La señora Amelia, desde que Galindo se marchó, no volvió a pisar la esquina de Flor Alta. Recibió una carta en la que él agradecía toda la ayuda y el calor que recibió cuando cruzaba los peores momentos de su existencia.
Mi estimada señora Amelia:
Cuando me alejé de su casa, creí que mis fuerzas iban a fallarme, pero me armé de valor y de alguna forma sus palabras fueron mi guía. Con mi ligero equipaje, caminé hasta el punto donde iba a comenzar mi viaje hacia Fuenmayor. Presté atención a lo que me dijo cuando me entregó aquella carta cerrada: «Ábrela cuando estés viajando y fuera de Madrid, antes no». Respetando su deseo, así lo hice. Mi memoria siempre retuvo aquellas maravillosas frases, las que dieron tanto empuje a mi falta de fe. Hoy en esta las escribo, deseo que las recuerde:
«A ti…
La debilidad y el aburrimiento no son buenos compañeros de viaje, deséchalos, no ocultes la felicidad y alegría que tienes escondidas. Lo sé, la falta de confianza arraigada en tu alma, en tu profundo e inquieto espíritu, te frena subir al lugar que te pertenece y deseas estar. Despierta, dale paso a la convivencia, lealtad, amistad y bienestar. Agradece cuanto te rodee y palpes, no cierres los ojos, abre tu puerta de par en par y que la luz penetre iluminando todo tu ser».
¡Cuánta verdad encierran sus palabras! La deuda que tengo con usted creo que siempre quedará pendiente, no tiene precio, y no me refiero a lo económico (que, de paso sea dicho, fue muy espléndida), sino al haber conseguido iluminar el sendero que tan distante y oscuro estaba, el que me ha llevado a recuperar mi dignidad.
Siento la ausencia de Capulino, pero sé que está en las mejores manos posibles. Hoy he recordado muchas escenas vividas con él… Cuando me sugirió que lo dejase con usted, tuve mis dudas, pero creo que mi decisión fue la correcta y estoy convencido de ello.
Mi presencia en este lugar, sin haber avisado previamente de mi llegada, causó un impacto de sorpresa y no precisamente de júbilo y alegría, más bien lo contrario, sobre todo por parte de mis hermanos, con los cuales la unión y amistad familiar, al día de hoy, son muy distantes. Mi madre apenas me reconoció; su memoria, lamentablemente, sigue muy deteriorada.Yo, por el contrario, me encuentro lúcido. Mi pasado se difumina poco a poco y estoy satisfecho de todo cuanto he logrado este año que toca a su fin. Por cierto, le tengo preparada una sorpresa. Creo que será de su agrado.
Salude a su amable vecino y a usted le envío todo mi cariño, de corazón.Y a Capulino dele unas palmaditas en el lomo y acaríciele, eso a él le gusta mucho.
Un fuerte abrazo,
Jacobo Galindo
La señora Amelia, cómodamente sentada en su mecedora, sonriente y satisfecha, después de leerla, la guardó. A sus pies, tendido y adormentado, se encontraba Capulino, que aunque estaba perfectamente atendido y bien alimentado, no volvió nunca a ser juguetón y saltarín. Quizá la tristeza en sus ojos era muestra de que el ser que le dio tanto calor y cariño no estaba a su lado. Le faltaba oír la voz, las historias… En su nuevo hogar todo era silencio y orden.
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