Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria
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“No sabemos”, fue la respuesta sobre la causa de la decapitación. Ni siquiera si había sido un homicidio. O un accidente. Además, no habían dado con la desaparecida.
Un chicle para rumiar, no bastó. Ni un café en el bar más próximo. Con la vodka fue diferente. Con la segunda, categórico. Iría tras esa cabeza.
Hallé dos huesitos, tres coágulos y un tercio de oreja en la vereda oeste de 9 de Julio y Rivadavia. En esa esquina habían encontrado el cuerpo. Divisé una veintena de gorriones picoteando algo en la terraza del edificio de enfrente. Pedí permiso y subí. Los pajaritos comían algo que no puedo describir. Oscuro. Gelatinoso. No era alpiste. Luego, alcé tres dientes en Rivadavia y España. Un ojo en Rivadavia casi San Martín. Dos muelas, intactas, en la esquina del Café Liverpool. Otro ojo en Galería Piazza. En el Hotel Cervantes, un pedacito de nariz. Y un manojo de cabellos en un árbol de por ahí. En conclusión, la cabeza de Amancio Podestá había explotado y sus restos habían sido esparcidos en sitios diversos. Por la detonación. Por los pies —o los neumáticos— que pasaron por allí. El forense agradeció la bolsita de residuos, con los residuos.
Para una sola jornada, demasiado. Más tarde, en tanto cenaba con la cabeza de Amancio Podestá. Es decir, pensando en ella. Y en qué clase de arma podía hacer volar una cabeza a ras del cuello. Desde qué distancia y demás peliagudeces. Decidí descifrar el enigma. Así me fuera la cabeza en el asunto.
Temprano, el experto policial me dijo que no había armas en el caso. Nadie había escuchado disparos y tampoco cañonazos o el reventar de granadas. Y ni rastros de pólvora en lo que quedaba del difunto. Hablé con el comisario, amigo de la secundaria. Me prestó las llaves. Pidió absoluta reserva.
El departamento de Amancio Podestá había sido revuelto. Era ingeniero y, en los últimos tiempos, se dedicaba a la política. Vivía solo. No era gay sino solterón involuntario. Según su biblioteca, gustaba de autores de ficción. Un cuaderno, entre libros, me dijo que andaba por sus primeras invenciones literarias —por lo que, todavía, no tendría enemigos—. Así fue que leí el borrador de uno de sus cuentos.
El protagonista, Amado Posta —él—, había sido víctima de un extraño hecho en la antesala de su colación de grados en Ingeniería. En lo del sastre —el traje debía ser de confección en homenaje a su padre—, tropezó con un maniquí —masculino— y cayó hacia atrás sobre un alfiletero. A resultas, siete alfileres siete se incrustaron por entero en su cabeza, detrás de la oreja derecha y hacia la nuca. En la clínica, optaron por dejarlos. Operarlo hubiera sido un grave riesgo para su vida. Desde entonces, oía voces. El psiquiatra explicó que era normal, los alfileres hacían de antena. Ya se acostumbraría. Y que se dejara el pelo largo.
Un día, uno malo, parado junto a un semáforo, escuchó más voces. No, voces, no. Pensamientos. Los pensamientos de la gente más próxima. El relato acababa con el personaje destruyendo los semáforos de la ciudad.
Sustraje el cuaderno. La policía jamás lo advertiría. Devolví las llaves. Ya era de noche. Compré una pizza con morrones y anchoas y una botella de vodka. Fui a casa. ¿Cuánto habría de fantasía en esa narración? ¿Cuánto de verdad? Releí, diez veces. Hablaba de la Clínica Zobin. Era real. Tenía un amigo ahí. Tal vez... Y también otro que sabía más de semáforos que de su mujer. Quizá... Conclusión uno, debía dormir. Dos, las anchoas —definitivamente— no congeniaban con la vodka.
El amigo en la clínica me dejó ver la historia ídem de Amancio. Tal cual. Allí figuraban los estudios médicos. Y las radiografías de los siete alfileres traspasando el cráneo. Hacía cinco años del incidente.
Elio, el amigo de los semáforos, a precio de un café mediano, me informó acerca del diseño y funcionamiento de los instalados en el casco urbano. Me dio una clase sobre materiales y circuitos electrónicos. También ingeniero. Explicó que era factible que el cerebro del tipo se viera afectado puesto que los alfileres son conductores de electricidad. Difícil y raro. Pero no imposible.
A las once de la noche, mientras tomaba un trago con la cabeza de Amancio, en casa, repasé lo que tenía. Me faltaba algo. Algo gordo. En internet, busqué el diario de la fecha con la fatal noticia. No llegué a Policiales. En la página anterior comentaban la tormenta súbita. Plena de truenos y rayos. Que cayó en el centro citadino con gran perturbación del tránsito. Y el anormal desempeño de los semáforos. Hasta paralizarlos. Sí, a la hora aproximada de la muerte que me quitaba el sueño.
Urgente, telefoneé a Elio. Protestó. Pero lo soborné con un café un día de estos. Le hice la pregunta que me corroía las neuronas. ¿Podría ser que, si Amancio Podestá se hubiera hallado cerca de un semáforo y en medio de una tormenta eléctrica, le explotara la cabeza? Contestó: “Difícil y raro. Pero no imposible”.
Le di las gracias. Colgué. Me serví otro. Y brindé con la cabeza de Amancio. Ya que estaba, le pregunté lo que a Elio no me atreví: “¿Es posible que ante una gran descarga eléctrica no hayás oído los pensamientos de los que te rodeaban sino los del mundo entero, y por eso estallaste?”.
No respondió.

Con la música a otra parte

Han transcurrido más de treinta años desde aquellos misteriosos episodios y, como supongo que los protagonistas ya no habitan el planeta, decidí contar esta historia.
Acabo de escribir “supongo que los protagonistas ya no habitan el planeta”, pero debo expresar, ya mismo, que, con cierta frecuencia, suele inquietarme la duda de si alguna vez lo hicieron.
Todo comenzó cuando cursaba las primeras páginas universitarias. La tradición familiar mandaba, y yo obedecía. Intentaron convencerme de que el sentido de mi vida era “ser alguien” en la sociedad. Aunque, lo que en realidad deseaba era recorrer el universo, o tan siquiera el país, guitarra al hombro.
Me apasionaba la música, en especial la que conocíamos como rock–nacional. Que, a la sazón, convertida en plaga incontenible, decenas de grupos reproducían en garajes y boliches, y algunas radios multiplicaban a máximo volumen por este sumiso sur de América. Contagiado, ansiaba difundir la enfermedad, personalmente, por los suelos que los hados pusieran bajo mis mocasines.
Una noche, dejé una nota a mis viejos y me fui de casa. Llevaba unos pocos ahorros, el producido de la venta –urgente— de mi añorada motocicleta, cajas de cigarrillos negros, mi guitarra y una mochila repleta de aventuras por desvirgar. Como creía en el azar, había seleccionado a ojos cerrados, e índice sobre, un lunar en el mapa: Villa Las Luces, en la provincia de. Una vez en la estación del ferrocarril –todavía existían—, adquirí el boleto que me trasladaría a ese sitio que, ingenuo, imaginé lleno de luz.
Tras cinco horas en tren, el guarda tocó sobresalto en mi brazo adormilado y, soltando inmortales palabras, dijo: “¡Joven. Joven. Despierte. Ha llegado a su destino!”. Jamás volví a ver a ese hombre. Pero, sin dudas, era un sabio. O un profeta. En el presente, seguro, alguna ermita perpetúa su nombre.
Bajé y miré hacia el caserío. Si ese era mi destino, era una porquería. La Villa, el pueblo, quedaba en mitad de la nada, en su exacto centro geográfico. Unos mil habitantes, escuela, iglesia, cementerio, cuatro bares–pulperías y una manada de policías. Lo demás: arena, piedritas y yuyos marchitos. Una especie de oasis seco en el apogeo del desierto. Promedio anual de lluvia: nunca. Mientras caminaba, especulé que mi primera canción se titularía “Polvo–rock” .
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