—Sí, señor. Gracias.
Cumplimentó los documentos necesarios y le acompañaron a casa en unión de aquel noble y fiel animal, llena de satisfacción. No deseaba que fuese a parar a manos de alguien que no le cuidase. Llegó a pensar que Capulino le sería de una gran compañía y tendría una vida digna junto a ella, pero antes de hacerse ilusiones era su deber consultarlo con Galindo y decidió visitarlo.
Cuando Galindo abrió los ojos, después de veinticuatro horas de haber sido ingresado en aquel centro de salud, lo primero que vio fue a aquella señora anciana sentada a su lado.
—¿Dónde estoy?, ¿qué es lo que me ha pasado? Usted es…
—Sí, sí, soy yo, ¿me reconoce? Me llamo Amelia Ruiz del Campo.
—Claro… ¿Y dónde está mi perro?
La señora comenzó a explicarle todo lo que había sucedido y le sugirió que se calmase y no se preocupara, cuando de pronto hizo su entrada en la habitación un doctor acompañado de una enfermera monja.
—¿Es usted familiar de este señor? —preguntó el doctor.
—No, señor, no, pero le conozco muy bien y sé que está solo. Por eso estoy aquí, para hacerle compañía. ¿Me puede decir qué es lo que le sucede?
—Cuando lo reconozca, lo sabré. Ahora, si es tan amable, déjenos solos con él y esta tarde podrá recoger el informe en recepción.
La señora Amelia no quiso regresar aquella tarde, decidió hacerlo al día siguiente, así Galindo podría descansar y recuperar un poco más su estado de ánimo.
Rozaban las once de la mañana cuando la señora Amelia entró de nuevo en aquel recinto del hospital. Galindo dormía y ella con sigilo, sin apenas hacer ruido, se sentó esperando su despertar, junto a la cama.
La puerta de la habitación se abrió bruscamente y una enfermera depositó en la mesita una bandeja con algún alimento y una bebida caliente. Este ruido hizo que Galindo se despertara.
—¿Cómo se encuentra esta mañana? —preguntó la enfermera.
—Creo que mejor, mucho mejor.
—Me alegro. Pues, ande, tómese esto que le sentará muy bien.
—¿Usted aquí de nuevo? —preguntó Galindo al ver sentada a la señora Amelia junto a él.
—Pues sí, ya ve. ¿Le molesto?
—En absoluto, justo lo contrario, me alegra muchísimo verle. Ayer le pregunté por mi Capulino y me dijo que se encontraba muy bien, que no me preocupase, pero después no supe nada más porque usted no regresó para seguir contándome. ¿Sabe dónde está ahora?
—En mi casa, pero no está solo. Hay alguien con él mientras yo estoy aquí con usted, ¿qué le parece?
—Pues muy bien, pero yo deseo que vuelva a mí, ¿lo comprende?
—Claro, por supuesto. Déjeme que termine de explicarle lo que sucedió, ¿sí?
Al cabo de tres días de haber sido ingresado Galindo en aquel centro hospitalario, el doctor decidió darle el alta. Aquella misma tarde, como había hecho durante todos los días que estuvo Galindo encamado, la señora Amelia estaba junto a él.
—¿Adónde piensa dirigirse? —le preguntó ella.
—¿Adónde cree usted? Al mismo sitio, ¿dónde voy a ir?
—Volver a mendigar en el estado que se encuentra sería una torpeza, se expondría a sufrir una recaída que podría causarle mucho daño y graves consecuencias… Según me ha informado el doctor, ha estado muy cerca de padecer una neumonía, ¿lo comprende? ¿Qué le parece si reposa unos días en mi casa?
—Señora, yo no puedo pagar ningún alquiler, no puedo permitírmelo. Usted sabe mejor que nadie quién soy y dónde me conoció.
—Dónde le conocí, sí, pero quién es aún no lo sé. ¿Recuerda cuando me dijo su nombre y apellidos?
—Sí, creo recordarlo.
—Pues bien, estuve haciendo memoria y pude dar con lo que buscaba, que era un pequeño libro donde yo escribía los nombres, apellidos y direcciones de las personas que alquilaban por temporada una habitación con derecho a cocina en mi casa. Normalmente eran estudiantes que, procedentes de otras ciudades o pueblos, venían a Madrid a cursar sus estudios. ¿Y sabe lo que encontré? Un nombre: Eulogio Galindo del Tejar. ¿Es ese su hermano?
Galindo guardó unos segundos de silencio, dudó, pero le respondió afirmativamente.
—Sí, lo es. Estuvo aquí en esta ciudad durante un periodo de tiempo cursando unos estudios. Él fue la única persona que… Bueno, es que yo…
—¿Ha pensado en volver a su hogar?
—¿De qué hogar me habla?
—Su familia vive en Fuenmayor, ¿no?
—Sí, pero ese no es mi hogar. Mi hogar era otro, lejos de aquí. Creo que nunca lo recuperaré, han pasado tantas cosas que…
—Creo que debemos irnos ya, necesitan la habitación. Cuéntemelo todo más tarde. Veo que le queda bastante bien la ropa que le he conseguido, ¿eh? Las monjas me dijeron que la suya la iban a destruir, pero como verá sus pertenencias están a salvo, que, por cierto, debo confesar que las he ojeado. Espero que no se moleste.
La señora Amelia le indicó al taxista que los llevara a calle Minas, 3.
La reunión de nuevo con su perro Capulino fue de lo más enternecedora. Galindo, arrodillado, lo abrazó y acarició suavemente, mientras la señora Amelia, unida a su estimado vecino, observaba de pie aquel maravilloso reencuentro.
—Venga, le voy a mostrar su habitación. Si lo desea puede asearse y después cenaremos todos, incluido mi amigo y vecino Vicente, al que acabo de presentarle, para celebrar este día tan especial.
A la mañana siguiente y después del desayuno, la señora Amelia quiso dar un paseo por los alrededores como de costumbre lo hacía, y esta vez con más razón, pues Capulino necesitaba salir. Caminaron durante un buen rato y de vuelta, sentados en un banco público situado en una plaza cercana a calle San Bernardo, Galindo comenzó a narrar el curso de su vida. Lo hizo sin omitir detalles, sabía que la señora Amelia lo escuchaba muy atenta y él creyó oportuno hacerlo en los primeros momentos de su estancia en aquella casa. Significaba mucho deshacerse de esa pesada carga que arrastró durante años y a medida que iba hablando, sentía una sensación de libertad y sosiego. No podía saber la reacción de la señora una vez terminado su relato, pero cuando la miraba a los ojos percibía paz y tranquilidad, y esa sensación de ternura solo la recordaba en la mirada de su madre.
—¿Es todo cuanto tiene que decirme? —preguntó la señora Amelia.
—Todo.
—Voy a considerarte como un miembro de mi familia, y así me encuentro más cómoda para hablarte, ¿te parece?
—Lo agradezco mucho, lo necesito.
—¿Nunca regresaste a tu hogar paterno por temor o por honor?
—Quizá por ambas cosas.
—Pienso que ha llegado el momento de hacerlo y cuanto antes, mejor. Tú no puedes seguir deambulando por estas calles mendigando y perdiendo tu salud. Además, creo firmemente que eres una persona que tiene mucho que decir y contar. Lo digo porque, como sabes, estuve leyendo algo de lo que has escrito; tus versos, tus poemas son exquisitos, de una gran sensibilidad… Me encantaría oír uno de ellos. Me parece…
—Ya los recité, en plazas como estas y en diferentes lugares, pero no sirvió de nada. Bueno, para sustentarme día a día.
—Olvida esa época. Ya has pagado demasiado cara tu falta o error.
Galindo calló y, acariciando a Capulino, bajó la cabeza para evitar que la señora Amelia viera rodar alguna lágrima por su rostro.
Pasaron los días y meses, y nadie notó la ausencia de aquella pareja inseparable por aquel lugar. Incluso en el bar de Basilio tampoco echaron de menos al pedigüeño de Galindo. Tal vez, alguien algún día preguntaría: «Oye, hace tiempo que no vemos a aquel tímido y bien educado mendigo que andaba por aquí con su perro, ¿verdad? Sabe Dios dónde estarán…».
Читать дальше