AAVV - Culturas políticas monárquicas en la España liberal

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Culturas políticas monárquicas en la España liberal: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante el siglo XIX, los Estados-nación europeos se construyeron en su gran mayoría contando con la monarquía como forma de gobierno, y España no fue una excepción. Los nuevos marcos constitucionales, tras la ruptura con el Antiguo Régimen, abrieron el camino a una cambiante relación entre la vieja institución y el moderno sujeto soberano, la nación. Los cambios abiertos por la nueva legalidad obligaron a las monarquías a «reinventarse», a buscar nuevas formas de legitimación y de representación, a discernir entre el ámbito de lo público y lo privado. Este volumen reflexiona sobre la monarquía en la España del siglo XIX, y aparece como resultado de las investigaciones de un nutrido grupo de estudiosos de diversas universidades españolas, que se adentran en una problemática actual desde un punto de vista historiográfico, social y político: el de las culturas políticas monárquicas.

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Como es lógico, en cuanto se tuvo conocimiento de esta correspondencia surgieron voces en España denunciando su falsedad. En ello se comprometió incluso el Consejo Reunido (de España e Indias), el cual emitió dos resoluciones, fechadas el 6 y el 17 de junio de 1810 –con anterioridad, por tanto, a la reunión de Cortes–, donde declaraba que esas cartas eran falsas o producto de la violencia ejercida sobre Fernando y que su publicación no dejaba de ser una maniobra del gobierno francés para engañar a los españoles, apartarlos del amor a su rey y agitar «los ánimos del vulgo». 21tal fue la impresión dominante entre los patriotas españoles conocedores de lo publicado por Le Moniteur , como no sin ironía anotó el conde de Toreno: «No se esparcían mucho por España estos papeles, y aun los que los leían considerábanlos como pérfido invento de Napoleón. A no ser así, ¡qué terrible contraste no hubiera resaltado entre la conducta del rey y el heroísmo de la nación!». 22Pero no hay duda sobre la autenticidad de las cartas, como tampoco sobre los deseos de Fernando de contraer matrimonio con alguna dama de la familia del emperador francés. Esta era una vieja aspiración de Fernando y del círculo de sus consejeros íntimos, en particular del canónigo Escoiquiz, quien le acompañó a Valençay. Ya en 1807, cuando se prepararon las maniobras para acabar con Godoy descubiertas en El Escorial, el entonces príncipe de Asturias se había dirigido a Napoleón solicitando la mano de alguna princesa de su familia y tras la renuncia de Bayona volvió sobre lo mismo en carta del 10 de mayo de 1808. Cuatro días más tarde, Napoleón le acusaba recibo, prometiéndole que concluirían el solicitado matrimonio con una de sus sobrinas («nièces») en cuanto fuera posible, ya que el tratado acordado en bayona entre ambos había resuelto todas las dificultades. 23

Evidentemente, Napoleón nunca pensó en satisfacer las aspiraciones matrimoniales de Fernando y fue dando largas al asunto, pero en 1810 surgieron los mencionados rumores, cuyo origen se desconoce, del enlace del exiliado rey español con una archiduquesa de Austria. De ellos se hizo eco la policía imperial en sus escrupulosos boletines diarios. El del 20 de septiembre de ese año informaba de la circulación por París de la especie de que Fernando y su (futura) esposa austriaca reinarían en una parte de España y Portugal. El boletín del 13 de octubre siguiente hablaba de la llegada a la capital francesa del emperador de Austria, acompañado de una de sus hijas destinada a casar con el «príncipe» Fernando, y el del 16 de ese mes repetía la noticia y añadía que esa boda se consideraba un medio eficaz para terminar la guerra de España. 24Todo esto contrarió a napoleón. El 17 de septiembre de 1810 ordenó a Berthier, mayor general de su ejército en España, que comunicara a todos los comandantes de las tropas imperiales que tales rumores eran producto de la ociosidad de las gentes de París y que debía rechazarse con indignación la simple idea de un matrimonio de esa naturaleza, que el emperador calificaba como «un pas rétrograde». Un mes más tarde escribió sobre lo mismo a Champagny, su ministro de Exteriores, para que se lo hiciera saber a los representantes franceses en el extranjero. 25Pero a pesar de todo, Napoleón no pudo impedir que la prensa internacional, sobre todo la británica, como ha quedado dicho, se hiciera eco de todo ello y que por ese conducto, o cualquier otro, llegara a España.

En suma, ya desde el comienzo de la legislatura los diputados reunidos en la Isla de León disponían de suficiente información sobre las bajezas de Fernando VII y sus deseos, más o menos confirmados, de formar parte de la familia de Napoleón, bien fuera mediante enlace matrimonial con alguna bonaparte o con una de sus cuñadas austriacas, bien mediante el sistema de la adopción imperial. Tratar, pues, en el parlamento de cualquier asunto relativo a la persona del rey era paso muy delicado, pues necesariamente habría que aludir a estos extremos y esto afectaría a la imagen dominante en el bando patriota del «príncipe inocente y virtuoso» engañado en Bayona y sometido a cautividad por «el tirano de Europa». Los hechos confirmaron estos temores, pues cuando finalmente se abordó el asunto en las Cortes, fue imposible evitar juicios poco favorables a la persona del rey, a pesar del exquisito cuidado en su lenguaje de todos los diputados, sin excepción.

LA IMAGEN DEL REY

En el debate parlamentario los diputados se esforzaron por mantener el discurso dominante sobre la persona y situación del rey. En consecuencia, todos eximieron a Fernando VII de responsabilidad en las desgracias de España (se ajustaron, pues, a la imagen del «príncipe inocente») y recalcaron la dura cautividad en que le tenía sometido Napoleón. Así pues, cualquier desliz en su comportamiento no era imputable al rey, por carecer este de libertad, sino responsabilidad del emperador, el gran manipulador y urdidor de mentiras y maquinaciones destinadas a socavar la moral guerrera de los españoles. Pero es patente que algunos diputados no estaban plenamente convencidos de todo ello y en sus discursos expresaron desconfianza hacia Fernando VII, por más que la disimularan con la retórica de ensalzamiento de su figura exigida en aquella coyuntura, especialmente y de forma directa por el variado público asistente a las sesiones públicas.

La mayor dificultad para todos consistió en hallar un argumento convincente para demostrar que Fernando no se había avenido a concertar un matrimonio mediatizado por Napoleón. Eso parecía empresa casi imposible, pues no bastaba el recurso a la carencia de libertad del rey, ni a esa pregonada bondad intrínseca que le impediría actuar de forma inconveniente, como defendió desde la tribuna parlamentaria Blas Ostolaza, uno de los fernandinos más extremista. Todos sabían que conseguir la mano de una princesa francesa era una vieja aspiración de Fernando, que databa de su época de príncipe de Asturias, cuando, por cierto, gozaba de libertad. Pero si en aquel tiempo cabía dar una interpretación positiva al proyecto del príncipe (podría ser un medio de consolidar la relación con napoleón para terminar con el poder del odiado Godoy), en 1810 resultaba inaceptable, porque España libraba una guerra encarnizada contra el francés e Inglaterra, cuyo concurso era imprescindible para mantener la lucha, no permitiría un acuerdo de esta naturaleza. Además, un nuevo factor, la solicitud de Fernando de convertirse en hijo adoptivo de Napoleón, agravaba ahora considerablemente la cuestión, pues el ordenamiento constitucional del Imperio francés concedía derechos sucesorios a los que tuvieran esa condición. Si se dieran ambas circunstancias –la adopción de Fernando y su enlace con una cuñada del emperador– se sentarían las bases para un posible cambio político radical en España, inaceptable de todo punto para quienes luchaban contra las tropas imperiales y contra el rey «intruso» y, más aún, para las Cortes de Cádiz, que habían declarado el principio de soberanía nacional. Si todo se cumplía como parecería desear Fernando VII, este dejaría de ser miembro de la Casa de Borbón, para pasar a serlo de la de Napoleón, al igual que lo era el rey José, y podría regresar a España de la mano de Napoleón para ocupar de nuevo el trono, convertido en su fiel y sumiso instrumento, como constaba en las cartas publicadas por Le Moniteur . 26Esto supondría el fin de la guerra, pues muchos españoles dejarían las armas, seducidos por la vuelta del «príncipe inocente» y virtuoso, y acarrearía la sumisión definitiva de España a Napoleón. La nación española, en consecuencia, perdería su independencia, dejaría de ser soberana y se rompería el pacto entre los españoles y su rey, base histórica de la monarquía española según la convicción de todos los diputados de esas Cortes.

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