Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria
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A las quince en punto de la canícula, nos disponíamos a salir cuando el canario del timbre nos aturdió con sus trinos. ¿Quién? Y en plena siesta. Trilce fue a ver y no, no era una lagartija en busca de umbrío amparo, sí tal vez una víbora. Costilla, otra vez de civil. Irritados por la intromisión, y sin remedio, lo hicimos pasar. Pero no le ofrecimos sentarse. Lo hizo. Quería saber qué hurgábamos por ahí. Qué era lo que preguntábamos. Alguien le había ido con el chisme y nos pareció necio, y temerario, mentir. Así que le dijimos. Le dije. Que en ese pueblo de chiflados, no solo no se podía oír ni tocar música, lo que ya era una demencia incurable, sino que había más de dos docenas de espichados en un mismo día de los que nadie sabía nada.
Inevitable, invariable, reiteró el gesto de llevarse las manos a la cintura en pos de la pistola. También el de fastidio por no hallarla. Se irguió y vociferó: “¡Usted no tiene arreglo, che! No le bastó con la paliza, no le bastó con la guitarra y ahora quiere meter la nariz en lo que de ninguna manera le importa. ¡Deje a los muertos en paz o si no...! ¡O si no!...”, y mostrándonos la espalda del overol se fue difamando a mi madre en voz no muy baja, como si la hubiera conocido.
Por fortuna, Verger y su consultorio no vivían en la calle principal sino en una de sus paralelas, por lo que pudimos salir por la puerta trasera del hotel y evitar cualquier espionaje. Como previmos, ni un alma, ya humana ya reptil, observó nuestro desplazar. Golpeamos y el médico nos hizo pasar enseguida. Don Bautista, así le decía Trilce, tendría unos sesenta años, pero uno le daría nada más que setenta. La vida, en ese oasis inmundo, era dura aun para los de oficios lucrativos. O la soltería, quién sabe. Mi amiga había comentado que el médico era un gran mujeriego, pero, con el drama de que no había fémina disponible en toda la Villa, ni solteras ni viudas que le llevaran el apunte y menos todavía prostitutas acreditadas, los fines de semana viajaba a la Capital de higiénicas visitas, y en ello había dilapidado los ingresos de años de práctica profesional.
Siguiendo la farsa, como si alguien nos viera, nos condujo al consultorio –la casa de junto— por un pasaje interno, con gesto mecánico se colocó el estetoscopio, se sentó sobre la desvencijada camilla y, sin molestarle que estuviésemos parados, Bautista Verger despachó su oculto.
No creí un ápice de su relato. En cuanto comenzó a hablar, me empapó un baldazo de escepticismo y una enorme capa de suspicacia me aprisionó como una mortaja de lana. ¡Cómo creer semejante disparate! Y, para colmo, de segunda mano. Porque se lo habían contado. En circunstancias muy precarias, de exigua y difícil verosimilitud. En un acto casi de extremaunción, de última revelación, de expiación, con un aliento terminal, como una confesión de culpa previo al descenso a los abismos candentes. Por supuesto, enseguida el declarante había muerto. No podíamos confrontar la versión del médico. Únicamente aceptar su palabra. Su endeble –vesánica— palabra. Y aceptar, también, que quien le contó la de veras increíble patraña no deliraba, ni alucinaba sino que estaba en sus cabales y en incuestionable uso de razón. ¡Cómo creer semejante disparate!
Le dimos las gracias por confiarnos su fábula y, por más buena persona de trayectoria honrada y antecedentes intachables –si se omiten los lúbricos, claro— que fuera el Bautista ese, salimos a la calle con pena y defraudados. La Villa habría recobrado su ritmo habitual, dos o tres moradores deambulaban por ahí, así que dimos un corto rodeo antes de volver al Espergesia.
Esa noche, en el cuarto de Trilce, saciados por instantes, mientras saboreábamos una deliciosa grapa autóctona –esa muchacha sabía cómo quererme—, hicimos un exhaustivo repaso de los desvaríos narrativos no de Verger, resolvimos absolverlo, sino de su fuente.
Según los dichos in extremis, y poco menos que póstumos, de aquel desdichado, los sucesos serían:
El primero de julio del año del señor de mil novecientos cuarenta y cinco, a las seis y veintitrés de la tarde, en dos rumbosos ómnibus, la “Orquesta Sinfónica Alemana El Danubio Mágico” , compuesta por cincuenta y ocho intérpretes y dos directores, llegó a Villa Las Luces. En ese lejano instante, el pueblo contaba –si es que contaba bien— con unos doscientos habitantes. El arribo de sesenta personas, juraría, causó un auténtico escándalo. ¡Sesenta personas! Y de un solo envión. Tiene que haber sido un acontecimiento formidable.
Pronto las autoridades, ciudadanos, gentes cultas, analfabetas, vecinos, puesteros y paisanos, los individuos e individuas que se enteraron en definitiva, acudieron en masa, en masa de doscientos espíritus, a pispear, averiguar, chusmear, recibir. En el Espergesia no cabían ni de perfil, así que a alojarse en los generosos ómnibus, pero... Pero... ¿Qué hacen en este páramo? ¿Qué en Argentina? ¿Qué en un paraje perdido en el atlas del desierto gaucho? De gira, que andaban de gira por Sudamérica. Y si no existía un ámbito donde exponer su música y su talento. Gratis. A los que gustaran.
En el pueblo no habían visto jamás una orquesta, ni siquiera de dos miembros. Se dispuso que sí. Que se quedaran. Que darían con un ambiente adecuado. Y que ya les traerían comida, que con la ardua travesía tendrían hambre. Y don Isabelino Timoteo de Rosas, Delegado Municipal en esa época, ordenó confiscatoriamente que se faenaran los cuarenta chivos y las doce gallinas más rápido secuestradas y se asaran súbito para los ilustres bienvenidos.
Ahítos, repipones, los sesenta componentes se tiraron a dormir después de la comilona. En los susodichos transportes. Hasta el siguiente mediodía. Los reanimó don Isabelino T. de Rosas. Tenían el sitio. El galpón de Anunciato Fioravanti. Había que quitarle el olor a ajo, y ya.
En el atardecer del dos de julio del año del señor de mil novecientos cuarenta y cinco, a las veinte y veinticinco horas, el salón —donde se seleccionaba y embalaba ajo—, de Anunciato Fioravanti, no lo suficiente bien aireado, hervía con la multitudinaria asistencia de ciento ocho presencias y ningún vampiro. El resto del pueblo tenía mejores cosas que hacer.
Como entremés fue servido el canto de “Los Hermanitos Podda”, mitad cueca, mitad flamenco, mitad tango, mitad vals. Cuartos de mitad en la precisión. Y, como telonero de ya nomás empieza, la romántica voz local de Piñón Pintos, tonadero en ocasiones —como esa— y boxeador los feriados y fiestas de pelear.
Por fin, luego de que afables voluntarias rociaran lavandinas y alcanfor desodorante a diestra y siniestra, la “Orquesta Sinfónica Alemana El Danubio Mágico” inició su mise en scène surgiendo en aborigen fila por uno de los flancos del escenario, construido con cajones repletos de ajos listos para su expendio. Demoró unos minutos la instalación de atriles y partituras y, cuando estuvieron dispuestos, uno de los directores flameó su batuta por el ajado éter y se largó la esperada función de música clásica.
Media hora después del primer acorde, un hálito de encantamiento —denso como una niebla y tan invisible como Dios— se había apoderado de los espectadores, los ceñía, ahogaba, impregnaba. Como si la música estuviese embrujada, estaban atónitos, pasmados en sus asientos y callados como piedras sin voz. Estupefactos en cuerpos y almas no atinaban sino a oír y oír, fascinados, los armónicos sonidos que emitían instrumentos e intérpretes. De pronto, uno en el público, se levantó y comenzó a aplaudir con tal frenesí que semejaba haber perdido la cordura. De inmediato, el resto de la concurrencia lo imitó y, a continuación, un huracán de aplausos repicó en el salón una y otra vez, y otra, sin cesar, sin detenerse, sin pausa alguna, ininterrumpidamente. Y mientras el auditorio, de pie, aplaudía y aplaudía hechizado por completo, el director, guardó su varita mágica, accionó un novedoso y germano aparato de radio –novedoso en el 1945 criollo, por su menudo tamaño— conectado a los parlantes y disimulado bajo su atril mayor. Nadie lo advirtió. Los habientes continuaron oyendo un programa de música clásica como si fuera real, en vivo. Y aplaudiendo a rabiar.
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