Emilio Fernández Cordón - Insomnios de la memoria

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Treinta y siete cuentos inéditos del escritor mendocino fallecido en 2014 que, en un estilo entre surrealista y policial, recrea figuras conocidas y paisajes de nuestra provincia, con perspectiva de juego y sátira social que trascienden lo local.

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No fue al entierro. Esperó una infinita semana. Tenía llave, por supuesto. Ingresó rápido. Portaba guantes. Prendió la luz. Pasaba la medianoche. El sofá había sido cubierto con una sábana. El piso no. Lo habían lavado. Husmeó, revisó cada rincón, placard, cajón. Cocina, baño y dormitorio. Todo en orden. Nada sospechoso. Emma era aficionada a los licorcitos. Llenó una copa. Inmundo. Decidió volcarlo en la pileta de la cocina. Lo hizo. Divisó el tacho de la basura. Lo alzó. Revolvió. Deshechos normales y restos podridos. Un corcho de botella de vino. Unos papelitos rotos en el fondo. Depositó el tacho en su sitio. Hurtó la bolsa de nailon con los residuos.

Fue a su departamento del centro. Olía a Emma. Desplegó periódicos viejos sobre la mesa. Vació la bolsa. Retiró el corcho. Separó lo nauseabundo. Lo metió en otra bolsa. Buscó los papelitos. Había algo escrito. Parecía una carta. Un mensaje. Armó, con asco y paciencia, el rompecabezas. Se le rompió la cabeza. Los nervios fueron con la basura. El alma. No el alma, no. No tenía.

Destapó champán. No para festejar. Beber nomás. Prendió. Pitó. Volvió a leer. “¡Hija de puta! Vas a dejar de hacer daño. Te queda poco tiempo. ¡Muy poco!”. No había firma. Pero.

Pero sabía quién había redactado esa amenaza. De memoria. Los rasgos eran inconfundibles. De memoria. La letra de Lilí.

Quemó la misiva. Lilí era una asesina. Había que deshacerse de la única prueba. Bajó. Fue al bar más próximo. Subió con scotch y cigarrillos. Terminó la botella. Se desmayó en la silla.

Cuando volvió, llovía. Era de noche. Bajó. Fue al bar más próximo. Subió con scotch y cigarrillos. Cuando volvió, era de noche. Bajó. Fue al bar más próximo. Subió con scotch y cigarrillos.

Al cuarto día, de día, resucitó. Vomitó. Convocó al periodista. Almorzaron en La Peatonal. Devoró como si hiciera mucho que no. Él. También el otro.

Después del tiramisú, le dio un gordo sobre con plata del norte del mundo. Escupió: “Si le decís a alguien. Si le contás a tu perro nuestras conversaciones, te vas del país. O al cementerio”.

Mientras conducía hacia su casa, alumbró un detalle que lo enterneció. No lo había incriminado. No había querido. El lavaje vaginal había sido por eso. Y por ella, la relacionarían. Igual pronunció la palabra “Gracias”.

¿Habría estado aguardando por ahí cerca? La observó descender. Tocó timbre. Emma la hizo pasar. Tomaron vino. Charlaron. Le pegó con la botella. Le quitó el vestido rojo. La limpió por dentro como planeó. En el bidé o con la pera de goma que había previsto. Sabía que habrían hecho el amor. Luego. Luego. Luego. Luego, la vistió. Le tajeó las venas con un pedazo de botella. Sí. Se fue y dejó abierto. Pero, ¿habría sido capaz? ¿Ella Sola?

Refugió el BMW en el garaje. Se acomodó el cabello. Diría que en lo del Pipi, por una complicación. A... nadie. Buscó. Gritó el nombre. Ni siquiera el eco. En el dormitorio, el vestido rojo de Emma. Y, abrochada, una esquela. De inconfundible letra. “Imagino que adivinaste. No podía soportarlo. Me voy. No hay nada entre nosotros. Hace siglos. Que estés bien. Lilí”.

Se desesperó ante lo inesperado. Desesperado, pulsó el celular. Que no. El ministro había renunciado —informaron— y partido a París. No sabemos cuándo regresa. Si es que.

¡Pipi y la puta madre que te parió!

Se tiró. Murió unas cuantas horas. Cuando abrió los ojos, se adecentó. Fue al banco. También viajaría.

Sus cuentas se hallaban en cero. Lilí había pasado hacía un par de días...

Bolso

Semanas atrás debía trasladarme a Córdoba Reservé pasaje Compré ropas Fui a - фото 9

Semanas atrás, debía trasladarme a Córdoba. Reservé pasaje. Compré ropas. Fui a la peluquería. Convencí a una vecina para que, en mi ausencia, regara plantas y alimentara a Syrah, mi canina y única compañía. Dos horas antes de partir, me dispuse a guardar en mi bolso prendas, libros, intimidades y algunos remedios. Pero no lo encontré.

Puse la vivienda patas arriba, revisé bajo camas y otros muebles. Vacié placares, cajones, el lavarropas, el horno de la cocina, bibliotecas, el neceser del baño, el microondas e, incluso, la cucha de la perra. En vano. El maldito bolso se había evaporado.

Desconcertado, bebí un trago del aguardiente catamarqueño y monjil que, en esporádicas ocasiones, me regala un vate amigo. Encendí un Camel. Y medité. Tanto, y de tal modo, que al mirar el reloj, supe que el avión había partido sin mí.

Amanecía cuando establecí que había dejado el bolso en otro sitio. Pero, ¿dónde? El mes anterior, al asistir a un congreso de mi profesión en Buenos Aires, había llevado el escurridizo bolso. ¿Lo habría olvidado en el hotel? Si era así, ¿cómo no me había dado cuenta? ¿Y qué sacos, pulóveres, camisas, pantalones, medias, slips y zapatos había usado desde que volví? En ese instante, la duda me rebanó –de siete tajos— la certidumbre espacio–tiempo. ¿Y si jamás había vuelto? ¿Y si aún permanecía allá? Y, si tenía razón, ¿de quién diablos se trataba mi yo?

Con el Sol en la aguja de las diez de la mañana, telefoneé al hotel. Efectivamente, yo no estaba en ese momento en la habitación, pero me alojaba allí. Me dejé un mensaje. Que me dijeran que necesitaba urgente el bolso. El conserje juró que lo haría.

La tarde siguiente, insistí. Confirmaron que me habían dado el mensaje. Yo había salido, pero había encomendado que me informaran que la única manera de recuperar el bolso era ir a buscarlo.

Insultando a Dios, a María Santísima y a mi pobre madre, volé a la Capital del país. En la recepción del hotel, asintieron. Yo había encargado que me dieran el bolso. Luego, había cancelado la cuenta y abandonado el lugar.

Un hombrecillo muy servicial fue hasta el depósito de equipajes y me trajo el susodicho, que se veía lleno e intacto. Le di unos pesos por su amabilidad. Y, ya más tranquilo, regresé. El próximo viaje tendría en qué transportar mis bártulos.

Volar

Cuando desperté agradecí a Dios estar vivo Es lo primero que recuerdo A - фото 10

Cuando desperté, agradecí a Dios estar vivo. Es lo primero que recuerdo. A pesar de que, más tarde, deseé mil veces haber muerto en el accidente.

Lo segundo que guardo en la memoria, es que me cubría una especie de barro líquido y maloliente. Comprendí que, de no ser por ese fango hediondo, jamás habría sobrevivido.

Había sido despedido del aparato al romperse el fuselaje y las llamas, al sobrepasarme, apenas habían entibiado el légamo que me envolvía. Esa mojadura –casi sólida– me había salvado el pellejo.

Demoré en llegar a los candentes restos de la avioneta. Era un horrible matadero. Solo yo respiraba. Los demás pasajeros, y la tripulación, doce desdichados, ya no habitaban este mundo. Lo habían abandonado en medio de atroces sufrimientos, calcinándose, fundiéndose con hierros, vidrios y espanto.

Estudié el terreno del impacto. Montañas y montañas nos cercaban como buitres colosales en siniestra espera. Refugié mi dolor bajo una roca enorme cuyo extremo fungía de techo. Mientras pensaba en las posibilidades de auxilio, y si los pilotos habrían alertado que uno de los motores humeaba en pleno vuelo, se largó a llover.

Dos horas después, el lugar imitaba una laguna oscura en vías de pudrición. Regresé a la pequeña nave. Palpé la cubierta. Ya no quemaba. Me introduje en el desastre y busqué los cuerpos. Lo que quedaba de ellos luego de la muerte ardiente. No sé cómo hice, pero lo logré. Gritando pena, a puro aullido, en ese retorcido Infierno de metal y cenizas, con manoslágrimas, extraje, en partes, pedazos, lo que el fuego había dejado.

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