—¿Sabes, Galindo? Mi hijo ya tiene sus añitos y su novia Josefina ha cumplido los treinta. De modo que ya va siendo hora, ¿no crees? Me refiero a que se casen y tengan familia, ¿sabes?
—Claro, señora. Yo también lo creo así.
—Ay, espero que sí. Él dice que para julio lo quiere hacer, ¡vamos a ver!
Comencé a introducirme en el mundo de la poesía y visitaba lugares donde se reunían jóvenes poetas, siendo el Conservatorio de María Cristina en la plaza de San Francisco de Málaga donde se celebraban más recitales. En aquel magnífico salón de conciertos, fue donde una tarde conocí a Isabel, bellísima joven de la cual quedé prendado. Ella solía ir a algún concierto de música clásica y en ocasiones a recitales de poesía. Charlamos en el entreacto, en el famoso salón de los espejos, y qué coincidencia, vivía con los padres muy cerca de mí, en calle Alderete, justo al lado de una taberna llamada Los Palomitos, famosa por sus reuniones de cantaores flamencos y guitarristas.
II
—¿Oyes, Capu? Buen chico, veo que te has despertado. Pues bien, vamos a tratar de comer algo. Tú espérame aquí que voy a ver qué consigo.
Galindo nunca dejaba a su fiel Capulino solo por mucho tiempo, y ese era el motivo por el cual siempre se acercaba al bar donde le conocían en la calle San Bernardo, que estaba situado a unos cincuenta metros desde su esquina. Con la recogida de dinero de la mañana pudo comprar una pizza y una buena lata de Pal, comida que le encantaba a Capulino. Almorzaron con apetito y en silencio. Comenzó a llover y la gente que pasaba lo hacía a paso ligero, sin apenas fijarse en aquellos dos seres diminutos que, al parecer, ellos, no estaban incluidos ni pertenecían al resto de la sociedad.
Galindo a toda prisa recogió sus cartones y se refugiaron en un portal que permanecía cerrado y que en su día fue un establecimiento dedicado a mercería y quincalla.
—Espero que la lluvia no continúe durante toda la tarde, porque en ese caso a ver qué vamos a cenar. Bueno, Capu, no te preocupes que algo haremos. De momento vamos a ver si dormimos una siesta, ¿sí?
Ambos se unieron y cubrieron con una manta descolorida. Galindo comentaba en voz baja:
—¿Has visto, Capu? Desde el suelo se ve a la gente como gigantes, y a nosotros casi nadie nos mira. Es como si no existiéramos. Somos incluso, diría yo, algo contagiosos e insignificantes, ¿verdad?
Cuando despertaron, las luces de la Gran Vía estaban encendidas. La lluvia había cesado y una gran multitud circulaba de un lado para otro con paquetes, bolsas, maletas y todo tipo de cajas con regalos y obsequios con vista a las Navidades, que ya estaban cerca.
Volvieron a su esquina y de nuevo extendió Galindo sus cartones, con la esperanza de obtener suficiente para una cena caliente.
—¿Sabes, Capu? Isabel fue el gran amor de mi vida. La pasión y los celos recorrían mi cuerpo hasta llegar a lo más profundo de mi alma, y sin darme cuenta mi capacidad y voluntad en el orden, disciplina y dedicación a los estudios iban desapareciendo sin poder controlarlos.
»Nunca supe la edad que tenía, no quería saberlo; además, no era cortés preguntar, aunque creo que aún no había cumplido los veinte años. Nuestras citas eran siempre a escondidas, en lugares distantes de nuestro barrio; no quería ser vista conmigo en público y yo me encontraba incómodo, pero era tanto el deseo de estar junto a ella que no preguntaba el porqué. Un buen día no acudió a nuestra cita. Anduve merodeando los alrededores de su casa, pero nada, ni rastro. Yo estaba inquieto y nervioso. También dejó de asistir a los recitales y conciertos del conservatorio. Pasé unas semanas llenas de angustia y temor, sin saber nada, y no me concentraba en mis estudios. Una tarde, cuando el sol descendía por detrás del monte coronado, me encontraba dando uno de mis paseos solitarios entre las pequeñas huertas justo detrás del río Guadalmedina, cuando me pareció ver a Isabel justo en la parte opuesta del paredón de este río seco, y no iba sola, le acompañaba un hombre que por su forma de andar y su figura supuse que sería su padre o algún familiar. El primer impulso que tuve fue dar un grito y pronunciar su nombre, pero me detuve y, por el contrario, aceleré mi paso y traté de cruzar el río para alcanzarles y asegurarme de que era ella, pero cuando me encontré en el lugar donde creí verles, habían desaparecido.
»Creo, Capu, que va siendo hora de que nos digamos buenas noches, porque se te cierran los ojos y no me estás escuchando, ¿verdad? Has comido bien, ¿sí? Yo no me quejo después de esta suculenta fabada de lata, ¡estaba exquisita! El viento arrecia y son casi las doce, y, como ves, poca gente queda por aquí. Todos se habrán ido a sus hogares calientes y dormirán en buenos colchones, pero ¿sabes una cosa? Aunque no lo creas, siempre hay alguien que está peor que nosotros.
Amaneció muy nublado, pero no llovía. Veintiuno de diciembre, ¡víspera del sorteo de la lotería de Navidad, el gordo! ¡Qué ilusión! Galindo casi podía ver la gran fila de gente que esperaba a que abriese la administración de loterías de Doña Manolita.
—Capu, voy al bar y vuelvo enseguida. Ya sabes, no te muevas.
Ambos se sentaron y consumieron lo que les dio aquel buen hombre del bar. Galindo abrió un periódico usado y comentaba en voz alta:
—Fíjate, Capu, las cosas que pasan en el mundo, ¡hay que ver! Para qué te voy a contar. ¿Te encuentras bien, Capu? Es que no te veo muy alegre. Ya sé, quieres que demos un paseo, ¿sí? Bueno, pues espera a que pasen los del riego. Ya sabes que como vean que no estamos, se llevan los cartones, y eso no puede ser.
Galindo y Capulino comenzaron a caminar con dirección a calle Princesa y, al llegar a la plaza de España, Galindo se sentó en uno de los bancos cerca de la fuente. Allí Capulino disfrutaba corriendo y saltando sin alejarse de su amo, en un arbusto alzó la pata y orinó.
Las horas que elegía Galindo para pasear a su perro siempre eran al amanecer o bien entrada la noche; la presencia de ambos por donde quiera que pasaban molestaba y de eso era consciente Galindo, por eso evitaba la multitud.
—¡Ay, mi querido Capu, con qué poco te conformas y qué feliz eres! Te veo saltar y brincar y me contagias. Ven a mi lado, ven. Siéntate un rato que estás asfixiado. ¿Sabes que he recuperado parte de mi felicidad desde que estoy contigo? Pues sí, porque la perdí hace mucho tiempo, como perdí tantas otras cosas en el camino que recorrí. Que, por cierto, cuando anoche te hablaba de Isabel, en aquellos días, y ahora viene al caso de seguir contándotelo, yo andaba completamente enamorado y quizá algo desquiciado, pero era tan grande mi ceguera que no podía ver la realidad. Cuando descubrí el peligroso juego en el que Isabel estaba inmersa y disfrutaba, inconsciente del daño que causaba, ya era tarde para retroceder. Capu, vamos a volver porque hoy es buen día de recaudo. Mañana, como sabes, se juega la gran lotería navideña y presiento que nos va a ir muy bien.
Recorrieron de nuevo el camino hacia arriba por la Gran Vía y en el trayecto percibieron un agradable olor a chacinas que procedía de una estupenda tienda de ultramarinos. Se detuvieron un instante ante el escaparate admirando aquellos jamones colgados del techo. Uno de los dependientes los observaba desde el interior del establecimiento con descaro y, haciendo un gesto insolente, les indicó que se alejaran.
—¿Ves, Capu, cómo nos tratan? Y eso que estábamos mirando, ¡figúrate si nos da por entrar! ¿Te acuerdas de lo que te hablaba cuando vivía en aquella casa de Málaga? Pues verás, ahora que veo pasar ese auto engalanado con lazos blancos y flores en el interior, que seguramente va a recoger a una novia, te voy a contar lo que sucedió cuando Carlos, el hijo de Rosalía, decidió por fin casarse…
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