cronológicos significativos: desde la derrota militar en Caporetto en octubre de 1917 hasta la Marcha sobre Roma en octubre de 1922. A finales de 1917, el vínculo entre la coerción militar y la renovada movilización moral de la población se hizo más estrecho, y la brutalidad de los actos se manifestó de manera todavía más acentuada. Esta relación no acabó con el final del conflicto, sino todo lo contrario: la guerra se mostró como una prueba general del debut fascista.
Entre el 24 y el 25 de octubre de 1917, en la localidad de Caporetto (hoy Kobarid, en Eslovenia), uno de los puntos estratégicos de la línea del frente meridional, fuertemente contendido pero mantenido por las tropas italianas desde la entrada de Italia en el conflicto europeo en mayo de 1915, tuvo lugar una rápida ofensiva que comportó la invasión y la ocupación por parte de las tropas austro-húngaras, apoyadas por la llegada de refuerzos alemanes, de un vasto territorio que se extendía hasta las orillas del río Piave. La derrota de Caporetto abrió un último capítulo decisivo de la Gran Guerra. Por una parte, hizo que Italia probase la experiencia que otros países ya estaban viviendo: la política de ocupación militar de territorios fértiles, los trabajos forzados impuestos a la población civil, el internamiento de miles de prisioneros militares; por otra, preanunció todas la políticas de movilización del país en tono casi «milenarista», de cruzada en defensa de la patria invadida, y sobre todo con un lenguaje comunicativo nuevo. Si hasta el año 1917 el compromiso oficial había sido el de crear la más amplia cohesión posible, concretamente en un país como Italia, que había entrado en guerra con una opinión pública dividida y realmente minoritaria con respecto al apoyo a la intervención militar, después de Caporetto se trataba no solo de infundir valor en la población, sino también de hacer promesas concretas para su futuro.
En los veintinueve meses que precedieron a la ofensiva de Caporetto, el conflicto había sido fundamentalmente de posición: un amplio frente desde el Trentino hasta la costa que no cambió sensiblemente hasta el 23 de octubre de 1917, a pesar de las doce batallas libradas, de los sacrificios y las muertes por congelación, del esfuerzo y las avalanchas en alta cuota y de la terrible vida de trinchera. Solo en el año 1916, los italianos contaron 118.000 muertos y 285.000 heridos. La ofensiva a cargo del general en jefe del ejército italiano, Luigi Cadorna, llevó a la conquista, el 9 de agosto de 1916, de la ciudad de Gorizia; un éxito militar que habían ambicionado durante mucho tiempo para consolidar de nuevo el consenso patriótico en el país, éxito que, sin embargo, también provocó la pérdida de 140.000 soldados italianos entre muertos, heridos y prisioneros, y no modificó sustancialmente la línea a lo largo del río Isonzo. Fue así como en 1917 el general Cadorna intentó resolver la guerra a favor de Italia con otras ofensivas: con la batalla del monte Ortigara, de mayo a junio (12.000 muertos), y sobre todo con la batalla de la Baisizza, de agosto a septiembre. La situación interna requería urgentemente una victoria y la conclusión de la guerra: en el país se difundía, también entre las clases sociales en un primer momento intervencionistas, la desconfianza hacia los gobernantes civiles y los militares, mientras que del extranjero llegaban noticias de huelgas y de revueltas militares y obreras. La propia ciudad de Turín, a la cabeza en la industria de guerra, había visto en agosto manifestaciones de protesta popular encabezadas por mujeres y por gente muy joven. Fue así como la ofensiva enemiga, bajo el mando de la 14.ª armada alemana, iniciada durante la noche del 24 al 25 de octubre de 1917, cogió por sorpresa al ejército italiano, resultando catastrófica. La retirada se transformó en una derrota, en una fuga desordenada sin órdenes ni indicaciones por parte de hombres y unidades que solo se detuvo al llegar a orillas del río Piave. Durante todo el invierno de 1917-1918, Italia alimentó pocas esperanzas de victoria, manteniéndose en la nueva línea defensiva del Piave y resistiendo la última ofensiva enemiga del verano de 1918. Por fin, la crisis militar, pero sobre todo interior, de los imperios centrales dio al ejército italiano la posibilidad de realizar una acción ofensiva en octubre y de ganar en la localidad Vittorio Veneto una última batalla –que le permitió firmar como ganadora el armisticio–, en la cual el enemigo se rindió el 3 de noviembre de 1918.
Читать дальше