Descendimos del carruaje y, a instancias del anfitrión, nos reunimos bajo un aguaribay que olía a pimienta recién molida, la única sombra en leguas a la redonda. Aranzazú Domínguez que, con el rostro apergaminado, casi momificado, honraba los rumores de sobrepasar el siglo de vida, saludó con mucha deferencia al médico tratándolo de “Amigo Compadre Doctor” y nos miró con indagadores signos de interrogación en sus ojos líquidos. Bautista, serio, fue hasta el sulky, a diez trancos, y volvió con cinco paquetes de yerba que entregó al matusalén, desgranando un: “Compadre amigo Aranzazu, por favor, hágame la gentileza de mostrarle las manos a estos jóvenes”. Raudas, nuestras pupilas, las de Trilce y las mías, se zambulleron en dirección de las manos del anciano.
Ahí caímos en que las tenía en los bolsillos del pantalón bombacha, también de hacía más de un siglo, que usaba. Pero no las sacó. Se limitó a evaluar la calva del médico y luego, con un leve movimiento de arrugas, el horizonte de arena que nos circundaba, como si de improviso se hubiera quedado sordo. Verger, que continuaba serio, dio un paso y retomó los paquetes de yerba cobijándolos entre sus brazos. Y, después de una tensa espiración, insistió: “Vamos, amigo mío. Es importante. Deje que vean” .
Aranzazú Domínguez, refunfuñando ininteligibles y procacidades que también, desembolsilló sus manos y, suave, retiró los paquetes de los brazos del médico. En la maniobra, advertimos que calzaba gruesos guantes de cuero de cabra —qué otros— en ambas extremidades. Una vez que colocó los paquetes de yerba entre sus piernas, asegurándolos, el añoso hombre extendió los brazos hacia nosotros y desvistió sus manos. Y vimos.
Regresamos sin decirnos. Tampoco “Dos veces” pronunció palabra. Ni un mínimo relincho. Cuando el médico nos dejó en la puerta del Espergesia, saludó un “Mucho gusto” que me sonó a un “Querías pruebas, ahí las tenés... ¡estúpido!” y, con una sonrisa inolvidable, partió azuzando al matungo.
Han pasado más de treinta años desde aquella sonrisa. He guardado el secreto hasta hoy. Un secreto insoportable.
Con mi esposa, dudamos si contar esta historia a Trilce, nuestra hija que cursa la Carrera de Música en la universidad. Seguramente pensará que estamos locos. Por eso decidí garabatear estas páginas, algún día me animaré a dárselas.
Durante décadas he lamentado no haber llevado aquel día una máquina fotográfica. Con una sola imagen hubiera bastado. Y Trilce, hermosa evidencia de que las pesadillas también son sueños, sabría que no fantaseamos. Que las manos de Aranzazú Domínguez no eran manos sino huesos. Puros huesos descarnados.
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