Juan José Castillo Ruiz - Desde el suelo

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En tierras logroñesas era bien conocida la bodega Galindo. Cuando el cabeza de familia decidió retirarse, convencido de que sus tres hijos darían continuidad al negocio, Jacobo, el más joven, rechazó su oferta. Por su cabeza rondaban otros planes: acariciaba la idea de convertirse en poeta. Su sueño le condujo a Málaga, donde experimentó por primera vez la pasión, el amor, la amargura y los celos. En un desafortunado encuentro perdió la vida un caballero y, aunque Jacobo nunca se sintió culpable, decidió abandonar el país y se enfrentó a una nueva etapa en tierras extrañas. Allí el destino cruzó en su camino a una excelente mujer, junto a la cual se convirtió en padre de una maravillosa criatura. El regreso a España por motivos de herencia no resultó feliz para Jacobo, que acabó recluido en una prisión madrileña. Cumplida la condena, en su mente únicamente flotaba una esperanza: unir los cabos que le conducirían a reunirse nuevamente con su esposa e hijo, pero el sueño se alejaba sin poder contenerlo. Capulino, un desaliñado chucho que encontró casualmente cuando deambulaba por las calles de Madrid, se convirtió en su apoyo y compañero. Juntos pasaban los días y recibían los donativos de quienes se detenían ante ellos, sintiendo ternura y compasión. La continuación y el final de esta historia de amor quedan en este punto para que usted, estimado lector, los descubra sumergiéndose en las páginas de esta novela.

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Hoy es un día grande, se juega la lotería navideña, el gordo.

—Capu, ¿comemos algo? Cuando oyes la palabra comer te despiertas, ¿eh? Espera, que vuelvo enseguida.

»Según comentan, el gordo ha caído en un pueblo de Barcelona o Badalona… Bueno, nosotros a lo nuestro. ¡Anda, qué hueso te he traído! Yo tengo un bocadillo de atún.

»Hoy ha sido un día de buen recaudo. La gente ha sido muy espléndida con nosotros y he dado mil gracias a todos cuantos nos han ayudado a llenar la gorrilla. Todo es gozo y alegría en las calles madrileñas.

»Ya lo sé, Capu, ya lo sé. ¿Y si fueras tú quien tratara de contarme algo? Pero con alguien tengo que hablar, ¿no? Además, estoy convencido de que tú de alguna forma me entiendes, ¿verdad? Es que como me miras tan fijo pues creo que me escuchas, ¿sabes? Te sigo contando…

Faltaban casi dos semanas para la ceremonia y aunque no era mucho el tiempo de que disponía, pude averiguar, entre otras cosas, que una cooperativa agrícola necesitaba a jóvenes para realizar la recogida de la uva en la vendimia al sur de Francia. ¡Qué ironía! Verme mezclado en vinícolas, labor que tanto desprecié en mi propia tierra y familia. Pero no podía permitirme esperar a elegir algo que fuese de mi gusto, de modo que me alisté y me escogieron. El permiso de trabajo, así como el documento de salida del país, me lo proporcionó la cooperativa. Unido a otros jornaleros, cruzamos la frontera un dos de septiembre con destino a Burdeos.

Durante el largo y aburrido viaje fui recordando con detalles todo lo vivido en tan poco tiempo en esa preciosa ciudad de Málaga que nunca olvidaré, y en mi mente no cesaban de retumbar las palabras de Isabel que tanto dolor me causaron. Yo seguía muy enamorado de ella, pero debía irme haciendo a la idea de que nunca más la volvería a ver.

Uno de los eventos, como bien prometí a doña Rosalía, fue asistir a la boda de su hijo. Decidieron celebrarla a finales de agosto a las doce del mediodía en San Felipe Neri. Las varas de nardos, rosas, margaritas y claveles blancos adornaban el altar de la iglesia, depositados con gracia y gusto exquisito, y un olor agradable inundaba el recinto. Doña Rosalía, emocionada junto a su hijo, esperaba la venida de la novia.

El coro cantaba acompañado del armonioso sonido del órgano, ejecutado con dulzura por un amable y veterano músico de cierta reputación en los eventos religiosos.

Josefina no aparecía. El sacerdote discretamente se acercó al novio preguntándole dónde estaba la novia. ¿A qué se debía el retraso?

Alguien dio el aviso de que una mujer vestida de blanco con un ramo de flores en la mano se acercaba a paso ligero hacia la iglesia, acompañada de un caballero vestido de oscuro, y en la pendiente de calle Parras se divisaba un auto parado envuelto en una gran nube de humo negro.

Entre tanto desconcierto, pensé que era el momento oportuno de marcharme y, a sabiendas de que todos los vecinos de la casa de calle San Bartolomé se encontraban en la iglesia, aproveché la ocasión para poder recoger mis pocas pertenencias y desaparecer sin dar más explicaciones. Nunca supe si se casaron.

La vendimia duró apenas nueve días y, como era obvio, yo no regresaría a España con el resto de los compañeros, de modo que estuve planificando mi estancia en Francia. Durante ese tiempo, conocí a una persona que captó mis conocimientos en el vasto mundo de los vinos y me ofreció la posibilidad de poder representar vinos franceses en la región de Normandía. No era precisamente lo que deseaba hacer, pero era el comienzo de una nueva etapa de mi vida y no podía rechazarlo. De modo que después de pensarlo acepté la propuesta de trabajo, pero antes decidí visitar París. Rondaba en mi mente desde que pisé suelo francés y ahora tenía la oportunidad de hacerlo.

IV

—Capu, ¿sabes lo que nos ha regalado don Basilio, el del bar? ¡Un paraguas! Según me dijo, alguien lo dejó olvidado hace tiempo y nadie lo ha reclamado. ¡De modo que nos viene de maravillas!, porque hoy creo que va a llover muchísimo. Fíjate en el cielo, esas nubes amenazan agua. Bueno, nosotros ya tenemos cobijo.

»Ah, París, Capu, París. ¡Qué maravilla de ciudad, qué armonía! Sus puentes y su río, sus calles y fuentes, su famoso arco y su grandiosa torre… ¡Ah! Capu, ¿sabes?, allí conocí a Marie Anne Favre, linda y culta mujer de procedencia suiza, nacida en Arles…

Fue una tarde que coincidimos admirando pinturas en un café a orillas del Sena donde se celebraba una exposición. Ella estudió Arte y uno de los pintores por el que sentía gran admiración era Claude Monet. Me contó que sus padres se trasladaron a Francia al comienzo de la Segunda Guerra Mundial y, según me dijo, los motivos fueron puramente comerciales. Pensaron que sus actividades como marchantes en obras de arte serían más lucrativas en zona francesa.

Lo de representar vinos en Normandía se alejaba por momentos, porque mi relación con Marie era muy buena y comenzamos a vernos con regularidad. Yo no disponía de mucho capital para continuar en París sin hacer nada, y mi madre creo que pudo haber sido sorprendida por mi padre y dejé de recibir ayuda monetaria, así lo quise entender en su última carta.

Nunca pude leer a los poetas franceses. Bueno, creo que fue porque como Marie Anne hablaba un poco de español, pues no sentí la necesidad de aprender francés. Con ella era muy feliz. Nuestra estancia en París fue corta. Decidimos casarnos en Notre Dame y así lo hicimos, aunque siempre creí que sus padres no me aceptaron como el marido ideal para su única hija.

Claro, yo no poseía fortuna, y aunque les hubiese referido la posición de mis padres en España, no hubiera significado nada, porque yo estaba desheredado. Pero lo que unió más a la familia fue el nacimiento de nuestro hijo Philippe. El pequeño fortaleció los lazos entre nosotros e incluso el padre de Marie llegó a ofrecerme un puesto en su empresa, lo que yo rechacé.

—Capu, está anocheciendo. Vamos a ir a dar un paseo, que nos hace falta a los dos. Tengo las piernas entumecidas, todo el día tirado en esta esquina como un mendigo. Bueno, en realidad es lo que soy, ¿no? Tú conmigo no tienes porvenir, ¿sabes? Te lo digo por si quieres irte con otro amo, ¿sabes? ¿Quieres irte? Anda, corre.

Capulino sentado alzaba una oreja, la otra se le quedaba floja, y apoyado en sus patas traseras, con las delanteras comenzaba a golpear el vientre de Galindo.

—Bueno, bueno, ya sé que no te gusta que te hable así, pero tú eres libre, ¿lo sabes, no? Hoy vamos a caminar por calle San Bernardo. No queremos que nos miren mal por la Gran Vía y por aquí hay menos gente.

Capu en la esquina de calle Minas no pudo resistir las ganas de desalojar su vejiga.

De regreso, Galindo se detuvo en el bar de don Basilio y discretamente asomó la cabeza por la puerta. Capulino quedó sentado en la acera por orden de su amo. Uno de los dependientes del bar le acercó una bolsa. Galindo le dio las gracias y ambos continuaron su camino de regreso a la esquina.

—¿Sabes, Capu? Hoy estrenamos cartones. Como yo digo: ¡cambiamos de sábanas! Vamos a ver lo que nos han dado. ¡Mira!, trozos de pizza. Para ti los de jamón; yo me tomo los de atún.

»Como te decía, no acepté la oferta de mi suegro y nos marchamos a Normandía, pero como había pasado mucho tiempo desde que me ofrecieron el trabajo, cuando llegamos ya se lo habían adjudicado a otra persona. Marie Anne, como era tan prudente, no hizo ningún comentario responsabilizándome de mi poca seriedad. «Lo sé, lo sé, es mi culpa», le dije. «No te preocupes», me respondió.

»¡Capu, has manchado los cartones nuevos! No saques la comida de tu plato. Toma, bebe agua. Para Reyes me gustaría que estrenásemos nuevo portal. Podemos escoger, no tenemos problemas de avisar al propietario de que desalojamos la vivienda, ¿verdad? Hoy no ha sido un buen día de recaudación. Bueno, mañana Dios dirá.

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