Juan José Castillo Ruiz - Desde el suelo

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En tierras logroñesas era bien conocida la bodega Galindo. Cuando el cabeza de familia decidió retirarse, convencido de que sus tres hijos darían continuidad al negocio, Jacobo, el más joven, rechazó su oferta. Por su cabeza rondaban otros planes: acariciaba la idea de convertirse en poeta. Su sueño le condujo a Málaga, donde experimentó por primera vez la pasión, el amor, la amargura y los celos. En un desafortunado encuentro perdió la vida un caballero y, aunque Jacobo nunca se sintió culpable, decidió abandonar el país y se enfrentó a una nueva etapa en tierras extrañas. Allí el destino cruzó en su camino a una excelente mujer, junto a la cual se convirtió en padre de una maravillosa criatura. El regreso a España por motivos de herencia no resultó feliz para Jacobo, que acabó recluido en una prisión madrileña. Cumplida la condena, en su mente únicamente flotaba una esperanza: unir los cabos que le conducirían a reunirse nuevamente con su esposa e hijo, pero el sueño se alejaba sin poder contenerlo. Capulino, un desaliñado chucho que encontró casualmente cuando deambulaba por las calles de Madrid, se convirtió en su apoyo y compañero. Juntos pasaban los días y recibían los donativos de quienes se detenían ante ellos, sintiendo ternura y compasión. La continuación y el final de esta historia de amor quedan en este punto para que usted, estimado lector, los descubra sumergiéndose en las páginas de esta novela.

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—Anda, vámonos que nos llaman.

Ambos caminaron juntos hacia el edificio y, después de un riguroso registro por parte del celador de guardia, entraron en la celda, cerrándose tras de ellos automáticamente.

—¡Capu, te has quedado dormido! Yo creo que también me voy a dormir, porque la noche está muy fría. ¡Ah!, antes voy a probarme los pantalones. Seguro que me quedarán bien.

A la mañana siguiente, Galindo se despertó muy temprano y Capulino seguía durmiendo. No quiso despertarlo, y con sigilo se alejó de su esquina sin hacer ruido. Se acercó al bar y regresó con algo de alimento.

—Capu, ya te has despertado, ¿eh? Pues vamos a desayunar. Hoy hace menos frío que ayer, creo que debemos de salir a pasear ahora. Vámonos antes de que pase, ya sabes, la «brigadilla recogelotodo». Además, las calles hoy están casi solitarias, hay poca gente que transite por ellas, ¿sabes por qué? ¡Porque es sábado y ayer fue día de Navidad!, ¿comprendes? No importa, yo tampoco lo entiendo mucho, pero es así.

Despacito comenzaron a bajar por la Gran Vía.

—¿Sabes, Capu? Nos hicimos amigos, aunque no fue fácil. Te hablo del compañero que tuve en la celda, del que te hablé anoche y no te enteraste…

No teníamos nada en común, discrepábamos en muchas cosas y era eso precisamente lo que nos ayudaba a no entrar en un estado triste y depresivo. Las discusiones eran grandes y escandalosas. Él me consideraba un soñador, aunque siempre creí que llegó a tenerme cierto respeto y aprecio, al menos así lo quise entender. Todas las malas experiencias que sufrió siendo joven, sobre todo ser huérfano y estar confinado en un correccional, lo marcaron mucho y tuvo la debilidad de escoger el camino equivocado. Sus dos maestros de las malas artes, apodados el Pecho Lobo y el Gallina, fueron los que le enseñaron que había fórmulas de poder vivir sin trabajar, y siguiendo unas reglas de aprendizaje era cuestión de tiempo el hacerse profesional dentro de aquel mundo, en el que era fácil de alcanzar todo cuanto quisiera, sin ser visto, en silencio y solitario. ¡Qué mal aconsejado estuvo!

¿Sabes, Capu? Me dijo que su primer éxito como «abrecajas» fue en un supermercado situado en un pequeño pueblo cerca de Salamanca, donde amenazó a la cajera y pudo obtener todo el dinero que había dentro de la registradora sin ningún problema. Fue fácil y rápido y eso le animó. Allí comenzó su carrera como delincuente, pero según me fue contando, después de ejecutar tantos y tantos atracos, y desvalijar cajas fuertes en viviendas privadas e incluso intentarlo en una entidad bancaria, he llegado a creer que él, sumido en su mundo, ese espacio fuera de la ley, nunca se detuvo a pensar las graves consecuencias que le podía acarrear.

Estuvimos unidos mucho tiempo en aquel inolvidable espacio donde tantas historias quedaron flotando entre paredes sordas y mudas, nuestras y quién sabe de cuántos otros. Historias que nadie nunca sabrá ni los muros podrán contar. Al Búho lo indultaron antes que a mí y me quedé solo durante el resto de mi condena; nadie más ocupó aquella celda.

VI

—Capu, nos hemos alejado mucho hoy. ¡Estamos casi al final de la calle Princesa! Vamos a regresar, porque son casi las ocho y no vaya a ser que…, ya sabes, ¡que nos dejen limpios!

De vuelta Galindo no habló nada, solo pensaba y recordaba…

Marie Anne nunca lo visitó ni recibió noticias de ella; aunque él le escribió en varias ocasiones, jamás tuvo respuesta. Antes del enlace matrimonial, él no fue bien recibido en el seno de aquella familia, de modo que los padres, al conocer la noticia de su estado, consideraron que qué mejor momento para hacerle ver a su hija que nunca debería haberse casado. Él era todo lo contrario a ser un buen marido, era un ser indeseable y tachado de criminal. El acoso que Marie Anne pudo sufrir, siendo ella una persona incapaz de soportar tanta presión, hizo que quizá pensara que lo mejor para el pequeño Philippe sería volver a su hogar paterno, donde podría rehacer su vida y, tal vez con el tiempo, olvidar el pasado. Solo recibió la visita de Eulogio, su hermano menor, y quizá fue porque en aquel tiempo se encontraba estudiando en Madrid. El resto de su familia lo ignoró completamente.

Durante aquellos años de miseria y soledad, privado de su libertad y palabra, ignorado del resto de la humanidad, rodeado de malicia y sinsabores, su deseo de vivir y subir a la superficie después de tocar fondo fue lo que encendió de nuevo la luz que le alumbró y que surgió de la pequeña llama que aún existía en lo más profundo de su alma.

El potente poder de su imaginación lo transportó a lugares infinitamente distantes, al margen de todo lo real. Creó y edificó en su mente un mundo mágico y lleno de fantasía. Pudo obtener papel y lápiz, y con esos dos sencillos y admirables objetos comenzó a escribir…

Cuando Galindo dio su primer paso fuera de aquella terrible prisión, se encontró desamparado, sin rumbo, solo y perdido. La posibilidad de poder retomar un nuevo sistema de vida borrando el pasado sería muy difícil, o casi imposible. Llamó a muchas puertas y todo eran rechazos y portazos cuando descubrían dónde había pasado los últimos años de su vida. Aunque no perdía la esperanza, comenzaba a desechar la idea de poder integrarse nuevamente en el mundo laboral y social. Nunca quiso regresar a su pueblo natal ni pedir ayuda, estaba seguro de que se la hubiesen negado.

El tiempo pasaba y sus fuerzas se agotaban. Los pocos objetos de valor que poseía los empeñó y pudo subsistir un poco más. Decidió recitar sus poemas y versos, pero ¿dónde?, ¿quién le escucharía? Sus escenarios fueron las esquinas, plazoletas, par-ques, jardines y otros tantos lugares donde quizá hoy alguien lo recordará. La colecta al fin del día la empleaba en un plato de comida y una cama en un albergue caritativo.

Llegó a conocer Madrid muy bien, paso a paso, calle por calle, barriada por barriada, y fue en la de Vallecas donde encontró a Capulino. Ya por aquel tiempo, el tono y el timbre de su voz habían mermado considerablemente, siendo su declamación suave y delicada.

—Capulino, hemos llegado y, como verás, todo está en orden. Se ve que la «brigadilla» hoy pasa más tarde, mejor así. Voy a ver qué podemos recabar hoy, porque la despensa está vacía. Quédate aquí que vuelvo enseguida.

Aquel veintiséis de diciembre, la normalmente transitada esquina estuvo muy tranquila y pocas personas fueron las que pasaron por allí, de modo que la recaudación fue pobre.

Fueron muchos los grados bajo cero que el termómetro registró aquella madrugada navideña, tantos que el frágil y débil cuerpo de Galindo al despertar la mañana no pudo alzarse como siempre. Permanecía tendido, con fiebre altísima. Capulino, sentado a su lado, temblaba y movía su cola sin cesar.

La señora anciana, a la que tantas veces Galindo agradeció su ayuda cuando depositaba algo en su gorrilla, caminaba hacia aquella zona. Deseaba hablar con Jacobo, porque desde el día que él le dijo cuáles eran sus apellidos no dejó de pensar: «¿Dónde los he oído yo antes?».

Le llamó la atención ver a un grupo de gente que rodeaba la esquina, se acercó y fue informada de lo que sucedía. Los del riego fueron los que avisaron a Urgencias cuando quisieron regar la esquina. Una ambulancia de la Cruz Roja acababa de llegar.

—¿Hacia dónde lo llevan? —preguntó la señora.

—Al centro médico cristiano en calle Doctor Esquerdo —le respondió el doctor de la ambulancia.

—¿Y el perro?

—La Sociedad Protectora de Animales lo recogerá y lo llevarán a una guardería. ¿Conoce usted a este hombre?

—Sí, bastante.

—Si desea hacerse cargo del chucho, esta es la dirección donde puede ir y allí le informarán, ¿de acuerdo?

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