AAVV - Culturas políticas monárquicas en la España liberal

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Culturas políticas monárquicas en la España liberal: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante el siglo XIX, los Estados-nación europeos se construyeron en su gran mayoría contando con la monarquía como forma de gobierno, y España no fue una excepción. Los nuevos marcos constitucionales, tras la ruptura con el Antiguo Régimen, abrieron el camino a una cambiante relación entre la vieja institución y el moderno sujeto soberano, la nación. Los cambios abiertos por la nueva legalidad obligaron a las monarquías a «reinventarse», a buscar nuevas formas de legitimación y de representación, a discernir entre el ámbito de lo público y lo privado. Este volumen reflexiona sobre la monarquía en la España del siglo XIX, y aparece como resultado de las investigaciones de un nutrido grupo de estudiosos de diversas universidades españolas, que se adentran en una problemática actual desde un punto de vista historiográfico, social y político: el de las culturas políticas monárquicas.

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Sobre todo esto hablaron por extenso los diputados en el debate al que venimos refiriéndonos. El problema de fondo fue bien diagnosticado por todos, de ahí la constante alusión al decreto del 24 de septiembre de 1810, convertido en guía del debate. Pero el escollo fundamental consistía en hallar una explicación al comportamiento de Fernando VII. Aun dando por supuesto que todo fuera una maquinación para engañar al «príncipe inocente» y a los españoles, no bastaba con cargar toda la responsabilidad en napoleón. Al menos así lo consideraron varios diputados, el primero de ellos, Argüelles. Tras aludir a las perfidias de Napoleón, dijo lo siguiente:

Señor, es preciso tomar en cuenta el carácter de nuestro amado Monarca. Educado, como todos saben, en la oscuridad de un palacio, alejado de los que habían de ser sus súbditos, ignora las artes de la corte y la perversidad del corazón humano; así vemos que desde sus primeros pasos todas sus acciones, mezcladas con actos de beneficencia, no han sido sino efecto de la inexperiencia, de la sencillez y del candor, de que intenta ahora abusar Bonaparte (...) [Este] intenta convertir en su utilidad la sencillez de este Príncipe para esclavizar a una nación que en vano ha querido sujetar con las armas.

Para atenuar la dureza de este juicio sobre la personalidad del rey, realmente demoledor, el orador volvió al lenguaje laudatorio imperante, pero aún así dejó traslucir los defectos de Fernando y sus posibles corolarios:

un Príncipe joven y sencillo que, aunque lleno de virtudes, es inexperto y cuenta ya tres años de duro cautiverio: un Príncipe que no conoce el corazón humano y que no puede resistirse a las instigaciones de aquel tirano sino a costa del sacrificio de su vida. Quizá suspira por vivir entre sus fieles súbditos, y oír de boca de S.M. las leyes con que ha de gobernarlos; acaso creerá conveniente consentir por un momento en su enlace que [le] restituya a la libertad. 27

A la inexperiencia y candidez de Fernando aludieron también otros diputados (entre ellos los liberales Fernández Golfín, Pérez de Castro y oliveros). Pero estos rasgos de la personalidad del rey, que habían sido muy útiles a la propaganda fernandina, primero para acabar con Godoy y, más tarde, para exonerar de responsabilidad a Fernando en su renuncia de bayona, no podían ser tomados de igual forma ni ahora, ni en el futuro inmediato, pues tras la convulsión provocada en Europa por Napoleón, la guerra en España y el surgimiento de los primeros brotes independentistas en América se necesitaba mano muy firme para dirigir la monarquía española. Así lo planteó con toda claridad, y dureza, el americano Mexía Lequerica, quien una vez más fue más lejos que el resto de diputados al abordar una cuestión relevante en este parlamento. En su única, aunque extensa y sustancial, intervención en este debate ofreció la siguiente respuesta a la pregunta: «¿Por qué nos hallamos en este sitio, reducida la España a tan estrechos rincones?», que él mismo se formuló: «Porque nuestro joven Monarca en el lleno de su candor [acababa de decir que Fernando era “el más dócil de los príncipes”] besó la cadena con que un falso amigo le ataba, y corrió precipitado a perderse creyendo que tal vez a su costa os ahorraría tan espantosa catástrofe». Fernando no escuchó a su pueblo cuando este intentó evitar su salida y la de su familia de España (Mexía mencionó a los «nobles vecinos de Vitoria» y la «heroica plebe de Madrid») 28y Francia lo aprovechó para sembrar la discordia en el seno de la familia real «y compilió a este inocente cordero a despojarse de las brillantes insignias con que le habían adornado no menos los derechos del nacimiento que la graciosa elección del pueblo; es decir, todo lo más sagrado de la sociedad y de la naturaleza». El diputado americano, pues, imputaba al rey y no a otros (generalmente todo se atribuía a Napoleón) la decisión del viaje a Bayona, origen de su abdicación y la de Carlos IV y, según el discurso tradicional, de los males presentes de España. 29

El paso dado por Mexía era realmente grave y constituía, asimismo, una novedad, pues hasta este momento nadie de forma tan clara había atribuido responsabilidad a Fernando en los acontecimientos del país. Aunque, como se acaba de ver, Mexía no abandonó la retórica encomiástica del rey, desbarató uno de los rasgos básicos de su imagen de «príncipe inocente». Pero no se quedó en ello. En esta misma sesión parlamentaria, planteó la siguiente hipótesis:

Si en una dolorosa pero inevitable coyuntura hubiese de perecer un hombre a quien nada deben los pueblos, más que la compasión y el respeto consiguiente a su desventura y persecuciones no merecidas, a trueque de que no perezca una Nación generosa... ¿debería esta perderse, porque no dejasen de triunfar los caprichos, la ignorancia y la flaqueza de aquel? (...) Y pues en su Real nombre se exige, tres años ha, de todos los españoles que estén siempre dispuestos a perecer antes que recibir otro Rey, la inflexible justicia pide a V.M. por mis trémulos labios que ya no se tarde más en declarar de una vez que este mismo Rey debe perecer, y ser sacrificado, primero que concurrir a sacrificar con la más negra ingratitud a la benemérita España, mártir sin ejemplar de lealtad y de honor. 30

Creo que en ninguna otra intervención parlamentaria y tampoco en los textos producidos durante la guerra en el bando patriota se aludió con tanta dureza a la persona de Fernando VII (ni se llegó tan cerca en la comparación con Luís XVI de Francia). Al atribuir sus actuaciones al capricho, la ignorancia y la flaqueza de carácter, Mexía acaba de desmitificar la imagen dominante del «príncipe inocente», tarea en la que llega al cenit cuando mantiene que nada le debe el pueblo, más que compasión por sus desventuras; en consecuencia, no serán los españoles quienes deban sacrificarse por el rey, sino al contrario, el rey ha de hacerlo por su pueblo y si llega el caso, el rey «debe perecer». Aparte, insisto, del paralelismo con la situación de Francia en los primeros compases de la revolución, Mexía exigía a Fernando, en definitiva, el mismo grado de heroísmo que, en su nombre, se requería a los españoles y, con ello, desbarató uno de los argumentos más sólidos empleados por los fernandinos para justificar las renuncias de Bayona, según el cual Fernando las aceptó para evitar el derramamiento de sangre y el sufrimiento de los españoles. En la intervención de Mexía queda bien patente, por lo demás, la preeminencia de la nación sobre el rey.

Solo Ostolaza, casi recién llegado de Valençay, donde había ejercido de confesor de Fernando VII, e incorporado a las Cortes como diputado suplente, rebatió a Mexía, aunque no se refirió expresamente a él. Según el clérigo, no había que temer nada del rey, pues era «enteramente adicto a los intereses de la Nación» y, en consecuencia, no cedería a los planes de Napoleón. 31

Pero la voz de Ostolaza quedó aislada. A finales de diciembre de 1810, durante el desarrollo del debate que nos ocupa, domina la desconfianza hacia Fernando VII. Es cierto que ningún diputado la manifestó con la dureza que lo hicieran Argüelles y Mexía, pero todos estuvieron de acuerdo en la necesidad de tomar precauciones para evitar algún desliz de ese monarca inexperto y de débil carácter. En consecuencia, el decreto elaborado a partir de la propuesta de Borrull fue aprobado por unanimidad, en votación nominal, por los 114 diputados presentes el 1 de enero de 1811 en el Congreso y todos los firmaron, como igualmente habían hecho con el decreto del 24 de septiembre de ese año, simbolizando de esta forma la estrecha relación entre ambas disposiciones de las Cortes y su importancia. 32

CONSIDERACIONES FINALES

Los diputados intervinientes en este debate, el único en que de forma expresa y extensa se trató de la persona de Fernando VII durante la legislatura extraordinaria de Cádiz, se esforzaron, incluso los más críticos, por mantener el discurso dominante en el bando patriota, según el cual este rey era el príncipe inocente y virtuoso perseguido injustamente por Napoleón, carente de responsabilidad en los sucesos que habían ocasionado la crisis de la Monarquía. Sin embargo, desde el comienzo de la legislatura fue perceptible entre los liberales un sentimiento de desconfianza hacia la persona de Fernando VII. Esta desconfianza influyó, aunque evidentemente no fuera el único factor y tampoco el principal, en el cambio de concepto de Monarquía y en la atribución al rey de un papel distinto al tradicional. En este punto es ilustrativa la comparación con la Constitución portuguesa de 1822, la cual se inspiró en la de Cádiz y reprodujo literalmente muchos de sus artículos. Aunque los portugueses partieron de los mismos principios doctrinales que los diputados de Cádiz, no estuvieron tan condicionados como estos por la desconfianza hacia su monarca y, en consecuencia, en su Constitución le atribuyeron una función política más relevante y, por supuesto, no fijaron restricciones al ejercicio de su autoridad de forma tan detallada y amplia como lo hizo la de Cádiz en su artículo 172. 33

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