Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria

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Treinta y siete cuentos inéditos del escritor mendocino fallecido en 2014 que, en un estilo entre surrealista y policial, recrea figuras conocidas y paisajes de nuestra provincia, con perspectiva de juego y sátira social que trascienden lo local.

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No he dicho, lo hago ahora, que el hotel se llamaba, quizá, si existe, todavía se llame: “Espergesia”. Había que reconocerlo, alguien había leído a Vallejo. Fumaba un negro. Pitaba nomás, porque no lo saboreada, el humo escapaba por los agujeros que las patadas habían cavado en las inmediaciones de mis pulmones. Repito, fumaba, aún sentado, miraba hacia donde minutos antes había estado Costilla cuando, el recién mencionado, e ido, o sea Costilla, reingresó. Bufaba calor por el lobby, bueno, vestíbulo, del hotel. Bufaba y sonreía, en simultáneo, hacia mí y hacia lo que traía aferrado.

En su mano derecha esgrimía el cadáver de mi guitarra. El cadáver calcinado, despanzurrado y supurante de mi guitarra. Los malditos la habían machacado a martillazos y, no satisfechos con el guitarricidio, la habían fusilado en llamas. Veloz, cubrí el cuerpo con el mantel más próximo, para apartar de mis ojos el negro esqueleto del amado instrumento que me había acompañado durante años. Y enardecido, con la voz encrespada de ira, le grité al infeliz que todavía sonreía: “¡¿De qué se ríe, animal?!” .

El tipo renovó el ademán de buscar un arma en su cadera, esta vez la llevaba, pero se contuvo, quizá pensó en mi padre el juez. Apretó los dientes y tragó saliva autoritaria, hurtó un cigarrillo de los que habían quedado sobre la mesa desmantelada, le dio chispa y explicó que los restos de mi compañera habían sido descubiertos, semienterrados, en un baldío. Que había actuado con diligencia y que ya tenía un par de sospechosos en perspectiva. Que no podía detenerlos sin pruebas, pero que intentaría hacerles pagar el precio del bien destruido. Le pregunté si los cosos esos eran los mismos que me habían agredido y respondió que no sabía, que tal vez, pero que, si no confesaban y no habiendo testigos... Y salió sin agradecer el cigarrillo.

Más tarde, sintiéndome algo mejor, le pedí a Trilce que me acompañara al cementerio, quería dar cristiana sepultura a lo que quedaba de mi guitarra. Le rogué que llevara el sudario–mantel —con su contenido— hasta mi cuarto y colocara los penosos restos en la funda que los ladrones, muy considerados, habían dejado en el piso del ropero. Luego, con la funda–ataúd en brazos, nos dirigimos al camposanto.

Elegimos un sitio libre contiguo a las tumbas más frescas, el más cercano a la tela de gallinero vencida, caída, que hacía de portón. Le tocó cavar a la pobre Trilce, yo apenas si pude sentarme a verla. Cuando la profundidad me pareció apropiada, deposité en ella el forro con su corazón de guitarra muerta y arrojé unos puñados de tierra sobre. La observé tapar. Y juntos rezamos un padrenuestro. Nos retirábamos, y para hacerlo avanzábamos, entre túmulos crucificados, por el sector más añejo de esa pequeña necrópolis emplazada en medio de médanos de escoria y espanto, cuando me di de ojos estaqueados con una inaudita y colectiva extinción.

Íbamos por ese laberinto de enterramientos remotos y casi sin querer, de soslayo, me fijaba en las fechas —borrosas de postrimerías— inscriptas en las lápidas, cuando choqué con aquel portento. Había más de veinte tumbas –después comprobé que, exactamente, treinta y tres— con gente fallecida el mismo día: 03–07–1945. ¿Qué pasó ese día? ¿Qué terrible fenómeno acabó con los suspiros de tantas personas en una sola jornada? ¿Qué sucedió en Villa las Luces ese tres de julio de mil novecientos cuarenta y cinco?

Trilce no tenía ni la menor idea. Tampoco la mayor. Nadie nunca había aludido a esa muerte plural. ¿Un pavoroso accidente? ¿Un incendio, tal vez? ¿Un terremoto? ¿Qué, por Dios, mató a aquella —poco menos que— muchedumbre a mediados del Siglo XX? Como en el cementerio no había encargado ni cuidador, solo difuntos volviéndose polvo perdurable en el polvo de la naturaleza, fuimos a ver al Delegado Municipal.

El hombre, cuyas facciones de cerdo faenado aún podría dibujar sin una verruga de error, pero cuyo nombre –como tantos cientos de vivencias— borró el tiempo con su infalible goma en mi cerebro, se encogió de hombros y dijo ignorar la causa de tantas defunciones juntas, que por esos días se domiciliaba en la Capital de la provincia, que el puesto se lo habían otorgado unos militares amigos de su padre y desde su mudanza, a mediados de los sesenta, nadie en la Villa le había mentado tal fúnebre sucedido. Que tal vez la señora de la Biblioteca Pública...

La Biblioteca Pública de Villa Las Luces, o sea el living del hogar de doña Isolina Nuncia Mendoza de Córdoba –ese nombre sí, no sé por qué, quizá por lo que tiene de provinciano—, poseía unos trescientos libros en muy mal estado y tres biblias protestantes donadas por algún turista anónimo. Y ningún diario antiguo. Ni actual. Nadie la había prevenido de que podrían ser útiles alguna vez. Los diarios llegaban cada día en tren y al día siguiente nutrían fogatas o envolvían huevos o, simplemente, basura. Y tampoco doña Isolina Nuncia tenía noción de esos muertos comunitarios. Que tal vez el señor párroco...

El cura Tranquilino Rodríguez nos recibió en la puerta de su vivienda, a un costado de la iglesia. Fue muy amable, pero negó saber detalles acerca del tendal de sepulturas con idéntica data en el boleto de viaje. Ni en las confesiones de los residentes de la Villa se mencionó, jamás, algo al respecto.

Sin embargo, había una diferencia con los otros interrogados, el clérigo sí tenía noticia del tema. A poco de llegar al pueblo, luego de despedir —para siempre— a un lugareño, había deambulado entre las tumbas y advertido la paquidérmica coincidencia de las fechas. Hacía unos quince años de eso. Cuando preguntó, tan solo obtuvo palabras vagas, imprecisas, elusivas. Más tarde, un feligrés ya finado, le había pedido —con mucho respeto— que olvidara la cuestión, que eran cosas del pasado de las que, mientras más desconociera, mejor. Que ahí eran muy creyentes de Dios y veneraban la obra del Papa y sus subalternos, que le aconsejaba que se ocupara de materias religiosas. En exclusiva.

Estaba, estábamos, en el hotel y hasta el pescuezo de misterios, cuando entró el doctor Bautista Verger y pidió un cafecito. Trilce, en tanto preparaba el brebaje, me susurró que el fulano era el único médico en la Villa desde que ella nació, por lo menos. Que tal vez... La mujercita anunció que el café era invitación de la casa y aproveché para presentarme e inquirir si sabía del fúnebre pastel que nos tenía sobre brasas y muy ampollados. El médico, como si la pregunta lo hubiera apestado de tisis instantánea, tosió siete veces de espeluzno, se quemó con el líquido oscuro, volcó el pocillo sobre el mostrador, miró hacia todos lados —incluso hacia arriba— y, murmurando disgusto por las manchas de líquido oscuro en la barriga, sacó una birome del bolsillo superior de la blanca chaqueta que exhibía, extrajo un recetario que publicitaba un laboratorio en la portada, desprendió la primera hoja, garabateó unas palabras en ella, la dobló unas veinte veces, dejó el cuadradito resultante bajo el platito, cabeceó un gracias por el café y huyó como si se fuera.

Alelados, nos miramos y miramos el papel receta que, desplegado, brillaba sobre la madera como una estrella fugaz desplegada. Trilce lo tomó y nos guarecimos a leer en la pequeña cocina donde engendraba deliciosos sándwiches de salame o de jamón crudo caseros en pan ídem. También de mortadela, más económicos, claro.

Bautista Verger si algo tenía de médico era, sin discusiones, la letra. Tardamos varios minutos en descifrar los jeroglíficos. Que nos esperaba en su consultorio, decía. A la siesta. Buena idea, convine, a esa hora ni las lagartijas se atrevían a dejarse ver por las harinosas calles de la Villa. Si hasta los árboles se tendían a descansar un buen rato.

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