Contraerían matrimonio en la iglesia de San Felipe Neri en calle Parras, cerca de donde vivíamos. Carlos decidió celebrar la despedida de soltero en pleno mes de agosto. Si mal no recuerdo, era el día 15 en la taberna Los Palomitos, justo al lado de la casa de Isabel en calle Alderete. Yo fui invitado. La fecha de la boda la ajustaron para finales de ese mes y el banquete tendría lugar en la casa de calle San Bartolomé. Todos los vecinos se esmeraron en adornarla con farolillos y cadenetas, y en el patio donde se encontraban los lebrillos comunes, Manolo, el carpintero, extendió un tablón que se utilizaría como mesa nupcial. Carlota, una beata que habitaba en la parte superior de la casa, prestó su pick up y una placa de La verbena de la Paloma. En el corredor colgaron mantones de colores y abanicos de papel; en los alambres de tender la ropa, banderitas del Tío Pepe y el Biscúter se ofreció a llevar a la novia a la iglesia.
—Bueno, Capu, ya estamos aquí. Esperaremos a que se seque un poco la acera, porque si sacamos ahora los cartones, se van a mojar, ¿te parece? Pero vamos a poner la gorrilla, que algo caerá. Vamos a sentarnos en el escalón. ¿Sabes? Nos encontrábamos celebrando la despedida de soltero de Carlos en aquella taberna cuando aparecieron dos individuos: uno apodado el Camaleón, con la guitarra en mano, y otro que respondía con el nombre del Peluso, el cantaor. Ambos dieron las buenas tardes y después de felicitar a Carlos se sentaron en una esquina. El camarero les llevó una botella de vino blanco y comenzaron a cantar, según me dijeron por bulerías. No sabía si lo interpretaban bien o mal, porque yo esos cantes no los conocía, aunque me sonaba un poco desafinado.
Sobre las nueve y media de la noche, la fiesta estaba muy animada y más de uno ya comenzaba a exteriorizar los efectos del alcohol. Se unieron en grupo cantando con los flamencos, y eso empeoró la actuación del dúo de una forma considerable, siendo insoportable el ruido tan espantoso. Yo también había consumido algunas copas de vino y estaba alegre, y con un fino en la mano me acerqué a la puerta de entrada a respirar un poco de aire fresco. No habían pasado ni cinco minutos cuando decidí entrar de nuevo y unirme a la reunión, pero cuál fue mi sorpresa al ver pasar a Isabel. Caminaba sola, ella no me vio. Me temblaron las manos derramando un poco de vino, no daba crédito a mis ojos, pero ¡era ella! Deposité mi copa en el mostrador. Lucas, el camarero, me preguntó:
—¿Se marcha?
—No, solo voy a dar una vuelta para despejarme.
Salí de la taberna y, guardando una distancia prudencial, comencé a seguirla.
Isabel caminaba subiendo la cuesta de Capuchinos y continuó por la carrera del mismo nombre hacia la fuente de Olletas. Yo la seguía con sumo cuidado de no ser visto. Dejando atrás la fuente, continuó por la carretera del camino del Colmenar. Oscurecía, y eso me beneficiaba. Isabel, al llegar a un lugar donde estaba cubierto por árboles en la primera curva de la carretera, alzó la mano saludando a alguien que no pude ver. Me fui acercando con sigilo, miraba en todas direcciones, pues quería asegurarme de que no había nadie en aquel lugar que notara mi presencia. Mi corazón latía a un ritmo más acelerado de lo normal. Una vez delante de aquella arboleda, oí voces y quise retroceder, pero no pude, y sin pensar en las consecuencias o el peligro que podría correr, me abrí paso entre la maleza. No tardé en descubrir lo que no quería ver, lo que me causó tanto dolor. Ante mis ojos, Isabel abrazaba a aquella persona, la que días antes vi en el río.
Mi presencia inesperada indignó tanto a Isabel que me insultó de forma cruel y despreciativa, y su grosería causó en mí tal impacto que reaccioné de una forma violenta. Sin poderlo evitar, empujé con todas mis fuerzas a aquel individuo, con tan mala fortuna que golpeándose la cabeza contra un tronco de árbol, cayó fulminado por tierra. Isabel gritó, se arrodilló y cuando comprobó que aquella persona no respiraba, se alzó y, mirándome fijamente a los ojos, me dijo:
—Lo has matado, asesino. ¡Está muerto!
Ella a toda prisa salió de aquella zona de árboles gritando: «¡Lo has matado!». Sentí pánico, y por un instante quedé inmóvil, sin saber qué hacer. No pude comprobar lo que ella proclamaba y salí de aquel laberinto a toda prisa tratando de alcanzar a Isabel, pero cuando me encontré en la carretera, ella había desaparecido en la oscuridad. A paso ligero recorrí de nuevo el camino de regreso a la taberna donde Carlos festejaba su despedida de soltero.
III
—Capu, ¿tienes hambre? Ven, vamos a colocar los cartones en la acera, que ya está seca. Mira, ahí viene esa señora, la que siempre nos da algo… Buenos días, muchas gracias y le deseo que mañana tenga suerte. ¿Juega Vd. a la lotería?
—No, yo nunca juego.
Y diciendo esto, acarició a Capulino y cruzó la Gran Vía.
—¡Capu, nos ha dejado cien pesetas! ¡Vamos a desayunar de lujo! ¿Tienes sed? Espera, te voy a dar agua. Voy a comprar una garrafa.
»Don Basilio, el del bar, nos ha dado una pringá que está riquísima. Espera, hombre, no te pongas nervioso que la voy a dividir. Aquí tienes. No comas tan rápido, ya sabes que después te sienta mal.
»Caballero, muchas gracias. ¿Has visto?, la gorrilla se está llenando. Voy a retirar un poco de dinero de ella, ya sabes, por si acaso… ¿Has terminado?
Capulino se relamía con gusto y siempre esperaba algo más, pero…
Como te iba contando, no sabía si alguien había notado mi ausencia durante el tiempo que estuve fuera de la taberna, porque el jaleo y la fiesta continuaban.
Bien entrada la noche, Carlos apenas podía hablar, aunque se reía muchísimo; creo que había consumido más alcohol de lo normal. Los flamencos se marcharon con más pena que gloria y solo un pequeño grupo estaba canturreando bajito. Lucas, el camarero, fue el único que me preguntó
—¿Qué tal?, ¿cómo está?, ¿le ha sentado bien un poco de aire fresco?
—Pues sí —le respondí.
El tabernero decidió que ya era hora de cerrar y entre algunos amigos y yo ayudamos a Carlos a llevarlo a su casa. Aunque estaba cerca, fue difícil conseguir subir los escalones hasta dejarlo en su habitación.
Lo que quedaba del resto de la noche lo pasé en vela. No pude conciliar el sueño, era imposible alejar de mi pensamiento aquellos momentos tan horribles y angustiosos.
El cuerpo de aquel hombre fue descubierto a la mañana siguiente y el diario de la tarde publicó con detalles su identidad. Era un constructor de obras nacido en el pueblo de Casabermeja, estaba casado y con hijos, y residía en Málaga desde hacía algún tiempo debido a que tenía en construcción varias obras por la zona de Olletas. No daba detalles de la forma en que supuestamente pudo haber sido asesinado, solo que el motivo aparente de su muerte fue debido a un fuerte golpe que recibió en la cabeza. También mencionaba que hubo un testigo que vio correr a una persona por aquel paraje apenas entrada la noche, aunque no pudo distinguir si era hombre o mujer.
Marcharme de Málaga fue lo primero que pensé. Creí que era lo más prudente y necesario por mi seguridad y mi paz. Sentí pánico y no me concentraba en nada de lo que hacía, lo pensaba una y otra vez… Dejar atrás todos mis proyectos, mis poetas, la alegría de la gente, mis sueños… era algo que me haría mucho daño, pero si Isabel decidiese delatarme, el daño sería aún mayor. ¿Cómo demostraría mi inocencia? La respuesta a mis dudas fue ausentarme, aunque no de una forma inmediata, porque pensé que quizá podría despertar sospechas, de modo que lo haría después de la boda de Carlos.
Una de las pocas cartas que escribí a mi madre fue para decirle que me marchaba de España, aunque no le di detalles del motivo; creo que hice lo mejor para evitarle un sufrimiento añadido. Ella era la persona que me enviaba por correo postal sin fallar ni un mes suficiente dinero para poder sobrevivir, y siempre creí que lo hizo a espaldas de mi padre, el cual nunca preguntó por mí.
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