Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria

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Treinta y siete cuentos inéditos del escritor mendocino fallecido en 2014 que, en un estilo entre surrealista y policial, recrea figuras conocidas y paisajes de nuestra provincia, con perspectiva de juego y sátira social que trascienden lo local.

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Al segundo, los artistas abandonaron sus posiciones en planificado ardid. Algunos revisaron las ropas de los pobladores, apoderándose de dineros y joyas. Otros, el grupo más numeroso, partió a saquear y desvalijar las viviendas vacías más próximas y, al final, una caterva de menor cuantía se dedicó a toquetear, desvestir y violar a las damas oyentes que más les atraían. En tanto, el resto de los en verdad hipnotizados asistentes proseguía impertérrito con su batir de palmas. Tan impasibles como si estuviesen aletargados en vertical. O no estuviesen.

Cuando las frías estrellas del invierno del tres de julio de aquel año brillaban su plenitud de luciérnagas cósmicas, el boticario don Bernabé Lehmann, un fulano que no apreciaba las orquestas alemanas, maliciándolas de nazis en la clandestinidad, y por lo mismo ausente en el concierto, extrañado de la no vuelta de su esposa Mariela Vistalba, fue hasta el galpón de los ajos. A investigar la demora. Era la una de la madrugada.

El horror le magnetizó los ojos como la música a sus vecinos y amigos. El espectáculo era terrorífico. Decenas de personas aplaudían de pie con manos ulceradas, rajadas, literalmente consumidas, sangrantes hasta los huesos. Aplaudían a nadie. Y una docena de bellas mujeres desnudas, atiborradas de machucones y moretones, con las piernas abiertas al desastre, veían hacia el techo como si esperanzaran un piadoso cielo. Notó la radio, y la apagó. Fue ahí que los concurrentes comenzaron a sacudirse como si resucitaran. Los gritos de dolor colmaron el galpón de Anunciato Fioravanti, mucho más que el olor a ajo.

El boticario había llegado tarde. Es decir, preservó muchas vidas con su aparición, pero tarde para Ambrosio Mémoli y Benigno Luján, dos varones de treinta y cinco y cuarenta años respectivamente y una señora, doña Gerarda Messi, de cincuenta y nueve. Los tres habían expirado de sangría incontinente. El resto pudo ser salvado por don Bernabé y el pueblo todo que obró de practicante de primeros auxilios con lo que hubiera: vendas de sábanas, curitas de cintas algodonadas, gasas, torniquetes de piola y sogas, alcoholes, aguardientes, perfumes, agua fría y demás balsámicas medicinas de emergencia. Se hizo lo que se pudo, que fue bastante.

Como a las seis de la mañana, un escuadrón de villalucences se reunió entre ginebras y avemarías. Había que encontrar la maldita orquesta de brujos malignos y darle un escarmiento. No estarían muy lejos que digamos. Se complotaron y se organizaron. Una legión fue hacia el este en chatitas, camioncitos, caballos, bicicletas, sulkys, carretelas y corriendo. Otra legión fue hacia el oeste en chatitas, camioncitos, caballos, bicicletas, sulkys, carretelas y corriendo. Todos armados hasta la frente con palos, palas, hondas, cuchillos, facones y piedras. Hacia el este o el oeste porque no había otros rumbos para llegar o salir de la Villa. Salvo el tren, claro. Que lo hacía de norte a sur.

Los descubrió la partida del oeste. Eran las siete y diecisiete de la mañana del tres de julio. Los divisaron desde lejos. Los dos ómnibus dormían, al amparo de unos sauces marchitos, a unos cien metros del camino. El Sol ya jugaba piedralibres a esa hora. Un valiente, pico empuñado, fue y volvió, en cinco minutos. A ojos avizores, descansaban sus excesos, pacíficamente desprevenidos.

Se hablaron con las miradas. Y, sin más, se dedicaron a juntar ramas secas, palitos, leña y yuyos. En el más mudo de los silencios, acarrearon lo colectado y lo dispusieron alrededor de los vehículos. Alrededor y debajo. Un muchacho encendió el fósforo. La muda turba se alejó unos cuantos pasos. Desde esa estrecha distancia, contemplaron la gigante hoguera. Escucharon arder aullidos. Achicharrar lamentos. Y, un prolongado después, nada.

El olor a asado se propagó por médanos y secanos y llegó como bandada de jotes a Villa Las Luces. Bosco Agüero lo hizo a la media hora. Los vientos pestilentes fueron más veloces que su zaino. Narró los hechos y el fuego. Unos once propietarios de camionetas y furgones cargados con tachos cargados con agua fueron guiados por Agüero hasta el lugar de los hechos y el fuego.

Sesenta cuerpos, primero incendiados y luego mojados, fueron trepados a los rodados. Sesenta cadáveres fueron llevados al cementerio y enterrados sin velatorio, al atardecer. Sin rezos.

A mediodía, habían sido sepultados Ambrosio Mémoli, Benigno Luján y Gerarda Messi. Con rezos.

Como la cuenta no me daba, le pregunté al doctor. Respondió que los mártires locales habían sido inhumados en solitario. Los otros, los exmúsicos, de a dos por fosa. Para ahorrar esfuerzo. Y por odio. Entonces sí aprobé el inventario. Había visto treinta tres tumbas roídas por el acaecer sinfín.

Semidormidos, agotados de amor –y por la revisión del cuento de Verger—, amanecimos en brazos de caricias.

Con los mates del desayuno, mientras digeríamos la descripción del médico, empachados de suspicacias, no podíamos creer tremenda masacre de justicia por mano colectiva y tampoco la existencia de aquella maléfica y tenebrosa orquesta. Tomé una determinación. Tomamos.

Bautista Verger, de impoluta chaqueta y estetoscopio al cuello, yerbeado en ristre, en la puerta de su casa-consultorio, hablaba con un par de perros —en apariencia muy sanos— cuando le dimos los “¡Buenos días, doctor!”. Miró, vigilante, hacia los tres cardinales y nos hizo pasar.

Sin antesalas, buen disgusto para un médico, le disparé: “¿Tiene alguna prueba de lo que nos contó?”.

El hombre pateó los perros que habían ingresado con nosotros, asomó la estetoscopiada cabeza por el vano, cerró la puerta, dejó el jarrito desyerbeado en cualquier mueble y, al musitar, dijo: “Véanlo a Aranzazú Domínguez”. Y se fue, como quien se esconde, al interior de la vivienda–consultorio.

Aranzazú Domínguez, comentó Trilce, era el hombre de más edad de Villa las Luces. Algunos le daban más de cien años. Otros, ocho o diez más. Vivía en la loma de la, a unos diez kilómetros del centro. Del centro del pueblo. ¿Qué hacer? ¿Y sin taxis?, rumiaba, cuando, por detrás de la morada-consultorio, por el polvoroso callejón, brotó Bautista Verger con un sulky magníficamente acondicionado y más confortable que cualquier Torino confortable de los setenta, de dos ruedas, claro. Arriba de un sulky magníficamente acondicionado y más confortable que cualquier Torino confortable de los setenta, de dos ruedas, claro. Alentando un: “¡Vamos!”.

Nunca olvidaré lo que nos contó el médico mientras piloteaba aquel vehículo de tracción a sangre y un solo caballo. Dijo que el matungo que nos remolcaba, al sulky y a nosotros, había tenido dos hermanos. Que cuando los arriaban hacia la Villa habían sufrido un accidente viéndose obligados a acampar a la intemperie. Que, la primera noche, el par de equinos había sido asesinado por un puma cebado. Que habían estado dos semanas sin ver a nadie hasta que los rescataron. Que en esos catorce días se habían alimentado de los cadáveres de los parientes consanguíneos del caballo. Que, en consecuencia, el animal había sido bautizado “Dos veces” . Aclaró: “Dos veces” porque tales eran las oportunidades en que se había salvado, una de que lo matara el puma y la otra de que se lo comieran ellos.

El puesto de Aranzazú Domínguez era un ruinoso rancho de adobe y cañas. Unos cincuenta chivos nos ladraron como perros guardianes en cuanto nos avistaron. El sitio hedía a peste del Infierno, de un Infierno de heces de chivos encorralados. Era tal la fetidez que, cuando encendí un cigarrillo para aliviarla, Trilce y Verger me pidieron sendos. Y ninguno de los dos había fumado en su vida. No hizo falta que llamáramos, Aranzazú Domínguez, alertado por los chivoscanes, emergió por la puerta sin puerta de aquella tapera. También fumaba.

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